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100 años de Escrivá: el viejecito de la barba y la beata del rosario

Tal día como hoy nacía en Barbastro José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, al que probablemente Juan Pablo II canonizará durante el presente año. Esto resultará muy útil porque, con su elevación a los altares, debería terminarse el recelo de algunos cristianos hacia su figura. De los no cristianos, no cabe esperar tal cosa, pero de los primeros, sí.

¿Por qué "el Opus" es tan polémico, tan signo de contradicción? Fue el primer movimiento laical del siglo XX, 100 años de historia del Cristianismo marcados, precisamente, por los movimientos laicales. Pero luego han venido muchos otros, y aunque también han sido fustigados por los de siempre, no lo han sido con la misma virulencia. Puede que la condición de pionero influya, pero no parece la única. Más bien habría que buscar la razón en el hecho de que "el Opus" le plantó cara al mundo (no confundir con El Mundo de Pedro J.) al que quería santificar. El racionalismo se encontró enfrente, en el campo de la Iglesia, no con cristianos analfabetos, sino con gente formada que hablaba su mismo lenguaje con otro contenido, y, en ocasiones, hasta lo hablaba mejor.

Mientras las creencias cristianas se refugiaban en los templos, los enemigos de la Iglesia sólo se molestaron en quemar monasterios. Pero cuando cometió la perversa provocación de salir del templo y entrar en los medios informativos, en las cátedras, en los ministerios, en las empresas y en el mundo del arte, cuando, en definitiva, se empeñaron en cambiar el mundo con un alto nivel intelectual y una respuesta cristiana a los eternos interrogantes del hombre, se convirtieron en personajes molestos.

La gente del Opus empezó a responder al científico ateo con argumentos científicos cristianos; al articulista relativista con explicaciones acerca de la verdad, pretendieron cambiar la justicia y el derecho, es decir, la política, en orden al bien común y demostraron que la sociedad de la información no es patrimonio de los desinformados sobre Dios. Toda una revolución, y no hay revolucionario más peligroso que un cristiano instruido y proselitista. La gente de la Obra no sólo se conformaba con ser felices por confianza en Cristo, pretendían que otros lo fueran. Demasiado, ¿no?

Esas actitudes inquietaron al mundo, porque rompían las dos visiones más nefastas, y mas pueriles, por las que se guía la sociedad moderna en materia religiosa. A saber: el viejecito de la barba blanca y la beata del rosario. Me explico: hasta en muy talentosas cabezas anida la imagen de Dios como un bonachón viejecito de barba blanca, circunstancia cromática que marca la única diferencia de su imagen con la de Carlos Marx. Y claro, es poco probable que una cabeza formada acepte a un Dios tan visible y tan indolente. Ahora bien, los laicos del Opus, incluido el fontanero, traspasaron la imagen del viejecito de la barba para explicar a un Dios más profundo, más cuajado y, por tanto más creíble, mucho más creíble que la ausencia de Creador y Padre, con la que, sencillamente, no puede explicarse nada.

La segunda imagen aún es más difícil de aceptar por el mundo: es la viejecita del rosario. Porque para ese mundo, el rosario, o la misa, o la oración, o cualquier otra devoción son fenómenos propios de beatas arrugadas. Mientras no salgan de ese cauce, les resulta admisible. Lo que el mundo no puede aceptar, porque le chirría como el papel de aluminio en los dientes, es contemplar a un catedrático o a un primer ministro rezando el rosario. ¡Eso nunca! Se vive como un insulto personal, como una incógnita irresoluble, sólo explicable por hipocresía, locura o perversión.

Bueno, pues los opusianos fueron los primeros en cargarse ambos imágenes: la del cristiano que no puede ser otra cosa por ignorancia, y la del hombre de prestigio que ama a Dios y a la Virgen con el mismo empeño que la viejecita de las enaguas. Luego, es cierto, vinieron otros, pero los pioneros fueron los del Opus. Y eso duele.

Ahora bien, ese es el pasado. El futuro de la Obra depende de que sus miembros sepan mantener esa santificación de la vida ordinaria, esa coherencia, en definitiva, esa unidad de vida. En 1967, en el campus de la Universidad de Navarra, José María Escrivá de Balaguer pronunciaba estas palabras: "¡Que no, hijos míos!, que no puede haber una doble vida. Que no podemos ser como esquizofrénicos si queremos ser cristianos: que hay una única vida hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene que ser, en el alma y en el cuerpo, santa y llena de Dios. A ese Dios invisible lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos, o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor o no lo encontraremos nunca... En la línea del horizonte parecen unirse el Cielo y la Tierra, pero no. Donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria".

Hermosa metáfora que, traducida a la prosa periodística, significa esto: o santificar el mundo o mundanizarse. Porque el mundo es como la energía nuclear: hay que convivir con ella sin contaminarse.

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