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Cincuenta días después
En un sentido bastante cercano a la realidad de las cosas, lo que los judíos celebraban 50 días después de la pascua, es decir, la festividad de Pentecostés era, exactamente, un a modo de agradecimiento por las cosechas habidas en aquella temporada (esto fue así hasta que se pasó a celebrar el momento histórico en el que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las Tablas de la Ley de parte de Dios) también podemos entenderlo como el significado que los católicos damos a tal momento espiritual del año litúrgico: cosechamos lo que hayamos sembrado y, es más, lo hacemos de cara a un futuro.
Es cierto que cuando llegue la celebración de Pentecostés algo habrá tenido que pasar por nuestra vida porque, de otra manera, poco aprovechamiento habremos obtenido de la Cuaresma y, es más, de la misma Semana de Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Qué se espera del hijo de Dios que, consciente de que lo es, se acerca al mundo donde habita con un bagaje espiritual que no puede desdeñar?
Quizá lo que sigue.
Camino a Pentecostés lo hacemos a sabiendas de nuestra pertenencia a la Iglesia fundada por Jesucristo y, por lo tanto, de nuestra necesidad de ser evangelizadores y transmisores de la Palabra de Dios. Vamos, así, caminando haciendo uso espiritual de los frutos de un tiempo denominado fuerte (seguramente el más fuerte de todos) como es el que corresponde al que discurre entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección.
Camino a Pentecostés lo hacemos reconociéndonos discípulos de un Maestro que vino al mundo a hacer cumplir la Ley de Dios porque, para tristeza del Padre, sus destinatarios se habían dedicado a poner manos a la obra a su tergiversación y a convertirla en un mar de reglas y normas que iban más allá (no yendo, sin embargo, en buen camino), en interpretación, de lo que con bastante claridad decía el Creador.
Camino de Pentecostés somos testigos de la entrega del Hijo de Dios a manos de quien no quería ver a Dios en sus vidas sino a una imagen tergiversada de Quién lo hizo todo. Y tal entrega no es, sino, ejemplo de lo que hay que hacer (lavó los pies a sus discípulos por eso mismo) y de lo que nunca hay que olvidar: hemos venido a servir y no a ser servidos. Y esto entendido en todos los ámbitos de nuestra vida (familiar, laboral, de amistad…) y en la forma que mejor se puede entender y que no es otra que la de Cristo que con su vida supo dar una idea de cómo es Dios y, sobre todo, de qué quiere Dios.
Pero para caminar hacia Pentecostés es algo más.
Para comenzar, el destino de tal camino ya lo conocemos: ser enviados por Jesucristo, formar parte de la Iglesia que se fundó, precisamente, cuando el Hijo de Dios, antes de ascender al definitivo reino de Dios, al enviarlos hacia el mundo, los constituyó el comunidad que camina teniendo en su corazón y en su mente una misma voluntad.
Por otra parte, para recorrer tal camino (y el resto de nuestra propia vida como Iglesia católica) no olvidó Jesucristo al Espíritu Santo que sería, que es, quien no nos abandona ni lo hará nunca porque así lo había prometido el Hijo de Dios. Y, por tanto, es en compañía de quien caminamos pues «Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el nombre familiar abbá, que Jesús mismo usaba con respecto a su Padre celestial (cf. Mc 14, 36). Como él, debemos caminar según el Espíritu en la libertad interior profunda: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23)» como muy bien dejó dicho el beato Juan Pablo II Catequesis del Papa Juan Pablo II durante la Audiencia General del Miércoles 31 de mayo de 2000.
Jesucristo, Espíritu Santo y Dios mismo que se hace patente a través de la Palabra. Camino de Pentecostés siempre los tenemos presentes a quienes constituyen la Santísima Trinidad. Y siendo el Espíritu quien con sus dones (ciencia, consejo, fortaleza, inteligencia, piedad, sabiduría y temor de Dios) nos ofrece sus frutos (caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad) en Quien debemos apoyarnos en el sentido mismo que tiene este tiempo de camino hacia Pentecostés, donde todo inicio se repite y rememora, entonces, aquel momento el que fuimos, por vez primera, una Iglesia.
A veces, sin embargo, se pretexta sobre la dificultad de reconocer al Espíritu Santo que, como digo, nos acompaña en nuestro camino hacia la gran fiesta del envío, cincuenta días después de la resurrección de Cristo.
A esta pregunta (¿Quién o qué es el Espíritu Santo?) respondió, para que no hayas dudas al respecto, Benedicto XVI el 3 de junio de 2006 (en la Homilía de celebración de las primeras vísperas en la Vigilia de Pentecostés): «Una primera respuesta nos la da el gran himno pentecostal de la Iglesia, con el que hemos iniciado las Vísperas: ‘Veni, Creator Spiritus…’, ‘Ven, Espíritu Creador…’. Este himno alude aquí a los primeros versículos de la Biblia, que presentan, mediante imágenes, la creación del universo. Allí se dice, ante todo, que por encima del caos, por encima de las aguas del abismo, aleteaba el Espíritu de Dios. El mundo en que vivimos es obra del Espíritu Creador. Pentecostés no es sólo el origen de la Iglesia y, por eso, de modo especial, su fiesta; Pentecostés es también una fiesta de la creación.
El mundo no existe por sí mismo; proviene del Espíritu Creador de Dios, de la Palabra Creadora de Dios. «
Y es así, exactamente así, como caminamos hacia Pentecostés en el gozo de saber que a pesar de nuestras debilidades y nuestras caídas siempre contaremos con la mano misericordiosa de Dios que, habiéndose hecho hombre exhaló, sobre aquellos otros nosotros, su Espíritu Santo.
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