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¿Alcaldes de usar y tirar?

Hace unos días mi amigo Luis me explicó una vivencia reciente que me cuesta adjetivar. Viene a cuento ante la cruda campaña electoral que se nos avecina, ya sea en el plano local o autonómico.

El caso es que, desde hace tiempo, Luis pasaba algunos días de descanso de Navidad, Semana Santa o verano, en un pueblecito que, por lo que se verá, la más básica discreción me pide que no cite. Estas visitas ocurrían desde hacía ya muchos años, con lo cual toda la estupenda familia de Luis entabló buena amistad con muchos de los vecinos.

Luis es conservador y sin complejos, y especialmente simpatizó con el entonces alcalde, con quien, a pesar de tener importantes diferencias político-ideológicas, compartía aficiones y la pasión por el servicio desinteresado a los demás.

Pero, Luis desde hace tres años ha tenido que ceder a las preferencias del resto de la familia. Así, cambiaron el Sur por el Norte, con lo cual el trato con aquel buen alcalde se redujo a espaciadas llamadas telefónicas y puntuales felicitaciones festivas.

¡Y esta Semana Santa se han vuelto a encontrar! Por pura alternancia política el amigo de Luis ya lleva ahora casi cuatro años sin ser alcalde, pero también hace casi el mismo tiempo que sufre una enfermedad prácticamente terminal, de la que se está reponiendo a duras penas.

La alegría y la emoción contenida en el volver a verse fueron enormes. Aunque Luis ya estaba avisado del deterioro grave de la salud de su amigo, cuando fue a visitarlo a su casa me dice que quedó extraordinariamente impresionado.

La primera conversación que hace pocos días tuvieron no fue muy larga. Fue en el zaguán de tosco enlosado, donde tantas veces se reunieron a echar partidas de dómino o de mus, al frescor de las gruesas paredes o al calor de los abrasados leños del hogar. Ahora, una casi eterna intensidad comunicativa les parecía aligerarles de tanta ausencia.

Me cuenta Luis, y me lo imagino pues lo conozco bien, que intentó estar comprensivo y con la ternura del mejor padre, por ello fue absorbiendo detalles y sucedidos mil de su amigo, de los que por teléfono apenas había tenido noticia. Eso era lo que les faltaba: la presencia directa, el trato personal, el tú a tú que ambos revivieron en esos momentos.

Y, entonces, la confidencia: - Sabes Luis que yo he sido alcalde durante doce años, ¿verdad? Sabes que yo no soy «político», que lo que siempre he buscado es hacer cosas para mejorar las condiciones de vida de la gente del pueblo, ¿verdad? Pero, sabes también que de paso me dejé la piel por unas siglas. Pues quiero que sepas ahora, que, en estos tres años, nadie del partido, absolutamente nadie, me ha venido a ver ni al hospital ni a casa. He notado cómo se me ha dejado de lado. Ya no era útil por votos o influencia hacia los demás. ¡Eso sí que ha sido un dolor! ¡Qué pena me daba pensar en este «olvido», quiero entender que involuntario! Lo encajé como un desprecio, como la deslumbrante concreción del aprovechamiento egoísta, de la crueldad manipuladora que la partitocracia y la deshumanización de las relaciones humanas pueden provocar si no estamos en guardia, ¡todos!

Luis me quiso explicar esa íntima conversación al saber de mi inquietud por la cosa pública. Luis tiene claro que la primera revolución, el primer progreso, el primer reto consiste en vencerse cada día a uno mismo, incluso teniendo que mandar, ejerciendo la autoridad con espíritu de servicio. Nadando constantes contra corriente en estas aguas salvajes donde el individualismo y la confusión enfrentan a quienes deberían estar muy unidos, incluso con diferencias, en la lucha por el bien común. Y es que, la verdad y el respeto a la dignidad de las personas son el mayor «asunto de Estado», en el que no hay excusa para no ponerse de acuerdo.

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