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La buena discriminación
Dicen algunos que no equiparar los matrimonios y las uniones de hecho constituye una discriminación. Y tienen razón, pero sólo en una de las dos acepciones del verbo «discriminar». Según el Diccionario de la Real Academia, discriminar es «separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra». Y también, «dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etcétera». El «etcétera» perturba algo, pero dejémoslo estar. Apartemos de lado la cuestión de la valoración moral respectiva del matrimonio y de la unión de hecho y, rendidos al principio de autonomía personal como norma absoluta, convengamos en que cada cual tenga derecho a vivir como le plazca sin atender al bien común. Y sentemos la premisa de que ambas opciones posean la misma dignidad y rindan los mismos beneficios a la sociedad y a la institución familiar. Admitamos incluso que la opción por la unión de hecho entrañe una más profunda sabiduría y un más genuino aprecio por la independencia y la libertad. Aceptemos, para no escatimar, que revele aún un más fino sentido de la responsabilidad personal. Asumiendo todo esto, discriminar, es decir, distinguir, separar, diferenciar, entre el matrimonio y las uniones de hecho debería reconfortar a ambas partes, pues, supongo, que quien opta por una alternativa no querrá ser confundido con quienes lo hacen por otra. Pensemos, por ejemplo, en un ácrata de salón, que aborrece al Estado mas no a sus pensiones, carreteras y hospitales, y que se niega a casarse porque es un hombre libre o por cualquier otra legítima razón. Lo que más podría fastidiarle es que no discriminemos entre su opción libre y el matrimonio opresor. Es necesario, pues, discriminar entre el matrimonio y las uniones de hecho.
Se me dirá, tal vez, que no se trata de esa discriminación sino de la jurídica o social, de la que consiste en dar trato de inferioridad a las uniones de hecho frente al matrimonio. No se perciben aquí los motivos raciales, religiosos o políticos. Habrá que acogerse al «etcétera». La justicia, como es sabido, consiste en tratar igual lo que es igual. Pero también, lo que suele olvidarse, en tratar de manera desigual lo que es desigual. Quien no se irrita al ver tratados de modo igual a los desiguales no es demócrata, sino plebeyo. Ortega lo dijo. La justicia no consiste en la mera igualdad sino también en la desigualdad legítima. Si hemos discriminado (acepción 1) entre matrimonio y unión de hecho, habrá que indagar qué diferencias de trato son legítimas. Pero tratar de modo igual lo que es diferente, es injusto. Por otra parte, la idea misma de un registro de uniones de hecho o de efectos jurídicos de este tipo de uniones encierra una contradicción. Pues si algo surte efectos jurídicos deja de ser «de hecho» para convertirse en «de derecho». Además, si como pretende el «progresismo», hay que facilitar el divorcio y debe bastar con el mutuo disenso sin más, uno no alcanza a comprender la metafísica y evanescente diferencia entre un matrimonio volátil y efímero y una unión de hecho con plenos efectos civiles. El pueblo es soberano y hará lo que convenga, pero no me gustaría tener que contemplar el triste espectáculo de viejos ácratas recalcitrantes pasando por el oprobioso trance de las arcas caudinas del Registro civil. Casi es preferible el matrimonio. O, acaso, igual.
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