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Las Dos Banderas (Gabriel García Moreno)
Un gran amante del Sagrado Corazón, fue asesinado el Primer Viernes de agosto de 1875 mientras salía de la Catedral de Quito, después de haber hecho una Hora Santa ante el Santísimo Sacramento. Se lo ha llamado el «Tomás Moro de América». Abogado, político, presidente del Ecuador de 1861 a 1865, y desde 1869 hasta su asesinato, Gabriel García Moreno aparece en la historia de América Latina en muchos aspectos como un precursor.
Hombre de energía indomable –dice de él Enrique Rollet– alma de apóstol laico y de patriota ferviente, quiso hasta con riesgo de su vida, crear instituciones cristianas y poner al servicio de la Iglesia aquella pequeña república latinoamericana, cuya presidencia había llegado a ocupar.
Durante su presidencia, la República del Ecuador, fue el primer país del mundo en consagrarse oficialmente al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, el 25 de marzo de 1874, determinando el Gobierno Nacional, que en honor a esta consagración se construyera en su capital la gran Basílica del Voto Nacional.
El seglar irlandés Frank Duff, (Auditor del Concilio Vaticano II), hacía notar que se suele entender muy frecuentemente el patriotismo como una fórmula en tiempos de guerra, o, como un concepto sentimental, sin bases racionales, siendo visto, en ese caso, como una mera rivalidad y desechado por los hombres sensatos; o, como un artificio para explotar al pueblo, patriotismo tal que resulta ser así, el último refugio de los canallas.
La construcción de un Estado cristiano, desde la perspectiva del amor a la patria, de una verdadera devoción a la nación, era el anhelo capital de García Moreno, quien consideraba su quehacer político como una forma –y cuán elevada– de combate y de apostolado.
Como primer servidor público de su país, el visionario Presidente tenía dos objetivos: 1) restaurar y vigorizar la autoridad bajo el imperio de la Ley, ante la constante amenaza de la subversión, y 2) lo más importante, reformar la Constitución ecuatoriana de su impronta liberal, armonizándola con la doctrina católica. Como católico que era, pensaba con razón, que la Carta Magna, no podía depender del capricho de los ciudadanos, sino de la voluntad de Dios. De ahí que la implementación de la Constitución fue quizás su obra más audaz. Hasta entonces, en 39 años, el Ecuador había pasado por cerca de medio centenar de revueltas o motines, y habían intentado modelar al país, reemplazando la soberanía de Dios por la soberanía del pueblo. García Moreno pensaba que la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tenía que ser el alma de la nación.
En 1869, su primera medida fue declarar la instrucción primaria obligatoria y gratuita para todos los niños de 8 a 12 años, llamó congregaciones religiosas para llevar adelante la educación de los niños y la formación de los maestros. Creó escuelas especiales para los indígenas y confió la enseñanza secundaria a la Compañía de Jesús. No sólo fue un restaurador afortunado sino también un audaz innovador, que fundó de la nada una Escuela Politécnica con la ayuda de los jesuitas alemanes, convirtiéndose ésta en una verdadera Facultad de Ciencias.
Sabía que la Iglesia de entonces en su país, era débil y corrompida y se puso directamente en contacto con Roma. Firmó en 1862 un Concordato tan favorable, que liberaba al clero de toda tutela laica, retiraba al gobierno los derechos que todos los estados sudamericanos conservaban tan celosamente de su pasado pre-republicano. Por eso, también amenazó con no ratificar aquel Concordato si la Santa Sede no enviaba un delegado apostólico que emprendiera la reforma del clero.
No obstante, cuando se encontraba frente a un sacerdote, su humildad se tornaba en reverencia.
Había entendido perfectamente la perversidad que se escondía en el ideario de 1789 y su radical incompatibilidad con la doctrina católica. Había entendido que en la historia de su tiempo se seguía concretando el enfrentamiento teológico de las Dos Ciudades de San Agustín o de las Dos Banderas de San Ignacio. Uno de sus biógrafos el P. Berthe, bien lo explana: pareciera haber nacido para luchar contra los principios de la Revolución francesa, que tanto se habían propagado por todas las naciones cristianas.
Durante la XIX centuria, «el siglo de las luces», campeaba el liberalismo hecho sistema, desplegando todas sus fuerzas para conseguir la separación Iglesia-Estado, asumiendo como criterio único y exclusivo de todo acto moral privado o público la razón y la voluntad del hombre prescindiendo de Dios, ideología que fue objeto de profundas condenaciones papales.
En 1864 el Beato Papa Pío IX promulgó la Syllabus, donde denunciaba la perniciosidad del naturalismo, el racionalismo y el liberalismo dominantes. León XIII, en la encíclica Libertas, alertaba respecto del sentido esencialmente irreligioso del liberalismo, posteriormente también San Pío X, condenó firmemente la ideología del modernismo, en la encíclica Pascendi, doctrina que es de punta a cabo opuesta a la fe católica, haciéndose hilo conductor del panteísmo con daños espantosos en las almas. El Papa Pío XI se refirió laicismo, condenándolo igualmente, advirtiendo el mismo Pontífice que del liberalismo nacen, como hijos suyos naturales, el socialismo y el comunismo (encíclica, Divini Redemptoris). En el fondo liberalismo, socialismo y comunismo, como nazismo o el fascismo, son de la misma familia espiritual, porque en realidad viene a dar lo mismo que el bien y el mal sean decididos por la mayoría democrática o por el partido único.
La política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Bien común que, como afirma el Concilio Vaticano II, «abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia» (Gaudium et spes, 74). La actividad política, por tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. Muy oportunamente, mi predecesor Pablo VI, ha afirmado que «La política es un aspecto […] que exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás» (Octogesima adveniens, 46). (Juan Pablo II, Jubileo de los Gobernantes, 04/04/2000).
Por tanto, el cristiano que actúa en política –y quiere hacerlo «como cristiano»– ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y, consecuentemente, y en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad.
Lo único que le restaba a aquel hijo amante de la Iglesia, después de haber aplicado sus enseñanzas y haber protestado, solidaria y valientemente, contra el desafuero que se le hacía, era rubricar con su sangre su fidelidad ejemplar: y ése fue en 1875, el trágico y supremo honor de García Moreno.
En 1885 el Papa León XIII, promulgó la encíclica Immortale Dei, sobre la constitución cristiana de los estados, como se ve, fue un precursor de dicha doctrina y un ejecutor de la misma.
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