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La «urdimbre» afectiva

Los humanos nacemos siempre en un parto prematuro, sin acabar, y necesitados de un acabado en la familia. Más aún, la construcción y maduración de nuestro cerebro no está cerrada, sino abierta a las relaciones interpersonales y a la propia conducta. Tiene una enorme plasticidad neuronal y necesita la atención y relación con los demás para ser viable y alcanzar la plenitud humana. Lo biológico nos predispone ya para la primera interrelación o encuentro, que es afectivo, y en concreto materno-filial.

La trayectoria vital de cada uno se hace biografía y cada quien escribe la suya desde su aparición en el seno materno hasta su muerte, primero inconsciente y después conscientemente. En palabras de Rof Carballo (1), «el hombre resulta, como todo ser biológico, de la puesta en marcha de un proceso que llamamos «información genética» o herencia. Esta ofrece, como peculiaridad, la de preparar al ser vivo para un último terminado («urdimbre») que le permitirle asimilar, incorporar, unas estructuras formales del ambiente a las estructuras organizadas por la herencia, le dotan de una máxima capacidad de adaptación dentro de su mundo peculiar…».

La peculiar fisiología humana está indeterminada en su acontecer biológico y abierta a la acogida familiar. Solo con esa acogida se desarrolla y alcanza la plenitud personal. Los lazos familiares crean el ámbito de aprendizaje para la vida, que abarca no sólo el derecho elemental a la vida, sino todas aquellas condiciones que posibilitan la vida humana: relaciones personales, comunicación, cultura, historia, etc. Éste es un ámbito importante, porque el reconocimiento de la propia historia es condición imprescindible para el reconocimiento de la propia identidad. Gracias a las tradiciones sabemos quiénes somos, y cómo escribir nuestra biografía.

Se ha estudiado con profundidad la experiencia humana del despertar de la subjetividad, como respuesta a la mirada amorosa maternal-paternal. El niño reconoce esa mirada de aprobación y responde con la sonrisa. Lo primero que conoce es la otra persona, la mirada que le afirma, y es en ese reconocimiento como despierta a la vida consciente. La conciencia de la subjetividad, del yo, se despertara más tarde; sin embargo, aunque ninguno pueda recordarlo, la existencia de cada uno se retrotrae hasta ese origen. El niño se reconoce a sí mismo como fundamentado en el amor; percibe que ha entrado en el mundo como fruto de un amor, es decir, que ha recibido la existencia de un modo absolutamente gratuito. Lo amorosamente gratuito es la propia existencia. Esto es lo que permite a la persona encontrarse en un mundo esencialmente favorable y que necesita para vivir personalmente.

Las ocas se apegan a lo primero que ven moverse nada más salir de su cascarón; se impregnan de su mundo natural y tienen así esa «impronta» para siempre. Generalmente ven a la madre y por ello echan a andar y a nadar siguiéndola a ella. Tanto es así que todos tenemos la imagen de los gansos en fila india siguiendo a aquel científico, Konrad Lorenz, que, estudiando su comportamiento, fue la madre-oca que encontraron al romper su cascarón. La naturaleza prepara con perfección y sabiduría para amar lo que de suyo cada ser vivo necesita para vivir su vida.

Sin familia humana los hombres no sobreviven y tampoco son capaces de llegar a hablar. Se sabe bien que han existido «niños-lobo» que se perdieron de bebés y se criaron entre animales y cuando se les encontró y se intentó que se adaptaran a un entorno humano, no llegaron a adquirir capacidad de lenguaje, de decir palabras. Su cerebro había cerrado las ventanas del tiempo propio de este aprendizaje al no ver caras de hombres y mujeres; rostros humanos que le hubieran sonreído o mirado con cariño, que son precisamente los únicos que en toda la Tierra pueden sonreír y mirar sonriendo con los ojos.

Sobre la base de la comunicación, inicialmente biológica, cada hombre está abierto a la relación interpersonal con los demás, abierto al mundo, capaz de crear problemas en su medio y capaz de solucionar los problemas que el vivir le plantea. Las características del cuerpo humano y el hecho de que no queda encerrado en el determinismo de la biología en su funcionamiento y conducta, muestran que cada hombre posee otro tipo de información que es suya, personal y no igual a la de los demás. El texto original y originante de cada hombre se pone en escena sin que el guión esté cerrado; no es repetición autómata del texto. Cada uno escribe su autobiografía de radical novedad a partir de unos sencillos elementos heredados. Se pone así de manifiesto que el principio de la vida transmitida por los padres en la constitución misma del patrimonio genético está potenciado con libertad.

El acabado afectivo del hijo

Cada hombre, por su ser libre, paradójicamente, necesita las relaciones interpersonales para crecer como hombre; incluso para el desarrollo cerebral y para armonizar la vida intelectual y afectiva. Siendo en primer término moleculares, los diálogos del proceso biológico primordial predisponen al hijo para el primer encuentro personal tras nacer maternal-familiar. Va adquiriendo el acabado que es siempre afectivo imprescindible para un ser libre; aquello que le permite asimilar y asumir la tarea de vivir abierta a la relación con los demás, ya que la vida de cada hombre es personal, biográfica, creativa y cultural.

En la vida en simbiosis durante su gestación tiene gestos de agrado o desagrado a los sabores que le llegan del cuerpo de la madre. Se tranquiliza o inquieta al compás de ella. Duerme o salta. Pero no sonríe hasta que una vez nacido ve rostros personales que le miran con cariño. Es su primera respuesta a un primer reconocimiento personal, aunque no lo sepa con la razón. Esto no emerge del desarrollo corporal, ni es producto del raciocinio de la vida consciente, se despierta: lo primero que conoce es la otra persona, la mirada que le afirma, y es en ese reconocimiento íntimo como despierta a la vida consciente.

A las capas conscientes de la urdimbre de cada hombre tampoco es ajena su vida en su primera habitación en el mundo. El mundo humano en que se desenvuelve la vida de la madre le llega al hijo que empieza a impregnarse del entorno familiar y cultural. La gestación pone al hijo en relación con el mundo interno de su cuerpo y con el mundo exterior que es su hábitat humano, con sus sonidos y olores. Se ha descrito la reacción de alegría que experimenta el niño, a la edad que apenas gatea aún, cuando oye la música que su madre escuchaba, o las canciones que cantaba, cuando le llevaba en su seno. Gira hacia donde suena y presta especial atención. Se siente bien porque forma parte de su impronta. En esa música, y no en otra cualquiera, percibe «su música», los sonidos de su mundo familiar; experimenta la paz de estar donde tiene que estar.

Bibliografía:

1. Rof Carballo, J. (1973). El hombre como encuentro. Madrid: Alfaguara. p. 35.

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