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La hora de la muerte

La salud es una bendición. Permite el desarrollo armónico, complaciente y autónomo de las aspiraciones y actividades ordinarias de la persona. Por el contrario la enfermedad (in-firmitas: no firmeza), es el quiebre de la armonía de la persona en alguna de sus dimensiones vitales (física, emocional, intelectual, social, valórica, espiritual). Introduce en el mundo de la dependencia e incertidumbre, de la inseguridad y el miedo.

Cuando recibí la catequesis para mi primera comunión, la religiosa alemana nos dijo lo siguiente: Cuándo moriremos, no lo sabemos. Cómo moriremos, tampoco. Pero sí sabemos que si morimos en pecado mortal no nos salvaremos, y ciertamente no hay verdad más verdadera que ésta. Tampoco podemos predecir de qué enfermaremos al final, ni qué médico nos tratará cuándo estemos enfermos o en peligro de muerte. El médico debe cumplir con su misión. Por qué entonces debo yo indicarle al experto qué debe o no hacer para que yo viva, sufra o muera, como yo lo quiero.

Hoy en día la prevención y la seguridad juegan un papel importante en el pensar y en el actuar del mundo contemporáneo, todo se quiere regular y ordenar, pero hay otra clase de prevención, la más importante, y es la disposición espiritual del enfermo.

Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer, y su tiempo el morir (Eclesiastés 3, 1)

Un cristiano no ha de confiar la hora de su muerte a sus propias manos, ni a las manos del médico, la disposición del paciente enfermo debería ser de confianza en la Divina Providencia. Ese es el testamento espiritual de un cristiano. Al Dios trino le pertenece nuestro presente y futuro, nuestra vida terrenal y nuestra muerte única.

Hace pocos días el Presidente de Venezuela anunció que se había sometido a un tratamiento tras diagnosticársele un cáncer, y que está luchando contra esa enfermedad. Poco después el obispo de San Cristóbal le administró el sacramento de la Unción de los Enfermos, en medio de una Eucaristía, remarcando el prelado venezolano que quien recibía el Sacramento de la Unción estaba debidamente preparado. Aceptar la realidad de una enfermedad puede ser una parte sana y útil de tratar con el problema, mientras que adoptar una actitud activa puede ser necesario para ayudar a la curación.

Todos somos humanos ante la enfermedad y la muerte, viejos y jóvenes, pobres y poderosos.

Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios (Catecismo, 1499). Cristo instituyó el Sacramento de la Unción de los En­fermos porque sabía que nuestro cuerpo físico se enfermaría. ¿En qué consiste este sacramento? No es para enfermedades menores, sino para males graves como cáncer, artritis, padeci­mientos que nos afligen y nos imposibilitan, impidiéndonos llevar una vida plena.

Cuidar el alma es el primer paso hacia la salud total. A nivel espiritual, tenemos que redescubrir muchos de nuestros tesoros. Los siete sacramentos siempre han estado en la Iglesia. El Sacramento de la Unción de los Enfermos no es só­lo para los agonizantes. También es para personas que están vivas. La Unción de los Enfermos nos sana en todos los niveles. Hay quienes la reciben pero no esperan que nada suceda, por eso necesitamos tener una fe más viva en el poder sanador de Cristo a través de éste sacramento. El sacerdote nos unge, Cristo nos asegura: Yo te estoy sanando en cierto nivel.

A través de este sa­cramento muchas curaciones se verifican a nivel físico, personas enfermas de cáncer y leucemia han sido sanadas.

Rezamos en el avemaría: Santa María Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, por eso, tenemos también a la Madre de Dios, a quien le entregamos de antemano la hora de nuestra muerte, Ella vivió siempre haciendo la voluntad de Dios, para honor y grandeza de la Santísima Trinidad. Podemos pedirle entonces a la intercesora de todas las Gracias una muerte buena y feliz. Ella no nos decepcionará.

Hemos de pedir a la Madre de Dios la gracia de poder confesamos antes morir, de poder recibir la Santa Comunión y los Santos Óleos, si esta es la santa voluntad de Dios. Confiémosle esto a María Santísima. Ella nos dará, como nuestra mejor Madre, lo que necesitamos en el tiempo justo. Ella nos quitará el miedo, y ruega por nosotros para que lleguemos a tener un arrepentimiento profundo por nuestras culpas y una buena última confesión que abrirá a nuestra alma las puertas del paraíso.

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