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Breve recorrido histórico sobre la posición del Magisterio de la Iglesia frente al evolucionismo (I)

Introducción

La publicación del Origen de las Especies en el año 1859 supuso una auténtica revolución en la manera de entender la biología y la historia de la vida en nuestro planeta. Muchos han considerado que este libro hizo posible que se pudieran dar respuesta a los fenómenos observados en el mundo de los seres vivos desde las ciencias naturales.

En el momento en el que se publica el libro de Darwin, las ideas transformistas ya llevaban circulando al menos cincuenta años. Lo que aparentemente aportaron Darwin y Wallace fue un mecanismo que permitía dar una explicación plausible y sencilla del aumento de la complejidad en el ámbito de la vida sin necesidad de recurrir a explicaciones de carácter teleológico. Dichas explicaciones eran la base para los argumentos entonces más difundidos de la existencia de Dios. El libro de Darwin parecía dejar sin sustento el argumento de la finalidad y, consiguientemente, parecía que Dios era desplazado por la ciencia. Esta aportación creó una notable división en el mundo cultural de la época. Por una parte estaban aquellos que veían en la teoría Darwinista una justificación científica para defender el materialismo y, por otra, los que encontraban en dicha teoría una propuesta insuficiente desde el punto de vista científico, o también, desde el filosófico. Muchos vieron en la propuesta de Darwin una seria amenaza contra una comprensión de la realidad concorde con la fe cristiana.

La polémica fue el signo que marcó, desde su inicio, la publicación del Origen de las Especies. Sus ideas plantearon problemas, como ocurrió en el «Caso Galileo», en dos niveles distintos. Por una parte Darwin se enfrentaba con la cosmovisión entonces imperante en el ámbito filosófico. En dicha cosmovisión desempeñaba un papel importante la finalidad. La mecánica de Newton había conseguido despojar de finalidad al mundo físico y, por tanto, la teleología había quedado recluida en el mundo de los seres vivos. El «argumento del diseño» expuesto por Paley a principios del siglo XIX era el paradigma de la cosmovisión teleológica imperante en este momento. Este argumento, que ya no era equivalente al argumento de la finalidad de Santo Tomás, parecía quedar sin fundamento como consecuencia de las tesis darwinistas. Por otra parte, las propuestas de Darwin parecían entrar en contradicción con lo que relataban las Sagradas Escrituras. Si a estos dos problemas añadimos el uso ideológico que algunos hicieron del darwinismo para defender el materialismo y el ateísmo y, también, las dificultades de carácter estrictamente científico que pronto surgieron contra lo esencial del darwinismo (variación más selección natural como causa principal de la evolución), se comprende que, a pesar de su éxito inicial, el darwinismo pasara por momentos de declive y que muchos intelectuales y, en concreto, la mayoría de los teólogos cristianos fueran contrarios al darwinismo y lo consideraran como una teoría difícilmente conciliable con la doctrina cristiana. En cualquier caso el darwinismo revolucionó el ambiente científico, cultural y filosófico de finales del siglo XIX y no dejó a nadie indiferente.

A pesar de la oposición que los teólogos y muchos filósofos ejercieron inicialmente contra la nueva doctrina, sin embargo, la Iglesia Católica como tal, puede decirse que hizo muy pocas declaraciones magisteriales y muy medidas en relación con las teorías evolutivas. No cabe duda de que dichas teorías son relevantes para los contenidos de la Fe. De hecho se produjeron denuncias ante las autoridades eclesiásticas de libros que defendían el darwinismo o su compatibilidad con la Fe. Pero también parece claro que la sombra del «Caso Galileo» se ha proyectado sobre el modo en el que el Magisterio de la Iglesia ha abordado los problemas relacionados con el darwinismo.

Magisterio y exégesis

En relación con el darwinismo se puede decir que ha habido dos tipos de intervenciones magisteriales. Unas se refieren de manera directa y explícita al darwinismo. Las otras, sin referirse directamente a esta doctrina, sin embargo, han condicionado las discusiones de tipo teológico que se han mantenido y también, de alguna manera, han preparado las intervenciones explícitas.

Las intervenciones indirectas hacen referencia, fundamentalmente, al modo en que se deben leer las Sagradas Escrituras. Las declaraciones del Magisterio en este sentido han servido para que, especialmente en los inicios del siglo XX, la tendencia de la teología católica se distanciara cada vez más de las posiciones mantenidas por los protestantes en Estados Unidos. Estas últimas han sido, en general y a pesar de su falta de unidad, abiertamente beligerantes: dieron lugar en la primera mitad del siglo XX al Fundamentalismo y, en la segunda mitad, al llamado Creacionismo Científico. En cambio, en la teología católica, aunque no han faltado fricciones, hubo una progresiva aceptación de las teorías evolutivas a lo largo del siglo XX.

Es importante tener en cuenta cuando se consultan las fuentes magisteriales que, en relación con la Evolución, se ha ido precisando paulatinamente la terminología. Ahora se distingue, por ejemplo, teorías evolutivas de doctrinas evolucionistas, o evolución de evolucionismo. Las primeras son teorías de carácter puramente científico mientras que en las segundas se incluyen doctrinas de carácter filosófico o, incluso, ideológico. Hay documentos magisteriales en los que haciéndose referencia a las teorías científicas se emplean palabras como «evolucionismo». Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en la «Humani Generis».

Tanto las intervenciones de carácter explícito como las de carácter indirecto han sido retomadas e interpretadas nuevamente por el magisterio de Juan Pablo II que ha prestado una gran atención a la relación de la fe con la razón y, en particular también, de la Ciencia con la Fe. Las implicaciones filosóficas y teológicas de las teorías de la evolución también están siendo objeto de atención en el pontificado de Benedicto XVI, que ya se había ocupado de ellas antes de ser papa.

Las dos intervenciones del magisterio más importantes en relación con la interpretación de la Sagrada Escritura son la encíclica «Providentissimus Deus» de León XIII, publicada en el año 1893, y la encíclica «Divino Afflante Spiritu» de Pio XII, publicada en 1943. Aunque en contextos distintos, ambas establecen los criterios aplicables en la interpretación católica de la Biblia y abordan los problemas que surgen en el trabajo exegético desde dos contextos, en cierto sentido, opuestos. La primera insistió en el carácter inspirado de los textos sagrados cuando ese carácter parecía verse amenazado desde la exégesis liberal. La segunda animaba a integrar las verdaderas aportaciones de la crítica literaria y a tomar en consideración los distintos géneros literarios con el fin de llegar a iluminar el verdadero sentido de dichos textos. Una intervención especialmente esclarecedora de Juan Pablo II que glosa ambas encíclicas, en su unidad y especificidad, fue el discurso pronunciado el 23 de abril de 1993 con motivo del centenario de la primera encíclica y el cincuentenario de la segunda:

«En primer lugar, se nota una importante diferencia entre estos dos documentos. Se trata de la parte polémica –o, más precisamente, apologética- de las dos encíclicas. En efecto, ambas manifiestan la preocupación de responder a los ataques contra la interpretación católica de la Biblia, pero estos ataques no iban dirigidos en la misma dirección. La «Providentissimus Deus», por una parte, quiere sobre todo proteger la interpretación católica de la Biblia de los ataques de la ciencia racionalista; por otra parte, la «Divino afflante Spiritu» se preocupa más bien de defender la interpretación católica de los ataques que se oponen a la utilización de la ciencia por parte de los exégetas y que quieren imponer una interpretación no científica, denominada «espiritual», de la Sagrada Escritura» (n. 3). (…) «Constatamos que, a pesar de la gran diversidad de las dificultades por afrontar, las dos encíclicas están unidas perfectamente en un nivel más profundo. Ambas refutan, tanto la una como la otra, la ruptura entre lo humano y lo divino, entre la investigación científica y la mirada de la fe, entre el sentido literal y el sentido espiritual. Ambas se muestran en este punto plenamente en armonía con el misterio de la encarnación». (n. 5).

El espíritu con el que la Iglesia ha animado a hacer la exégesis de los textos sagrados es expresado por Juan Pablo en el mismo texto con estas palabras: «[Se trata de] comprender el sentido de los textos con toda la exactitud y precisión posible y, por tanto, en su contexto histórico y cultural. Una falsa idea de Dios y de la Encarnación empuja a un cierto número de cristianos a seguir una orientación contraria. Estos tienen la tendencia a creer que, siendo Dios el Ser absoluto, cada una de sus palabras tienen un valor absoluto, independiente de todos lo condicionamientos del lenguaje humano. (…) Cuando [Dios] se expresa en un lenguaje humano, no da a cada expresión un valor uniforme, sino que utiliza los posibles matices con extrema flexibilidad, y acepta también sus limitaciones» (n.8).

Juan Pablo II también ha hecho intervenciones que adaptan los principios de los documentos anteriores a la interpretación de los pasajes bíblicos que guardan relación más estrecha con los nuevos conocimientos científicos. En un discurso pronunciado a la Academia Pontificia de las Ciencias en 1981 decía lo siguiente: «La Biblia nos habla del origen del universo y de su constitución, no para proporcionarnos un tratado científico, sino para precisar las relaciones del hombre con Dios y con el universo. La Sagrada Escritura quiere declarar simplemente que el mundo ha sido creado por Dios, y para enseñar esta verdad se expresa con los términos de la cosmología usual en la época del redactor. El libro sagrado quiere además comunicar a los hombres que el mundo no ha sido creado como sede de los dioses, tal como lo enseñaban otras cosmogonías y cosmologías, sino que ha sido creado al servicio del hombre y para la gloria de Dios. Cualquier otra enseñanza sobre el origen y la constitución del universo es ajena a las intenciones de la Biblia, que no pretende enseñar cómo ha sido hecho el cielo sino cómo se va al cielo. Cualquier hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo primitivo de donde se derivaría el conjunto del universo físico, deja abierto el problema que concierne al comienzo del universo. La ciencia no puede resolver por sí misma semejante cuestión: es preciso aquel saber humano que se eleva por encima de la física y de la astrofísica y que se llama metafísica; es preciso, sobre todo, el saber que viene de la revelación de Dios»

Las intervenciones de ámbito universal del Magisterio en relación con las teorías de la evolución, que han sido pocas, han mantenido la coherencia, en lo que a la compatibilidad con la Escritura se refiere, con estos principios.

Intervenciones sobre el darwinismo en la segunda mitad del siglo XIX

Coherentemente con lo dicho anteriormente, la atmósfera que rodeó el encuentro entre el darwinismo y la teología católica refleja la tensión que existió en la segunda mitad del siglo XIX entre ciencia y cristianismo. La percepción de muchos era que la teología se veía amenazada por la ciencia. Pero esta percepción era consecuencia de doctrinas e ideologías que se presentaban como apoyadas por la ciencia. En el último cuarto del siglo XIX se publican, por ejemplo, libros en los que se defiende la tesis del conflicto permanente entre ciencia y teología. En estos años hubo teólogos que sostenían que pertenecía a la fe la creación divina e inmediata del cuerpo.

El Vaticano, coherentemente con los principios antes señalados, no consideró en este momento a la evolución una doctrina teológica sobre la que tuviera que pronunciarse. La congregación del Santo Oficio es la competente para condenar doctrinas contrarias a la Fe. Pero, de hecho, no hay ninguna intervención de la congregación del Santo Oficio sobre la evolución. Sí hay una intervención de carácter magisterial en relación directa con la evolución en estos años. Se trata del Concilio de Colonia de 1860. En la primera parte de sus decretos, título IV, capítulo XIV, se lee: «Los primeros padres fueron creados [conditi] inmediatamente por Dios. Por tanto, declaramos que es completamente contraria a la Sagrada Escritura y a la fe la opinión de aquellos que no se avergüenzan de afirmar que el hombre, por lo que se refiere al cuerpo, se originó por un cambio espontáneo [spontanea immutatione] de la naturaleza más imperfecta en la más perfecta y, de modo continuo, finalmente humana».

Ciertamente se trata de una condena explicita del origen evolutivo del hombre, pero con matices. No se condenaba el origen evolutivo sin más, sino solamente a quienes afirmaban que ese proceso evolutivo había tenido lugar espontáneamente, es decir, sin el concurso de la acción divina. Se discutía en este caso sólo el origen del cuerpo y no el alma, para la que, por supuesto, se suponía la exigencia de una acción especial divina. Hay que señalar, además, que dicho concilio no tenía autoridad dogmática y que tampoco contó con el reconocimiento de Roma. Lo que sí refleja bien esta reunión es el clima teológico en el que la Iglesia recibe al darwinismo. Pero aunque dicho clima fuera contrario e, inicialmente, los manuales de teología criticaron las teorías evolutivas, sus autores no pudieron dar argumentos de autoridad en el ámbito católico. Entre 1877 y 1900 los manuales, en sus ataques a la evolución, sí hacen referencia a supuestas intervenciones directas de la autoridad de Roma, pero la fuente era siempre La Civiltà Cattolica. Las referencias a la autoridad siempre eran indirectas y no citas concretas de intervenciones del magisterio que, de hecho, no se produjeron en ese tiempo.

Lo más destacable de estos años, que se corresponden con el papado de León XIII (1878-1903), son las denuncias hechas ante las autoridades competentes sobre libros de católicos que defendían la compatibilidad de la evolución con la Fe. Esto obligó a intervenir en diversas ocasiones a la Congregación del Índice. Un estudio realizado por Mariano Artigas y Rafael Martínez se centra en seis autores católicos sobre los que se pronunció esta congregación. Son los casos más representativos del pontificado de León XIII. El resultado del trabajo pone de manifiesto que la teoría de la evolución fue objeto de debate y discusiones dentro de la Congregación del Índice. Aunque hubo diversidad de opiniones, y algunas de ellas abiertamente conciliantes, en general prevalecieron las posiciones contrarias a la nueva teoría. Pero esa oposición se llevó siempre con gran prudencia.

De seis casos estudiados, 2 obispos, 2 religiosos, 1 sacerdote y 1 laico, solamente tres provocaron una intervención de la congregación romana. De estos tres solamente uno, el del sacerdote de la diócesis de Florencia llamado Caverni (1837-1900), provocó una condena que fue publicada mediante decreto en 1878. Su libro Nuevos estudios de filosofía. Discursos a un joven estudiante fue incluido en el Índice de libros prohibidos. Este ha sido en realidad el único caso en el que un libro de un católico fue puesto en el índice por sus ideas evolucionistas. En relación con este caso hay que tener en cuenta que la misma congregación habla de una «condena indirecta» del darwinismo. La Congregación del Índice no se podía apoyar en declaraciones anteriores sobre esta doctrina, y no tenía competencias para decir que algo fuera contrario a la fe sino sólo advertir de los peligros que una lectura podía tener para los cristianos. El artífice principal de la condena fue el cardenal consultor Tommaso Maria Zigliara. En su informe dejó escrito lo siguiente: «la teoría de la evolución es absurda desde el punto de vista metafísico, porque se basa en principios falsos, es una hipótesis arbitraria e incluso contradictoria, e incluso es absurda desde el punto de vista de la fisiología». Esta declaración es un ejemplo de las opiniones de algunos teólogos del momento. Aunque no era la única postura, sin embargo, tuvo una influencia determinante en estas intervenciones de la Congregación.

También provocaron la intervención de la Congregación un libro de Leroy (1828-1905), religioso dominico, y otro de John A. Zahm (1851-1921), sacerdote norteamericano y profesor de Física en Notre Dame. El caso de Leroy fue el más debatido. Llegó a haber cuatro consultores, el primero, por ejemplo, fue claramente favorable en su dictamen en el que citaba explícitamente a la Providentissimus Deus publicada sólo unos meses antes. El cuarto consultor fue, en cambio, mucho más desfavorable y llevó a la congregación a invitar al autor a retractarse. No se llegó a publicar ninguna condena y el libro no fue por tanto incluido nunca en el Índice. El valor de la condena, al no publicarse, quedó sujeto a diversas interpretaciones. El caso de Zahm tuvo más notoriedad por ser, cuando fue denunciado, postulador general de la orden «Congregación de la Santa Cruz» y por su vinculación con algunos exponentes del «Americanismo». El consultor encargado fue el mismo que intervino en contra de Leroy. En este caso también consiguió una condena del libro de Zham y que se le instara a hacer una retractación. El consultor, Enrico Buonpensiere, incluso pretendió, y no lo consiguió, que la Congregación condenara la doctrina contraria a que el hombre fue creado inmediata y directamente del limo de la tierra. Al final ni la condena se llegó a hacer pública, ni Zham tuvo que retractarse. Por tanto, no hubo tampoco ningún documento público por parte de las autoridades romanas a favor o en contra del evolucionismo por este caso.

De este período, por tanto, se puede decir de manera general:

1. Que el Congregación del Santo Oficio no intervino en ninguno de los casos.

2. Que, aunque una mayor parte de los teólogos eran contrarios a la Evolución, no hubo una política determinada en relación con esta doctrina por parte de las autoridades vaticanas. Dichas autoridades eran conscientes de que no existía una decisión doctrinal acerca de la Evolución, y según parece no tenían un excesivo interés en provocarla.

3. Que las intervenciones de la Congregación del Índice se produjeron como respuesta a denuncias concretas interpuestas a dicha congregación y, por tanto, la iniciativa no partió de las autoridades romanas. Cuando algunos autores defendieron la compatibilidad de la evolución con la doctrina católica, las autoridades prefirieron no condenarlos con un acto público, sino más bien persuadirlos de que se retractaran de sus ideas, incluso con una simple carta publicada en un periódico.

Intervenciones del Magisterio sobre el darwinismo en el siglo XX

En el ámbito católico, a diferencia de lo que ocurrió con los protestantes en los Estados Unidos, se fue aceptando paulatinamente la compatibilidad de las tesis evolutivas con la doctrina revelada. En el comienzo de los años treinta un autor como Ernst Messenger defendía esa compatibilidad en el ámbito académico sin apenas oposición. En los años 40 este tipo de estudios eran cada vez más frecuentes. Por fin se produjo la primera declaración explícita en un documento magisterial en la encíclica Humani Generis de Pío XII, publicada el 12 de agosto de 1950. Esta declaración ha sido un punto de referencia constante para documentos posteriores.

En el ámbito teológico la situación actual dista notablemente de la que se respiraba en los comienzos del Darwinismo e, incluso, de la que dominaba en los comienzos del siglo XX. La completa consonancia entre lo expresado por el magisterio y el clima teológico actual se puede constatar en documentos como Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios del 23-VII-2004, elaborado por la «Comisión Teológica Internacional». Este documento sintetiza y expone de una manera unitaria y armónica, en sus números 62-70, los conocimientos que sobre los orígenes han proporcionado las ciencias naturales y las declaraciones de carácter magisterial pronunciadas a lo largo del siglo XX.

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