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La humillación del genoma humano

Hoy conocemos el catálogo completo de las diferencias genéticas entre el hombre y el chimpancé. Lo más característico, y que llama poderosamente la atención, es que cada ser humano tiene más creatividad que cualquier animal con menos biología. Tanto, que se dice que la lectura del genoma humano ha constituido una humillación. Pero nuestra riqueza no radica en tener más genes. Al contrario, la «pérdida» de éstos nos ha permitido ganar en la manifestación de nuestro carácter personal. Por ejemplo, una mutación en el gen de la miosina, MYH16, se traduce en una fibra muscular más fina que reduce nuestra capacidad de masticación y, sin embargo, nos permite poder sonreír. También nos fuerza a compensar con el arte culinario la pobreza biológica de nuestra mandíbula.

El acontecimiento crítico que condujo al establecimiento de las mayores diferencias entre el cerebro del hombre y los primates está asociado con los cambios en la reorganización de los cromosomas sexuales, X e Y, durante el desarrollo embrionario. En la evolución de los mamíferos los cromosomas sexuales han seguido un proceso de paso de información del cromosoma Y al X. El cromosoma Y se ha ido reduciendo de tamaño, llegando a contener solamente los genes específicos de la masculinidad, mientras que el X se ha enriquecido almacenando genes importantes, especialmente genes para construir el cerebro.

En las hembras, XX, uno de ellos se inactiva en los diversos tejidos y de esa manera se iguala la dosis genética con los machos XY.

Pues bien, este proceso se invierte justo en el momento de la aparición de los primeros hombres, con un paso de información genética del cromosoma X al Y. La región del X-Xq21.3- que pasó al Y -Yp11- contiene un gen que codifica una molécula de adhesión expresada en el cerebro y que está implicada en las interacciones específicas entre neuronas. Es una proteína esencial para crear la arquitectura cerebral específica con lateralización de los hemisferios cerebrales, propiedad exclusivamente humana. Además, las dos copias del gen, localizadas una en el cromosoma X (PCDHX) y la otra en el Y (PCDHY), se expresan en diferente momento del desarrollo del embrión mujer y del embrión varón, regulados por las hormonas sexuales, y causan el dimorfismo sexual del cerebro humano.

Humanizamos la biología

Los animales «superiores» como los primates tienen un comportamiento ligado al desarrollo y maduración de su sistema nervioso. Su cerebro procesa la información que le llega de fuera, siempre y cuando el estimulo específico de su especie esté presente. La información genética heredada le aporta una disposición a aprender a vivir, y le capacita para adquirir un conocimiento y dar respuestas instintivas, que son automatismos dirigidos desde la unidad funcional del organismo.

Así, el animal «sabe» lo que le conviene y no se equivoca. Lo conveniente es agradable y genera el deseo de ir a por ello, mientras que lo inconveniente desagrada y hace que huya, o ataque. De la emoción experimentada guardan memoria en el cerebro. Así aprenden y no tropiezan dos veces en la misma piedra. Su cerebro funciona ajustando la respuesta a los estímulos de necesidades concretas de las que depende su supervivencia y la de su especie. Alcanzan tal especialización a lo que les conviene para sobrevivir, que las especies cuentan con su propio nicho ecológico donde tienen cubiertas todas las necesidades. El animal está de esta forma encerrado, especializado, en el espacio vital de su nicho ecológico, y vive en presente, puesto que los estímulos provocan comportamientos específicos y automáticos.

El comportamiento de los animales viene dado por la dotación genética. Más genes y más capacidad de regular su expresión es lo que permite que algunas especies animales con capacidades operativas intensas –como los mamíferos y entre ellos los primates-, posean un «buen cerebro»: con circuitos de conexión entre neuronas, regulación del flujo de información, un buen metabolismo que aporta suficiente energía para la actividad neuronal… para que, en definitiva, tengan más autonomía del medio; o dicho de otra forma, un nicho ecológico más amplio. Ser «más con más genes» es la ley de la naturaleza no humana.

El actuar del hombre, sin embargo, no está dictado por la biología. En primer ugar, no tiene un conjunto fijo de estímulos, sino que puede interesarse por cosas que incluso no existen. Una vez captado el estímulo, puede reaccionar a él de formas diversas, no determinadas biológicamente, a veces culturales y a veces «contraculturales», e incluso no reaccionar. El ser humano tiene la capacidad de humanizar las necesidades biológicas y convertir el acto de comer, por ejemplo, en una celebración familiar, o de negarse el alimento (a pesar de que lo necesita para vivir) si cree que con eso va a conseguir el fin que persigue. Igualmente, el hombre no está determinado por el instinto de reproducción como el animal, cuya existencia radica en transmitir el mensaje genético para garantizar la continuidad de su especie. En el hombre, la unión corporal para la transmisión de la vida, como

todos los gestos humanos naturales, tiene carácter personal.

También el ser humano es pobre en instintos pero rico en capacidades. Es capaz de técnica, educación y cultura, con lo que soluciona los problemas vitales que se le plantean y que la biología no le da resueltos. Y, sobre todo, es capaz de dilatar las satisfacciones, de vivir liberado del «me gusta, me apetece, o incluso lo necesito», y de vivir no sólo en el presente, sino de recordar el pasado y proyectar el futuro. Asombroso que seamos más con menos genes.

 

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