» Baúl de autor » Julio de la Vega-Hazas Ramírez
¿Afecta a la fe cristiana que haya extraterrestres? (I)
La astronomía y astrofísica no pueden por sí mismas demostrar ni la existencia ni la inexistencia de Dios. Su método empírico se lo impide. Pero una cosa es la astronomía, y otra el astrónomo. Éste puede reflexionar a partir de su ciencia –-lo cual, se dé cuenta o no, le hace salir de la misma y entrar en terreno filosófico-–, y, como ser humano, tiene sus creencias y sus ideas. Tiene su propia cosmovisión, en la que las distintas teorías astronómicas encajan mejor o peor. Por eso, hay teorías que, por lo que se ve, aunque no demuestran nada al respecto inclinan a pensar en un Dios creador o en un universo autosuficiente que no necesita de ser trascendente alguno. Aquí hay un trasfondo que condiciona, más de lo que parece, la información que se da sobre estas materias.
Cuando Einstein publicó su teoría de la relatividad, todo el mundo científico pensaba en un universo estático, que de por sí existiría «desde siempre» y duraría indefinidamente. Einstein lo concibió como limitado en tamaño, pero seguía siendo estático. Georges Lemaître, un astrofísico belga que desarrollaba las teorías de Einstein, fue el primero que empezó a hablar de un universo en expansión, lo que Einstein no aceptaba. Y, en 1931, en una conferencia que había sido invitado a dar en Londres, Lemaître dio un paso más, proponiendo que el universo se expandía de un punto inicial, que denominó átomo primigenio. De inicio no se aceptó muy bien en la comunidad científica. En una entrevista radiofónica de la BBC, un prestigioso astrónomo y futuro premio Nobel, Fred Hoyle, la descalificó acuñando un término que sonaba despectivo: el Big Bang. Durante varios años lo utilizaron los «estaticistas», quienes rechazaban la nueva teoría.
Desde el principio la polémica tuvo resonancias que rebasaban el ámbito de la astronomía y entraban en el de las creencias. No parecía casualidad que Lemaître fuera, además de científico, sacerdote católico, Hoyle un ateo convencido, y Einstein se inclinara por un etéreo panteísmo. El mismo Lemaître encendió la mecha cuando, en su exposición, calificó su teoría como «el huevo cósmico explotando en el momento de la creación». Años después, con los ánimos más serenos, la madurez científica de los protagonistas y el Big Bang cada vez más confirmado por los datos obtenidos –el último que faltaba tardó en llegar hasta los años 60–, los tres cambiaron. Lemaître dejó su teoría en su preciso lugar declarando que no podía considerarse una demostración de la creación. Einstein pronto se rindió a la matemática del modelo de Lemaître y rectificó su propia teoría (calificó la constante que había introducido para preservar el modelo estático como el gran error de su vida). Hoyle, por otros derroteros, acabó por afirmar que el universo estaba tan ajustadamente sintonizado para permitir la vida inteligente que había que admitir una mente superior y trascendente.
Pero estas muestras de honradez intelectual no cambiaron el panorama general en bastantes años. El modelo «dinámico» del Big Bang inclinaba a admitir la creación divina, el «estático» a rechazarla. De ahí que, por regla general, los astrónomos ateos se aferraran al modelo estático. Conforme la teoría de Lemaître se precisaba (hoy se calcula que el Big Bang tuvo lugar hace unos 13.700 millones de años) y se demostraban sus implicaciones, se buscaron nociones que la hicieran compatible con un universo de duración indefinida. Esto cuajó en una visión según la cual el universo estaba en continuo proceso de expansión y contracción: la concentración motivaría la explosión, la gravedad volvería a contraer lo expandido; una especie de traslación al terreno astronómico del «eterno retorno» de los antiguos griegos, para quienes no cabían dudas de que el universo era eterno.
Los últimos descubrimientos no permiten sostener este modelo de continua expansión-contracción. El universo se expande aceleradamente, cuando para esta teoría tendría que ser al revés, o sea, deceleradamente. Lo cierto es que no se encuentra hoy por hoy explicación a este fenómeno, pero no es menos cierto que la realidad es ésa. Un último refugio del estaticismo lo constituye la idea de que puede haber un número indefinido de universos, entre los que de algún modo se compensen sus dinámicas para dar lugar a un resultado que «está ahí» desde siempre. Pero esto ya es muy poco científico. No es que sólo conozcamos este universo, es que no resulta posible conocer ningún otro, exista o no, por lo que se trata de una teoría insostenible desde un punto de vista científico y, lo que es peor para sus defensores, resulta muy fácil advertirlo. Por esta razón se está diluyendo cada vez más este punto de vista, y se admite pacíficamente el Big Bang –término que ya no se usa despectivamente en absoluto–. ¿Y antes de esos 13.700 millones de años qué había? Un «no se sabe» es científicamente correcto y neutro en cuanto a las creencias, por lo que es aceptable para todos. Uno verá ahí la creación; otro, el punto inicial de una evolución que por encontrar una explicación integral en la ciencia no necesita de la figura de Dios para dar razón de sí.
La cuestión de una visión cósmica que de alguna manera apoye la creencia en Dios o tienda a desmentirla se tenía que trasladar a otro lado, y lo ha hecho a la cuestión de si hay vida extraterrestre, sobre todo vida inteligente. En la actualidad, los avances en la observación espacial y en el procesamiento de los datos de esa observación permiten expandir nuestros conocimientos. La tierra, nuestro hogar, aparece cada vez más como un lugar minúsculo en el universo. En nuestra galaxia, la Vía Láctea, se estima que hay entre doscientos y cuatrocientos mil millones de estrellas (no todas son detectables), y sólo es una entre unos doscientos mil millones de galaxias. Parece un poco pretencioso, con estos números, afirmar que no hay más planetas habitables y no hay vida fuera de la tierra. Y, entre esa vida, en algún caso tendría que haber vida compleja como la nuestra,
¿Qué significa eso? Para más de uno, y sobre todo para muchos divulgadores de la ciencia –los científicos auténticos son más rigurosos– significa que se comprueba la falsedad de las religiones cuando colocan a la tierra o al sol en el centro del universo, que se hace difícil sostener que la creación ha sido hecha para el hombre, y que deja de tener sentido mantener la condición privilegiada que tiene el hombre en su relación con Dios. Esto último es particularmente importante con el cristianismo y el plan redentor divino que sostiene. ¿Habría que admitir que Dios se habría encarnado también en otro tipo de seres inteligentes? Y si no es así, ¿por qué iba a resultar el hombre privilegiado con respecto a otros seres posiblemente más inteligentes? De ahí que, quienes desean ver una ciencia que destruya la religión (sobre todo el cristianismo, y entre todo el cristianismo el católico en primer lugar), tengan verdadera prisa en que los descubrimientos confirmen su visión, y que aparezca vida. Se difunde así la creencia –porque eso es– de que esos hallazgos son inminentes, al menos los primeros indicios. No es raro que, al trasladarse algo nuevo a la prensa, se distorsione la información en este sentido.
Podemos poner un par de ejemplos. En 2007 se descubrió agua en un exoplaneta (un planeta que orbita una estrella distinta del sol) conocido por la referencia HD 209458b. Gran parte de la prensa dio la noticia como si por fin se hubiera descubierto un serio candidato a la vida, pues se necesita agua para la vida; además, la estrella (HD 209458a) es parecida al Sol. Si se buscaba más información –o se tomaba uno la molestia de leer el detalle de la noticia, según los casos–, el paisaje cambiaba mucho. Se trataba de un tipo de planeta conocido como «Júpiter caliente»: una gran bola gaseosa algo menor que Júpiter orbitando tan cerca de su estrella que su año era de apenas tres días y medio. Su cercanía a la estrella producía una temperatura de unos mil grados centígrados en su superficie, y que perdiera masa proyectando gas al espacio. En ese gas se había detectado algo de agua gaseosa –el descubrimiento era haberse podido hacer esa detección por primera vez–, pero el conjunto resultaba un entorno particularmente hostil a todo tipo de vida, tanto o más que, por ejemplo, en un cometa, que suele contener mucha agua, en este caso en forma de hielo.
El otro ejemplo es el descubrimiento, en diciembre de 2009, del exoplaneta GJ 1214b. Fue presentado por sus descubridores como una «supertierra», término que designa planetas rocosos –o sea, como el nuestro– de mayor tamaño que la Tierra, en este caso de masa unas seis veces mayor que la terrestre, y un diámetro dos y medio veces mayor. El que dijeran que es lo más parecido a la Tierra descubierto hasta la fecha se tradujo en la prensa como el hallazgo de un planeta como la Tierra, lo cual no es lo mismo, e incluso que era posible o incluso probable que sostuviera vida. No se reparó mucho en que el tamaño de la estrella, mucho más pequeña que el Sol, convertía esa probabilidad en bastante improbable, pues para recibir la energía necesaria el planeta tiene que estar tan cercano que gira presentando siempre la misma cara a la estrella –-como la Luna respecto a la Tierra-–, y se expone a llamaradas como las producidas por el Sol, que tendrían un efecto mortífero al estar mucho más cerca los dos cuerpos. Pero, una vez pasadas las sensacionales –o sensacionalistas– cabeceras de los periódicos, las críticas de la comunidad científica dejaron más en evidencia lo afirmado a bombo y platillo. Con los datos que se aportaban, el planeta podía ser una supertierra, pero también podía ser un «minineptuno», un planeta gaseoso con núcleo rocoso, como Neptuno pero de menor tamaño (era posible también alguna otra configuración). Después se puso en evidencia que el anuncio fue prematuro, aunque más tarde se confirmara. Todo esto da una cierta idea de cómo la auténtica ansia por encontrar vida extraterrestre distorsiona con enorme facilidad las noticias que salen a la luz pública y puedan tener una mínima relación con el tema.
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