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Parte de guerra cultural

Rajoy afirmó hace meses que «la economía lo es todo». Durante la campaña electoral se atuvo a este guión, vendiendo sólo eficiencia tecnocrática y zafándose de los intentos del PSOE por llevar la discusión al terreno moral-cultural (aborto, familia, ideología de género…). Sin embargo, diversas noticias de los últimos días dan la razón a los que sostenemos que la revolución de las costumbres –y no la de la economía– es la esencia de la nueva izquierda, y que la derecha debe decidir si tiene o no un modelo alternativo.

Significativamente, una izquierda noqueada y desacreditada en lo económico guardó silencio ante las primeras medidas de ajuste presupuestario insinuadas por el nuevo gobierno. En cambio, no ha vacilado en pasar al contraataque tan pronto como ha creído ver en peligro la legislación de ingeniería social de 2004-2011, que considera su legado más precioso (aborto, matrimonio gay, divorcio exprés, EpC, memoria histórica, etc.). Así, las declaraciones de Soraya Sáenz acerca de una posible reforma de la ley del aborto se han visto inmediatamente replicadas por Carmen Montón (PSOE) y Gaspar Llamazares: «intentaremos que no modifiquen la ley»; «el PP quiere imponer su moral con la mayoría absoluta». Esta distinción entre «su moral y la nuestra» –negación, por tanto, de una moral objetiva– es un típico resabio marxista (¿piensa alguien en «la moral de los fetos»?); también lo es la desfachatez con que acusan al PP de «imponer su moral», después de haber hecho ellos exactamente eso durante años. Por cierto, el doctor Poveda fue ayer zarandeado por policías (la misma policía que se mantuvo impasible frente a la ocupación ilegal de la Puerta del Sol por «indignados» durante semanas) y detenido por enésima vez. Su «delito» era protestar frente a la clínica Dátor por los 113.000 abortos. La responsable del celo policial es Dolores Carrión, subdelegada del gobierno en Madrid, nombrada por Zapatero.

Casi el mismo día, ha tenido lugar una reveladora escaramuza de guerra cultural: Ana Mato utilizó la expresión «violencia en el entorno familiar», refiriéndose al caso de la mujer asesinada en Roquetas de Mar. La izquierda se ha rasgado las vestiduras, exigiendo fuese respetado el lenguaje impuesto (¡legislativamente!) por ella: «violencia de género». Desgraciadamente, Mato ha reculado, señalando que «la terminología es lo de menos». ¡Pero las palabras son decisivas! Si hubiese leído a Lakoff, sabría que el bando que consigue imponer su lenguaje predetermina el marco del debate, consiguiendo que éste discurra en la dirección que le interesa. «Violencia de género» es una de estas palabras-marco: un concepto ideólogicamente cargado, que connota la idea ultrafeminista de una «guerra de sexos», en la que la mujer es víctima por definición; presupone que la causa de la violencia es «la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres» (art. 1 de la Ley). Ana Mato hizo muy bien en hablar de «violencia doméstica», un concepto mucho más neutral e inclusivo que abarca, no sólo la violencia del hombre contra la mujer, sino también la inversa (que se da, aunque sea menos frecuente), o la ejercida sobre los niños. ¿No está siempre la izquierda a favor de la «inclusividad»? ¿Por qué ese empeño en excluir los casos de agresión familiar que no encajen en el molde ideológico ultrafeminista?

También ayer trascendía la campaña del lobby gay contra el libro Comprender y sanar la homosexualidad, de Richard Cohen; los grandes almacenes que lo venden han recibido indignadas presiones para que dejen de hacerlo. El pecado nefando de Cohen estriba en haber abandonado la homosexualidad, tras recibir la atención psicológica adecuada. El libro no denigra en ningún momento a los homosexuales (de hecho, contiene un capítulo contra la homofobia), aunque sí explica que existe una vía de salida para los que deseen dejar de serlo. Pero un lobby gay mimado por el poder se arroga cada vez más la facultad de delimitar las ideas públicamente expresables, imponiendo su propio «índice de libros prohibidos». El catedrático Aquilino Polaino y el juez Ferrín Calamita han sufrido ya en sus carnes el poder del nuevo Santo Oficio. Mientras tanto, el Ayuntamiento de Sevilla sigue financiando con el dinero de todos –ya en la etapa Zoido– cursos sobre «seducción lésbica», organizados por el servicio municipal «Punto Visible». Entre las instrucciones para las inscritas: «tráete una colchoneta». ¿Será necesario aclarar que lo indignante aquí no es el hecho mismo de la seducción lésbica, sino su subvención con dinero público? ¿Va a acatar así de servilmente el PP el legado cultural socialista?

Estamos en guerra cultural; la cuestión es si el PP se va a atrever a librarla, o si va a seguir resignado frente a la hegemonía cultural de la izquierda. No hay que asustarse del término «guerra cultural»: procede de EEUU, y designa a una batalla incruenta en torno a los conceptos de hombre, familia, libertad, vida buena. La derecha debe decidir si va a permitir que la izquierda siga definiendo todo esto. Y su electorado debe decidir si va a permitir que lo permita. Quien de verdad piense que «sólo importa la economía» debería entender que la revolución moral promovida por la nueva izquierda terminará arruinando también la economía. Una sociedad con muchas familias rotas y abortos es una sociedad con pocos niños, y mal educados. España tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo; de mantenerse la pauta actual, en 2050 habrá dos jubilados por cada tres activos. ¿Quién pagará entonces las pensiones y la sanidad? ¿Cómo podrá crecer una economía lastrada por una pirámide demográfica invertida?

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