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Símbolos religiosos, fe y razón
SÍMBOLOS RELIGIOSOS, FE Y RAZÓN
Pablo Cabellos Llorente
Recientemente, se debatió en las Cortes Valencianas una propuesta dirigida a eliminar en esta institución toda simbología religiosa. Es un tema relativamente discutible en el que no voy a entrar, pero sí atrajeron mi interés algunos de los argumentos utilizados para defender posiciones, principalmente el de las relaciones entre fe y razón, asunto especialmente interesante, que me ha hecho volver a leer el diálogo habido en enero de 2004 entre el entonces cardenal Ratzinger y el filósofo Jürgen Habermas, conocido por ser tal vez el principal exponente del pensamiento laico de raíz ilustrada.
Paso casi de largo sobre la cita de Guillermo de Ockham hecha en esa sesión de Cortes. Baste recordar que su doctrina filosófica jamás fue condenada. Algunos dicen que estuvo en arresto domiciliario en Avignon –residencia papal entonces–, pero no se ha demostrado. Es cierto que puso la base para una excesiva separación entre fe y razón no muy acorde con las enseñanzas habituales de la Iglesia que defienden y delimitan el valor de ambas y que nada tiene que ver con la separación Iglesia-Estado. Como curiosidad, Ockham condenó al Papa Juan XXII –diciendo que era hereje– y huyó de Avignon llevándose el sello oficial franciscano.
Pero volvamos a Habermas. En la introducción al libro que contiene el referido diálogo, Leonardo Rodríguez Duplá explica cómo el filósofo de la «ética del discurso» hace del diálogo, en condiciones de simetría, la instancia autorizada de la que han de proceder las normas en una sociedad pluralista, diálogo del que nadie debe ser excluido. Hoy día, diferenciándose de su pensamiento anterior, Habermas reconoce, como un hecho más que probable, la pervivencia de las religiones en una sociedad secularizada, para acabar confesando que la simetría o equidistancia del Estado en las sociedades plurales no se ha respetado, por exigir sólo a los ciudadanos creyentes la distinción entre su espacio privado y el público, al pretender que la fe religiosa quede relegada al ámbito de las conciencias, cosa dogmática para algunos. Consecuentemente, el filósofo pide a los no creyentes el esfuerzo de entender más las posturas religiosas aunque no las compartan.
Vayamos a Ratzinger. Él mismo nos recuerda el valor que la Iglesia otorgó siempre a la razón. Lo ha reiterado en multitud de ocasiones, pero aquellas palabras de Miguel Paleólogo, recogidas en su famosa intervención de Ratisbona, pueden ser un buen resumen: «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios». El «Logos» de Dios, que se hará hombre en Cristo, es una razón que es creadora y que es capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. En la época helenística, el mundo de la fe bíblica –recuerda el Pontífice– salía de sí mismo hacia lo mejor del pensamiento griego, lo que tuvo una decisiva influencia para la difusión del cristianismo. Cita precisamente a Duns Escoto –en la línea de Ockham, pero más relevante– criticando su idea voluntarista conducente a un Dios-Arbitrio, del que éste había hablado como absoluta libertad y omnipotencia, en el sentido de Alguien en quien podemos creer, pero nunca conocer. Muy parecido al relativismo actual. Dios no se hace más divino –dirá Benedicto XVI– porque lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable.
El Dios verdaderamente divino es el que se ha manifestado como «logos» y ha actuado y actúa como «logos» lleno de amor por nosotros. Ya San Agustín había escrito, alineado con esta realidad: «todo el que cree, piensa creyendo y cree pensando (…) Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula». Pero, en buena medida, en nuestra sociedad todo eso ha saltado por los aires para muchas gentes herederas de la Reforma protestante y de la teología liberal de los dos pasados siglos, que han contribuido no poco al proceso de secularización que vivimos, proceso al que aludía Habermas con el problema citado por él. Esa cuestión es sencillamente qué es el bien y cómo vivimos un diálogo sin exclusiones, porque, al parecer, todos podemos discurrir y atender las razones ajenas. Y en manos del gobernante está el bien común.
Un interrogante del Papa en aquella conversación: «¿Cómo nace el derecho y cómo debe elaborarse para que sea vehículo de justicia y no el privilegio de establecer lo que es justo por parte de los que tienen el poder?» El derecho tiene en su mano el uso de las mayorías, pero ¿pueden equivocarse? En la citada sesión de las Cortes Valencianas ésa era precisamente la opinión de la minoría. Y frecuentemente es así. Precisamos volver a la fuerza de la razón. Pero encontramos multitud de hechos actuales (bomba atómica, terrorismo, posibilidad de fabricar hombres basura…) que prueban enormes errores de la razón. Queda la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, pero ¿son los mismos para un chino, un occidental o un islamista? Para los cristianos, todo esto tiene que ver con la creación y con el Creador. Para otros, es la racionalidad laica. ¿No podríamos encontrarnos? La razón debe reconocer sus límites y la religión ha de huir de patologías peligrosas. Y quizás requiramos también una Declaración Universal de los Deberes Humanos.
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