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La analogía del ser

La participación del ser nos conduce a la analogía del ser. La analogía del ser la podemos entender a un nivel ontológico y a un nivel epistemológico. A nivel ontológico no es otra cosa que la semejanza-desemejanza que se da entre la criatura y Dios: si el mundo viene de Dios, tiene con él algún tipo de se­mejanza (supuesto siempre que es mayor la desemejanza).Esta semejanza nos permite llegar a conocer a Dios de alguna manera (analogía en sentido epistemológico). Podemos partir de las perfecciones de este mundo para nombrar a Dios. Y la pregunta que nos hacemos es ésta: ¿podemos nombrar a Dios con nuestra noción de ser?, ¿con nuestra noción de ser podemos englobar a la criatura y a Dios? Gilson, por ejemplo, ha sostenido que no podemos englobar a Dios en nuestra noción de ente. La existencia de Dios sólo puede ser afirmada en el juicio existencial «Dios existe»; pero no podemos encerrar a Dios en nuestra noción de ente, dado que esta noción sólo se dice de la criatura. Tendríamos así un agnosticismo de representación: afirmamos la existencia de Dios, pero no podemos definir su esencia .

Entramos por lo tanto en materia. Al establecer como objeto de la metafísica todas las cosas (lápiz, mesa. etc.) en cuanto que son algo, se podría pensar que, con esta formalidad de «algo», cerrábamos el camino epistemológico para llegar a Dios. Todo lo contrario, la noción de algo se dice de todo aquello que supone absolutez y limitación entitativas y de todo aquello que dice identidad consigo mismo dentro de los límites de su ser y que, en consecuencia, se diferencia de todo lo que está fuera de dichos límites. Se dice, por lo tanto, adecuadamente de todas las realidades que conocemos en este mundo, pues todas las realidades que existen aquí rechazan absoluta y parcialmente la nada.

Ahora bien, el ser divino es el absoluto increado, que excluye absoluta y totalmente la nada y que no dice diferenciación necesaria da los demás entes. De hecho se diferencia de ellos por haberlos creado, pero de suyo no dice diferenciación necesaria de nadie, porque la identidad que tiene consigo mismo es una identidad total, que no encierra límites, y por tanto, no implica diferenciación necesaria con lo que está fuera de unos límites que no posee. ¿Podemos aplicar esta noción de algo al absoluto increado? ¿Podemos decir de Dios que es una realidad, una substancia, algo? Sencillamente, sí. En la medida que nuestro concepto de algo dice absolutez (rechazo absoluto de la nada) lo podemos aplicar a Dios, que también es absoluto. En la medida en que nuestro concepto dice, sin embargo, al mismo tiempo limitación entitativa, es inadecuado para abarcar con él a Dios. Pero lo uno no quita lo otro. La limitación de nuestro concepto de algo hará que no sea apto para designar adecuadamente al absoluto mercado. Pero, al mantener la absolutez, nuestro concepto será válido para designar a Dios. Nuestro concepto de algo sirve para designar a todo lo que es en verdad, a todo lo que existe absolutamente, aunque por implicar al mismo tiempo la limitación, será una noción tan válida como parcial, tan propia como imperfecta para designar a Dios. Esto es la analogía.

Dicho de otro modo: nuestro concepto de algo implica identidad consigo mismo dentro de los propios límites y, por lo tanto, necesaria diferenciación de todo lo que está fuera de dichos límites. En este sentido es un concepto válido, pero al mismo tiempo inadecuado, para designar con él al absoluto increado, el cual dice identidad plena consigo mismo pero no implica una diferenciación necesaria de los demás entes.

En consecuencia, nuestro concepto de algo es tan válido y propio como parcial e imperfecto para designar a Dios. Es un concepto mediato para designar a Dios, porque con nuestro concepto de algo designamos inmediata, directa y adecuadamente las realidades de este mundo. A Dios no le conocemos directa e inmediatamente, sino por medio de unos conceptos que son los propios de las criaturas.

Tenemos en consecuencia un concepto análogo para la criatura y para Dios, un mismo concepto que aplicamos adecuadamente a las criaturas, pero válida e inadecuadamente a Dios. En el campo de la razón nunca podremos sobrepasar la barrera de la analogía, es decir, la imperfección de nuestros conceptos. Sin embargo, nuestro conocimiento analógico de Dios es válido.

Naturalmente, si, para conocer a Dios, no tenemos otros conceptos que los propios de la criatura, nuestra analogía será una analogía de atribución intrínseca.(analogía de atribución es aquella en virtud de la cual la razón de un primer analogado es atribuida a otros en virtud de la relación que mantienen con él. Así por ejemplo, «sano» se dice del animal y también de la medicina y de la orina como causa y signo de la salud del animal.

Tenemos analogía de atribución extrínseca cuando la razón análoga (la salud) se da intrínsecamente en el analogado principal, pero en los otros analogados se da sólo de una forma denominativa o extrínseca (la medicina propiamente no es sana). Tenemos analogía de atribución intrínseca cuando la razón análoga se da también en los analogados inferiores de una forma intrínseca (la bondad se encuentra en Dios como analogado principal. pero también hay bondad en las criaturas).

No tenemos otros conceptos para hablar de Dios que los conceptos propios y adecuados de las criaturas, pero podemos atribuir a Dios nuestros conceptos no sólo porque, desde el punto de vista ontológico, la criatura depende de Dios, sino porque, aun epistemológicamente hablando, nuestra noción de algo es una noción válida para hablar de Dios por la implicación que tiene de absolutez, aunque al mismo tiempo sea inadecuada porque implica limitación.

Con nuestra noción de algo conocemos adecuadamente las substancias creadas, y válida, aunque inadecuadamente, a Dios. Es una noción tan análoga como trascendente. Es más, si es universal y aplicable incluso a Dios es porque es análoga. De no ser análoga, no se podría aplicar a Dios y tampoco sería universal.

La analogía es, por lo tanto, desde el punto de vista epistemológico el trampolín a la trascendencia. Porque nuestra noción de algo es análoga, podemos aplicarla también al supremo trascendente. Si, en el plano ontológico, la unidad de lo múltiple se consigue en el hecho de que todas las cosas reciben por participación su ser de Dios creador, en el plano epistemológico la unidad se consigue en el concepto de algo, porque con este concepto designamos tanto a la criatura como a Dios.

Comprendemos, en consecuencia, todos los esfuerzos dedicados a la analogía a lo largo de la historia a partir, sobre todo, del hecho cristiano, que forzó a buscar una noción de ser que valiese también para el ser increado .

Hemos fundado ya la existencia de Dios en el principio de causalidad, que nos ha permitido llegar con certeza a la realidad de Dios. Pero nos planteamos también si nuestros conceptos son válidos para hablar de la esencia divina. En primer lugar, habría que decir que es imposible conocer la existencia de Dios sin conocer de algún modo su esencia. Ya decíamos a propósito del juicio de existencia «Dios existe» que el sujeto «Dios» es la esencia de Dios, es decir, lo que sabemos de Dios: creador, infinito, etc. Es imposible preguntar si alguna realidad existe, si de alguna manera no conocemos ya su nombre, aunque sea de una forma aproximada.

Ahora bien, sabemos por ejemplo que Dios es creador, infinito, eterno, necesario. Conocemos por lo tanto su esencia, y conocemos su esencia porque a él hemos llegado no como a un ser indiferenciado, sino como a un ser que tiene en sí mismo la razón de su existencia, un ser necesario o absoluto increado. Y resulta que nuestro concepto de algo es válido para designar esta absolutez propia de Dios, aunque lo haga de un modo imperfecto, porque implica también la limitación. En la medida en que nuestro concepto de algo dice absolutez (rechazo absoluto de la nada) lo podemos aplicar a Dios que también existe absolutamente. En la medida en que nuestro concepto dice al mismo tiempo limitación entitativa, es inadecuado para designar con él a Dios. Pero lo uno no quita lo otro: conocemos el ser absoluto de Dios, pero imperfectamente.

Habrá que decir también que, puesto que el ser creado implica más de no ser que de ser, la desemejanza respecto de Dios es superior a la semejanza, de modo que nuestro conocimiento de Dios tiene más de imperfecto que de perfecto.

Por todo esto somos optimistas en cuanto a la posibilidad de conocer a Dios y a su esencia, aunque nuestro optimismo es al mismo tiempo mesurado y modesto. Mantenemos a un tiempo que de Dios conocemos algo y que Dios sigue siendo para nosotros el misterio que nuestra imaginación no puede abarcar. El misterio de Dios está siempre detrás de una sana y legítima analogía. De ninguna manera queremos soslayarlo o disminuirlo: sólo queremos situarlo en su grandiosidad precisamente por haber conocido que existe y que es una realidad. Dios es una realidad que, si resulta para nosotros inabarcable en su totalidad, no es porque no tenga nada que ver con la realidad que nosotros somos, sino porque la desborda superándola. La grandeza de Dios nos lleva más a la adoración optimista que al agnosticismo angustiado. Nuestro conocimiento de Dios es pequeño y pobre, pero es un conocimiento auténtico y verdadero. Es al mismo tiempo un conocimiento audaz y humilde Podemos designar la realidad divina con nuestros conceptos humanos.

Aceptamos, como es claro, la distinción clásica entre perfecciones simples y mixtas. Éstas últimas implican el modo específico de su realización en una criatura finita, como, por ejemplo, la sensación. Estas perfecciones están en Dios virtualmente y se dicen de él metafóricamente. En cambio, las perfecciones simples, son las que designan una perfección absolutamente, es decir, independientemente de cualquier modo específico de realización (ser, verdad, bondad, belleza, persona, vida y pocas más). Estas perfecciones están en Dios formalmente y se dicen de él propiamente.

Para terminar, basta recordar que nuestros trascendentales, empezando por la noción de algo, llevan en sí mismos el estigma de la limitación, y por ello, debemos recordar que, cuando los aplicamos a Dios, en él tales perfecciones se encuentran sin límite alguno y no distinguidas unas de otras formalmente, sino en pura coincidencia con la simplicidad del ser divino (via eminentiae). La via negationis tiene la función de recordarnos que los trascendentales que atribuimos a Dios se dan en él sin el límite con el que aquí los conocemos.

En conclusión, podemos decir que podemos tener un conocimiento auténtico, aunque imperfecto, de Dios. Nuestro mayor problema es que seguimos siendo imaginación y materia, y siempre imaginamos a Dios con un rostro humano que no responde a la realidad. Por ello el rostro humano de Cristo ha servido contra el agnosticismo más que todas las argumentaciones filosóficas.

 

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