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«Introducción al sofisma de la hispanofobia»

«Retráteme el que quisiere», dijo don Quijote, «pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias».

Don Quijote, parte II, capítulo 59.

Nosotros, los de Estados Unidos de América, que orgullosamente hemos tratado de ser paladines de los valores en que se apoya la civilización occidental, jamás hemos logrado alcanzar auténtica comprensión y afinidad con una vasta porción de esa civilización, la de habla castellana y portuguesa: y esto, pese a haber sido los pueblos ibéricos, por siglos, escudo y lanza del occidente cristiano frente al Oriente infiel y ser hoy en día el idioma español, después del inglés, el más extendido entre los de cultura occidental. Desde la Segunda Guerra Mundial, el gobierno y el pueblo de los Estados Unidos han participado en intentos de aislar a España, no sólo del mundo occidental, sino incluso del conjunto de la comunidad de naciones. Hemos también descuidado peligrosamente o dirigido en forma incompetente, nuestras relaciones con la América Latina, a pesar de que ella constituye la mayor parte *del mundo hispánico y a que ha sido piedra angular de nuestra política exterior. Y hemos ignorado, en una postura casi insultante, las justificadas pretensiones portuguesas de obtener la consideración de aliados frente al comunismo euro- asiático [1].

Hace ya mucho tiempo que algunos de nuestros ciudadanos vienen advirtiendo que hay algo trágicamente equivocado en estos hechos, y que el abismo entre nosotros y los países hispánicos parece, con frecuencia, que lejos de estrecharse se agranda, constituyendo no sólo un gran peligro mutuo, sino también un arma poderosa para aquéllos que buscan nuestro daño o destrucción. Las causas básicas de este nuestro defectuoso entendimiento con el mundo hispánico, origen de nuestra peligrosa depreciación y consiguiente abandono de esta gran comunidad cultural, están, ante todo —-sin que nos hayamos dado perfecta cuenta de ello—- profundamente enraizadas en el pasado.

Demasiados han sido los que entre nuestros líderes políticos e intelectuales han visto a la América Latina en términos tan simplistas como Dictadura contra Democracia; o como una aristocracia pequeña y blanca señoreando sobre anónimos millones de siervos indios; o como ejercicio en un vasto proyecto de salvación logrado gracias a nuestras buenas obras y nuestra largueza pecuniaria. Tales abstracciones son absurdamente ingenuas porque carecen de perspectiva histórica. Esta especie de distorsión —-un compuesto de nuestra educación defectuosa, de nuestras irreprimibles tendencias misioneras, de una ideología marxista, y a veces contagiada del pánico de que los comunistas en la América Latina alcanzan una estatura de tres metros—- viene a ser el último eslabón en una larga cadena de errores a través de la historia. Es el fruto de habernos negado a reconocer, respetar y apreciar con simpatía las complejidades de una vasta sociedad hispano-católica-mestiza-india-negra-mulata que además de ser vital para nuestro bienestar constituye una gigantesca aportación a aquellas tradiciones culturales que anhelamos defender.

Nuestra costumbre nacional e inveterada de mirar con condescendencia y valorar con ingenuidad los acaecimientos del mundo hispánico, es un hábito que arranca de nuestras escuelas elementales y se remonta y extiende hasta nuestras universidades, para llegar a la misma Casa Blanca, y tiene su origen en antagonismos ancestrales que han llegado a convertirse en prejuicios perennes, tan injustificados como peligrosos.

No es fácil discernir la profundidad de este prejuicio, especialmente si se disfraza por contingencias en cierto modo superficiales, tales como una crisis política en Argentina, una revolución en Guatemala, un episodio en Bahía de los Cochinos o el secuestro de un embajador en Uruguay. Este prejuicio desafía su propia enmienda, ya que se filtra entre muchos de nuestros maestros, escritores, intelectuales y políticos, que rigen nuestras actitudes hacia los países hispánicos, así como las relaciones entre ellos y nosotros.

El hecho de que estas preconcebidas ideas formen un complejo básicamente antiespañol, con sus raíces en un pasado lejano, es poco conocido y aún menos sopesado. (Lo español en la América Latina es para nosotros menos afín que la compasión que sentimos por el indio americano.) Y es la profundidad de tales raíces lo que las oculta de la vista de una gente para quien el sentido de historia no pasa de consultar los titulares del periódico de ayer. Pero con frecuencia se ven las ramas y el fruto de esta actitud: desdén y abandono de la cultura hispánica; arrogancia gubernamental; condescendencia turística; un ofensivo exclusivismo social en la tendencia a «hacer colonia» en el extranjero (forma especial de apartheid); o una fe infantil en que podemos producir expertos sobre Latinoamérica en veinticuatro horas.

Es lamentable en extremo que los mitos de la hispanofobia en Occidente, y de modo particular en nuestro país, lleven la etiqueta de respetabilidad intelectual. Esto contrasta con prejuicios tales como el de la «supremacía blanca» o el denominado antisemitismo que, muy al contrario, no llevan tal pasaporte, por lo que es ciertamente difícil el hacerse oír sobre cuanto se encierra de falaz en la Leyenda Negra. Nuestros intelectuales, por lo general, sienten y demuestran menosprecio por la cultura hispana, atribuyéndole singular atraso. Precisamente porque esta manera de pensar ha permanecido tanto tiempo infiltrada en nuestros círculos intelectuales y en las altas esferas de la dirección política, necesita imperiosamente atención aún mayor que la que hemos otorgado a otras injusticias raciales y culturales.

Los conceptos hispanofóbicos que más han influido en la deformación del pensamiento occidental, tuvieron su origen entre franceses, italianos, alemanes y judíos, y se propagaron de forma extraordinaria durante los siglos XVI y XVII, merced al vigoroso y múltiple empleo de la imprenta. A mayor abundamiento, las pasiones de la Reforma Protestante, mezcladas con los intereses antihispánicos de Holanda e Inglaterra, contribuyeron a formar un ambiente propicio para el desarrollo del amplio y frondoso «árbol de odio» que floreció y se puso muy de moda en el mundo occidental durante la época de la Ilustración del siglo XVIII, cuando tantos dogmas de hoy tomaron forma clásica.

La escala de los héroes de la anti-España se extiende desde Francis Drake hasta Teodoro Roosevelt; desde Guillermo El Taciturno hasta Harry Truman; desde Bartolomé de Las Casas hasta el mejicano Lázaro Cárdenas, o de los puritanos de Oliverio Cromwell a los comunistas de la Brigada Abraham Lincoln —-de lo romántico a lo prosaico, y desde lo casi sublime, hasta lo absolutamente ridículo. Hay mucha menos distancia de concepto que la que hay de tiempo entre el odio anglo-holandés a Felipe II y sus ecos en las aulas de las universidades de hoy; entre la anti-España de la Ilustración y la anti-España de tantos círculos intelectuales de nuestros días.

La deformación propagandística de España y de la América Hispana, de sus gentes y de la mayoría de sus obras, hace ya mucho tiempo que se fundió con lo dogmático del anticatolicismo. Esta torcida mezcla perdura en la literatura popular y en los prejuicios tradicionales, y continúa apoyando nuestro complejo nórdico de superioridad para sembrar confusión en las perspectivas históricas de Latinoamérica y de los Estados Unidos. Sería suficiente esta razón para inducir al profesorado y otros intelectuales a promover y favorecer cuanto contribuya a eliminar los conceptos erróneos vigentes sobre España.

Por lo general, la propaganda efectiva está dirigida por intelectuales que se entregan apasionadamente a una causa, o bien lo hacen por determinada recompensa, hombres familiarizados con los medios adecuados para moldear el pensamiento de los demás. Esto es lo que a menudo ha sucedido con las propagandas antiespañolas, tanto en los tiempos pasados como en la actualidad. Por desgracia, esta entrega de líderes intelectuales a misiones propagandísticas, tanto en el curso de los siglos XVI y XVII como en el XX, ha determinado con frecuencia un excesivo éxito en la santificación del error. Cierto es que la Leyenda Negra ha tenido detractores de gran talla intelectual desde sus comienzos, pero no es menos cierto que tales refutaciones nunca han gozado del grado de difusión alcanzado por las mentiras destinadas a mover o manufacturar prejuicios populares. La erudita oposición a las falsas interpretaciones populares de los hechos históricos españoles, ha estado circunscrita a círculos limitados, y el número de los bien informados sigue siendo reducido por falta de un vigoroso esfuerzo contrario.

Notas

[1] En esta obra empleo los términos «mundo hispánico», «civilización hispánica» y otras frases similares, para designar la totalidad de aquellas áreas en donde predominan las lenguas española y portuguesa; es decir, principalmente, la América Latina, España y Portugal.
Portugal, en virtud de una alianza centenaria con Inglaterra y por algunas de sus propias actitudes y acciones antiespañolas (a más de un catolicismo no tan agresivo y un papel ciertamente menor que el que jugara España en Europa y en el mundo), ha escapado, generalmente, de los denigrantes ataques sufridos por su vecino peninsular. Sin embargo, los portugueses han sufrido indirectamente por estar, después de todo, emparentados con los españoles por sangre, historia, religión, lenguaje y costumbres. Así es que comparten la poca importancia que en general se da a las lenguas y culturas ibéricas en nuestros círculos intelectuales y en los europeos. En las siguientes páginas, pues, ha de entenderse que queda algo implicado el mundo portugués.

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