» Baúl de autor » Pablo Cabellos Llorente
Tiempo para la épica
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define lo épico como «perteneciente o relativo a la epopeya o a la poesía heroica», a la vez que manifiesta que epopeya es «un poema narrativo extenso, de elevado estilo, acción grande y pública, personajes heroicos o de suma importancia, y en el cual interviene lo sobrenatural o maravilloso».
Leyéndolo, no pareceríamos aptos para la épica. Sin embargo, y extrayendo del lenguaje algo para personas o colectivos, bien podemos decir que nuestros días son tiempos de épica, de algo heroico y elevado, aunque no aparezca trenzado de grandes acciones públicas, sino de muchos pequeños esfuerzos sumados. Para algunos, estará muy clara la intervención sobrenatural porque necesitamos ayuda del cielo para salir adelante de la situación actual. Para todos, es necesaria la maravilla del esfuerzo conjuntado para el bien común, un esfuerzo radicado, más que en mirar a los propios proyectos, en optar por lo que personal o colectivamente podemos hacer por los demás. La épica del encuentro, del darse, de la renuncia a lo personal, de aparcar las diferencias, para salir adelante solidariamente.
No me refiero solamente a la crisis económica, sino a una suerte de brete global, porque parecen tambalearse los cimientos mismos de la cultura en que vivimos. No escribo para el gobierno o a la oposición, partidos políticos o sindicatos, sociedad civil, eclesiástica o indignados. Carezco de poder y de fuerza para ello, pero deseo brindar alguna reflexión que nos haga más solidarios, menos encerrados en nosotros mismos, más atentos a las necesidades materiales, intelectuales, técnicas o espirituales de los demás. Desde mi pequeño rincón, es costoso y bello mirar al mundo entero como algo que me atañe. También así se hace poesía heroica, el otro significado del DRAE.
Los héroes han destacado –dice Yepes– por vivir una vida llena de significado y de plenitud, llegando a cotas muy altas de humanidad. Para ser así, no es preciso buscar momentos estelares o acciones especiales. Todos podemos ser ese héroe anónimo que, de un modo u otro, se entrega generosamente a los demás. Las figuras de este tipo pueden ser modélicas porque la excelencia que han alcanzado es accesible a todos. Es una épica hecha de muchos pequeños heroísmos, actos que entrañan su pizca de grandeza por lo que tienen de éxodo, de salida de nosotros mismos para cavilar acerca del hambriento de pan o de cultura, sobre el sediento de Dios o de trabajo, el abandonado en soledad o desamparo, el marginado social o religioso…
La Teología emplea frecuentemente la palabra comunión para expresar un tipo de unión fuerte, una suerte de entrelazamiento vital, una especial sintonía, una particular identificación con algo o alguien. También puede y debe darse esa Koinonía –etimología griega de comunión– cuando los lazos humanos que nos unen los vivimos compartiendo, participando, comunicando ideas y bienes, razones, motivaciones en orden al bien de todos. Quien vive en comunión, ama, renuncia; no forja una sociedad-máquina, un simple sistema de leyes y burocracia fría, muy lejana a quererse de veras. No es una nube azul y rosa, sino una vida en común, con un bien común, una tarea común, una obra en común, como explica Yepes en sus «Fundamentos de Antropología».
Los héroes corrientes, los capaces de épica, los quijotes, aquellas personas que logran la excelencia dándose, son quienes pueden cambiar una sociedad en la que prime el bien sobre lo políticamente correcto, lo corrupto, la mentira, el egoísmo, la superficialidad, el sexo banalizado o la droga. Todo esto nos parece imposible porque el ingrediente principal de la cultura de masas lo constituyen espectáculos carísimos y, con frecuencia poco ejemplares, degradantes. No hay epopeya en lo cutre, ni en lo frívolo, ni en tareas que cuestan mucho dinero porque los falsos héroes se tasan muy alto. El héroe deportivo, el actor cotizado, el conjunto musical de moda pueden ser algo legítimo y lúdico, pero no constituyen en modo alguno el aporte capaz de la épica generosa del darse.
Cuando Winston Churchill prometió solamente sangre sudor y lágrimas para sacar adelante la sociedad británica, estaba pidiendo héroes en la vida diaria. En estos momentos cruciales, forjadores también de esperanza, necesitados de mirar con ánimo grande al porvenir, sin encogimientos, ¿encontraremos alguien que, con la verdad por delante, sea capaz de estimularnos a ejercitar esa épica del heroísmo ordinario? ¿Aparecerá alguno que nos mueva a trabajar seriamente, a sonreír a la dificultad, a la magnanimidad con los demás, a la solidaridad entre personas, sociedades menores, autonomías y pueblos? ¿Son eso los indignados? ¿Son un síntoma?
La Iglesia Católica, a pesar de las miserias de sus miembros, posee la receta incomparable para estos tiempos. Dice Camino: «Un secreto. –Un secreto a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos». En otra obra, escrita también por san Josemaría, se lee: «Hoy no bastan mujeres u hombres buenos. –Además, no es suficientemente bueno el que sólo se contenta con ser casi… bueno: es preciso ser `revolucionario´.» (Surco). ¿Utopía? No. Más bien, el intento por ser «revolucionario» de veras.
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