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El aborto y el Tribunal Constitucional

Tras el anuncio del ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, de que el Gobierno reformará la ley del aborto actual para que las menores que decidan interrumpir su gestación tengan el permiso paterno y el no nacido cuente con la protección adecuada, el autor hace un repaso del papel que el Tribunal Constitucional ha jugado en este asunto tras la sentencia de 1985 en la que parece que se basará la reforma del Gobierno de Rajoy.

Alberto Ruiz Gallardón es un político de raza, nada dado al «que no me pase nada» o «que me quede como estoy». No es extraño, pues, que su primera comparecencia parlamentaria no haya pasado inadvertida. Puestos a hablar, ha hablado hasta del aborto, temática de la que huyen los no pocos afectados por el síndrome posfranquista: derecha, religión…, mejor tocar madera. A nadie sorprendió su referencia a la necesaria intervención de los progenitores en el aborto de menores, aunque alguno recelara que todo pudiera quedar ahí, confirmando la frecuente queja: hay gobiernos socialistas que no dejan títere con cabeza, luego viene el PP y maquilla una esquinita… La alusión a la sentencia 53/1985 parece abrir un diverso horizonte, que combinado con las anunciadas reformas relativas al Tribunal Constitucional suscita interrogantes. España se ha convertido en el paraíso del turismo abortista dentro de la UE.

Se ha hablado, por ejemplo, de resucitar el recurso previo, que permite que el TC paralice la entrada en vigor de una ley ya aprobada; pero, al parecer, se contemplaría sólo para estatutos de autonomía, evitando el absurdo de que los ciudadanos voten en referéndum un texto que no mucho después es declarado multiinconstitucional. No queda claro, sin embargo, si se olvidará con ello que alguien tan poco sospechoso de abortista como el magistrado Vicente Conde impidiera con su voto que se suspendiera la última reforma legal del aborto, por entender que la ley sólo permite dicho freno a petición del Gobierno y no de otros recurrentes. Ante la parsimonia en fallar el asunto y el nada tranquilizador precedente de las sentencias del TC sobre reproducción artificial, que tardaron un decenio en ser resueltas, la cuestión no es baladí. Más de un ciudadano se pregunta también si el Gobierno debe esperar a que se pronuncie el TC para realizar su reforma. La respuesta sería negativa; difícilmente la sentencia podría influir en ella. El Constitucional no indica a ningún gobierno lo que debe hacer; se limita a constatar si lo que hacen los poderes públicos debe ser rechazado por situarnos bajo mínimos en la protección de bienes y derechos fundamentales. Aunque el TC entendiera que una ley de plazos es admisible, no significaría que descartarla sea inconstitucional. Ante más de un problema, tan constitucional es una solución como su contraria, si respetan los mínimos constitucionalmente exigibles.

Cabe también preguntarse si basta tomar como punto de partida la sentencia 53/1985 para que la protección al no nacido cambie sensiblemente. La respuesta es de nuevo negativa; lo dice el Consejo de Estado, en el heterogéneo y unánime dictamen de su comisión permanente sobre la reciente ley. Cinco lustros después, la situación es de aborto libre, al convertirse España en «un paraíso del turismo abortista y el lugar donde más crece el número de abortos en la Unión Europea».

La sentencia de 1985 fue de las más discutidas de la historia del TC: empate a seis y voto de calidad del presidente. Para los magistrados discrepantes la mayoría se había propasado al empeñarse en indicar al legislador qué garantías habría de tener en cuenta para proteger a los no nacidos. El resultado de las discutidas garantías ha sido nulo. La salud psíquica de la embarazada se ha convertido en fórmula omnicomprensiva, con la llamativa pasividad del Ministerio Fiscal; se ha olvidado lo que tan claramente expresó la sentencia: cuando la ley admite un aborto «necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la embarazada», el término necesario «sólo puede interpretarse en el sentido» de que el conflicto «no puede solucionarse de ninguna otra forma». Entre eso y el aborto libre parece haber un trecho, pero no lo ha habido ni gobernando socialistas ni gobernando populares: entre los que se despreocuparon de su protección y los que no se atrevieron a protegerlos, los no nacidos no han ganado para sustos. Ese es, por tanto, el quid de la cuestión.

Despenalización y legalización

A ello han contribuido no poco los medios de comunicación, para los que no parece haber diferencia entre despenalización y legalización. La despenalización mantiene la existencia del delito de aborto y tipifica circunstancias en las que la conducta sancionada no sería exigible. La legalización, por el contrario, convierte en intachable la conducta. También han dado por hecho que la reciente ley ha convertido el aborto en derecho. Para la sentencia de 1985, los «graves conflictos» que amenazan la vida del no nacido «no pueden contemplarse tan sólo desde la perspectiva de los derechos de la mujer»; «ni los derechos de la mujer pueden tener primacía absoluta sobre la vida del nasciturus». Para el Consejo de Estado, ni siquiera tras la reciente ley puede hablarse de que exista un derecho al aborto: «la ausencia de una prohibición equivale a un ámbito de libertad de lícito ejercicio, no prohibido por la ley. De la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional no resulta un derecho al aborto –algo desconocido en los ordenamientos de nuestro entorno susceptibles de ser tomados como modelos–, sobre el que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha rehusado pronunciarse».

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