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Sobre el «matrimonio homosexual» y la Constitución Española

Todo lo que cualquiera vaya a decir sobre el matrimonio tiene detrás (o delante, según se mire: aquí, más bien delante), no ya un caudal amazónico de tinta, sino océanos de literatura de toda clase. Es una consecuencia de la antigüedad del tema, de su grandísima importancia y de la enorme diversidad de grupos sociales, culturales, que pueblan el planeta Tierra. Si, por de pronto, nos ceñimos al llamado mundo occidental u occidentalizado, los océanos pasan a ser mares: algo es algo. Con todo, tiemblo un poco al teclear estas líneas y mi propósito, como anuncio en el título, es bastante limitado.

Parto de la base de no discutir que una pareja de personas del mismo sexo se pueda asociar de forma permanente. Admito que esa asociación pueda ser no sólo estrictamente contractual, en virtud de lo que denominamos «autonomía de la voluntad», sino que la ley le otorgue un reconocimiento legal típico. La preferencia por que lo reconocido legalmente para parejas del mismo sexo sea denominado «matrimonio» o por que, en cambio, ese término se reserve para las uniones heterosexuales puede entrañar (es decir, llevar dentro) cierta carga de actitudes negativas, pero también cabe que obedezca a motivos que no impliquen desprecio ni menosprecio de ninguna clase para nadie. Dicho con otras palabras: la postura partidaria de denominar «matrimonio» sólo a las uniones de un hombre y una mujer (excluida la poligamia y la poliandria en el antes aludido «mundo civilizado») no supone necesariamente odio, animadversión, oposición o incomprensión a los homosexuales. Éste es mi caso, aunque aprovecho la ocasión para decir que, socialmente y en la actualidad, me parecen cosas muy distintas la homosexualidad y «lo gay», que, en sus manifestaciones hasta ahora conocidas, comienza por no gustarme nada, es decir, por desagradarme mucho estéticamente. Y quiero suponer que la «acción gay», tal como hasta ahora se viene mostrando, puede legítimamente no ser del gusto de todos. Además, esa «acción gay» no se identifica con lo que pueden plantear o pedir grupos más o menos amplios de personas homosexuales.

Esto sentado –que no es poco, dada la tremenda visceralidad que se observa en algunas controversias–, añado –algo a la defensiva, lo sé y no me parece justo, pero la corrección política y social va por donde va y prefiero defenderme a atacar, ser ofendido a ofender– que debería reconocerse generalmente como respetable la preferencia por seguir denominando «matrimonio» sólo al heterosexual, al de personas de distinto sexo. Esta opción que, insisto, objetivamente no ofende a nadie –otra cosa es que algunos consideren ofensas, y muy graves, la expresión de cuanto no coincida con sus criterios– no carece de múltiples fundamentos y sí carece de ingrediente homófobo alguno. Porque no se trata de recortar derechos de los homosexuales, sino de propugnar que, por razones y motivos en los que ahora no voy a entrar (sería muy largo y nos llevaría fuera del limitado propósito de este «post»), el término «matrimonio» siga teniendo el preciso significado que ha tenido durante siglos y que aún tiene en gran número de países, la gran mayoría. La novedad por la novedad –cuando hay novedad verdadera, lo que no es tan frecuente– es una de las mayores tonterías que impregnan nuestro mundo, espectacular en el progreso científico y técnico, pero más bien penoso en lo relativo al progreso de las personas.

Con lo anterior me parece que es suficiente para situarnos en el concreto terreno que indica el título. ¿Qué idea del «matrimonio» recoge la vigente Constitución Española (CE), de 1978? Ése es, me parece, el punto clave de la cuestión de la constitucionalidad del «matrimonio homosexual». Y sobre ese punto, me permito ofrecer unos datos del texto constitucional que no deberían considerarse insignificantes, es decir, desprovistos de significado, de sentido. A mi parecer, tienen sentido.

Nuestra Constitución es pródiga en el reconocimiento de lo que, a veces con toda razón y buena técnica jurídica, otras veces poco razonablemente, llama «derechos». Veamos, en repaso de principio a fin, quiénes son los sujetos de esos «derechos». Primero veo «todos los españoles» (derecho a usar la lengua española: art. 3; derecho de petición individual o colectiva: art. 29.1: derecho al trabajo: art. 35; derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada: art. 47); aparecen también «los españoles» (derecho a la igualdad ante la ley: art. 13; derecho a elegir libremente el lugar de residencia y a circular con igual libertad: art. 19; el derecho de defender a España: art. 30 ); aparecen «todos» (derecho a la vida y a la integridad física y moral: art. 15; los derechos procesales del art. 24.2; derecho a la educación: art. 27; derecho a sindicarse libremente: art. 28.1; «derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona»: art. 45.1); se habla de «los individuos y las comunidades» (a propósito de la libertad ideológica, religiosa y de culto: art. 16). Habla también la CE de «toda persona» (derecho a la libertad y a la seguridad y a ser informada de sus derechos y de las causas de su detención) o de «todas las personas» (derecho a la tutela judicial: art. 24.1). Muchas veces, la Constitución utiliza el impersonal «se» como en el art. 18: «se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas»; en el art. 20, sobre las llamadas libertades ideológicas (de opinión, expresión, etc.), en los art. 21 y 22, derecho de reunión y de asociación: derecho a la propiedad y a la herencia: art. 33; derecho de fundación: art. 34; derecho a la protección de la salud: art. 43.1. En estos casos del «se», el destinatario de la garantía, constitutiva de un derecho, son «todos». Por último, el sujeto de los derechos pueden ser «los ciudadanos» (derecho a participar en los asuntos públicos y a acceder en condiciones de igualdad a funciones y cargos públicos: art. 23).

Así las cosas, a mí me parece muy significativo que la Constitución Española vigente NO afirme que «todos los españoles». «los españoles», «todos», «toda persona», «todas las personas» o «los ciudadanos» tienen derecho a contraer matrimonio. Me parece significativo que tampoco diga «se garantiza el derecho a contraer matrimonio». Considero significativo y relevante que lo que dice el art. 32.1 CE sea precisamente esto: «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica

De los derechos constitucionales citados, muchos pueden ser ejercitados por un solo individuo, porque uno solo se encuentra comprendido en «todos los españoles», «los españoles», «todos», «toda persona», «todas las personas» o «los ciudadanos». No obstante, algunos derechos requieren, por su mismo contenido, el concurso de otros sujetos: nadie, por sí solo, se asocia o se reúne, como no sea metafóricamente. Me parece que la Constitución no sitúa a esos frecuentes sujetos de los derechos como sujetos del derecho a casarse por la simplicísima razón de que nadie tiene, por sí solo, el poder jurídico (y eso es lo que es un verdadero derecho) de casarse. Por un lado, nadie puede exigir verse casado ni puede exigir a nadie (a otros individuos, al Estado o al Municipio) que se case, hasta el punto de que nuestro Derecho niega expresamente ese poder a quienes, sin embargo, han contraído esponsables o promesa de matrimonio (art. 42 del Código Civil). Pero, por otro lado, la Constitución podía haber dicho «todos», como respecto del derecho a sindicarse, que, sin embargo, requiere unirse a un sindicato preexistente o fundarlo con otros o podía, como en tantos otras normas –las hemos visto aquí–, haber recurrido al impersonal: «se garantiza el derecho a contraer matrimonio». Pero no: lo que dice la CE es que son «el hombre y la mujer» quienes «tienen derecho a contraer matrimonio». Y a mí me parece que esa expresa dualidad significa que la idea constitucional de matrimonio es la del matrimonio entre dos personas de distinto sexo. La inmediata referencia a la «plena igualdad jurídica» se entiende así perfectamente. De lo contrario (es decir, si la Constitución estuviese previendo y aceptando como matrimonio la unión de un hombre con un hombre o de una mujer con otra, esa referencia a la «plena igualdad jurídica» no tendría sentido).

Cabe –¡faltaría más!– leer el texto del art. 32.1 CE y sostener acto seguido que en él se afirma que el hombre tiene derecho a casarse y que la mujer tiene también ese derecho, se casen con quien se casen: con otro hombre, con otra mujer o, cualquiera día de éstos, con una mascota, con un robot, con un avatar o con una cabra (aunque, ¿tendría sentido, de leerse así la Constitución, la referencia en el art. 32.1 CE a la «plena igualdad jurídica?). Ya sería curioso que, leído así el art. 32.1 CE, el tema del matrimonio fuese el único en que la Constitución no utiliza el masculino plural como plural de género y el único que distingue expresamente a las personas por su género: hombres y a mujeres: en ningún precepto de la CE dice «todos y todas», «todos los ciudadanos y todas las ciudadanas», «los españoles y las españolas» y menos aún «todos los hombres y todas las mujeres», etc.

Pero, por encima de lo anterior, ocurre que yo no afirmo que la letra misma de la Constitución se alce como un obstáculo infranqueable para el denominado «matrimonio homosexual». Porque no se trata de si existe o no, por la sola letra de la Norma Fundamental, un tal obstáculo. Un precepto jurídico-positivo –legal o constitucional– no es su letra, sino lo que su letra significa (ésta no es una opinión personalísima mía: es lo que afirma nuestro Derecho en el Título Preliminar del Código Civil: art. 3.1). De lo que se trata, pues, es de lo que significa el art. 32 CE según criterios interpretativos razonables, de a qué institución, con qué características, está refiriéndose ese texto constitucional. Y la dualidad de sexos está explicitada en ese texto, cuando tratándose de derechos importantes, la Constitución, como hemos repasado, se expresa con términos generales al referirse a los sujetos de esos derechos. La mención del «hombre y la mujer» y la referencia a la igualdad (del hombre y la mujer), quieren decir que la Constitución acoge con claridad la idea tradicional del matrimonio.

Tradicional acabo de decir, sí, pero no nefasta. Hemos llegado a un punto tal de irracionalidad voluntarista en la corrección política y cultural, que resulta necesario «aclarar» que no todo lo tradicional es nefasto y deleznable. La cocina tradicional y la tradicional hospitalidad no lo son, como es tradicional y nada nefasto que los padres quieran a sus hijos con palabras y obras, que ayudemos a quien lo necesita, que seamos amables en el trato, que cuidemos a los ancianos y a los enfermos, que no sigamos nuestro camino ante alguien que vemos caído, etc. El etcétera de estupendas tradiciones es interminable. Precisamente por eso han llegado a formarse muchas tradiciones, porque cosas buenas se han ido conservando hasta hoy por sucesivas entregas (tradición viene del latín tradire: entregar) de una generación a la siguiente. ¿Acaso la modernidad de ciertos productos financieros es mejor que el contundente rechazo tradicional a la usura y al engaño? ¿Son las enfermedades modernas mucho mejores, más soportables, que las tradicionales?

Por todo lo anterior, me negué en redondo, hace tiempo, a firmar un manifiesto pidiendo una reforma constitucional en España para que la Constitución excluyese el mal llamado «matrimonio homosexual». Pensaba y pienso que la Constitución española es suficientemente clara al considerar que el matrimonio requiere el consorcio entre un hombre y una mujer.

Por lo demás, cada hombre y cada mujer que se casan o tienen la intención de hacerlo con una persona del otro sexo, ¿no pueden pensar, sin ser molestados o tildados de retrógrados, que su unión merece el nombre de siempre, distinto del de las uniones entre personas del mismo sexo? A mí me parece que ese deseo de diferenciación –porque las diferencias reales son grandes e innegables– (¡atención! sobre esto me explico en el segundo comentario a este post!) es perfectamente legítimo, como considero del todo razonable, complementariamente, que lo nuevo y lo especial se regule en una norma nueva y especial. Esto es lo que sucede en Francia, sin ir muy lejos, con los PACS (Pacte Civile de Solidarité), a que me refería en el «post» anterior. La regulación de la institución matrimonial, limitada a la unión de hombre y mujer, no se enmaraña con excesivas distinciones y enlaza mejor con otros conjuntos normativos bien asentados. Tiene grandes ventajas no liar más los delicados asuntos de las relaciones entre hombre y mujer y entre homosexuales, evitando asimilándolas con el mismo nombre cuando son muy distintas. Es mejor, me parece, mantener o restablecer la claridad y la precisión y estabilidad de los conceptos. Porque, al calor de la batalla por la amplitud o la precisión de la, llamémosla así, «marca matrimonio», batalla alimentada por el empecinamiento en que lo que es distinto sea igual y tenga el mismo nombre (no hay pelea por reconocer a los miembros de las parejas homosexuales razonables derechos), están surgiendo disparates mayúsculos, como el presunto derecho a ser padres, que, según algunos, tendríamos «todos los españoles», «los españoles», «todos», «toda persona», «todas las personas» o «los ciudadanos». O el presunto derecho a tener hijos, que correspondería, dicen, a «todos los españoles». «los españoles», «todos», «toda persona», «todas las personas» o «los ciudadanos». Pues no: no existen esos derechos porque no pueden existir: nadie tiene el poder jurídico de ser padre (o madre), porque siendo la paternidad (o la maternidad) algo imposible para el individuo solo, tampoco puede exigirla de nadie. Del mismo modo nadie tiene el poder jurídico de tener hijos, que no es equiparable a poder comprar un simpático perrillo que nos alegre la vida (naturalmente, es físicamente posible para algunos, con más o menos facilidad, comprar niños que hagan de hijos, pero no se trata de un poder jurídico, porque al Derecho le repugna esa posible compra).

Todo lo anterior ha sido escrito porque no había explicitado nunca mi interpretación del art. 32.1 CE, porque el tema está de actualidad y porque he pensado que, para variar, no estaría de más que se leyese algo distinto de lo habitual. Tengo suficiente conocimiento de la realidad como para no pretender el más pequeño aleccionamiento al Tribunal Constitucional ni menos aún formular un «pronóstico», como el que ha formulado Alberto Ruiz Gallardón hace unos días. No seré yo quien niegue la importancia de las sentencias del TC, pero tampoco quien piense que son siempre decisivas en el curso de la historia. Nunca he sido judicialista y siempre he dicho que las cosas son lo que son y no lo que los jueces dicen que son, aunque, para nuestra convivencia, sean necesarios los pronunciamientos judiciales. Ahora tenemos legalmente el llamado «matrimonio homosexual» y, en mi opinión, diga lo que diga el TC, ese «matrimonio» será siempre distinto -como modelo, como institución- del que contraen un hombre y una mujer. Acabo de escribir «distinto» (no me hagan decir otra cosa). Distinto, porque el hombre y la mujer, en mi opinión (que tiene algún fundamento, incluso morfológico y genético), son distintos. Voilà.

Y es que andaba yo escribiendo este «post» cuando aparece de nuevo en escena Alberto Ruiz Gallardón para seguir, ante todo, el ejemplo de su predecesor, el Sr. Caamaño, y opinar públicamente sobre un asunto sub iudice constitucional, cosa poco aconsejable siendo Ministro y más aún de Justicia. Pero, tras afirmar que no ve causa de inconstitucionalidad en lo del «matrimonio homosexual», aclara magnánimamente que «en el partido estaremos a disposición del Tribunal Constitucional, que será el que nos marque la pauta legislativa». Y ha añadido que «en el Gobierno no estamos propugnando cosas distintas de aquello que ya ha estado vigente en España durante muchos años».

Aunque a los lectores de este blog les pueda parecer lo contario, no le tengo ninguna manía al Ministro Ruiz Gallardón. Lo que verdaderamente tengo yo por Alberto Ruiz Gallardón, desde hace mucho tiempo, es la consideración de que se trata de persona con muy buena cabeza. Pero Ruiz Gallardón, desde que es Ministro, nos obsequia casi diariamente con una alta dosis de sofismas. Sofisma es que el partido (supongo, claro, que se refiere al PP) esté a la espera de pautas del TC: el PP recurrió al TC en razón de las pautas del PP (que desconozco en concreto porque no he leído el recurso) y, simplemente, está por ver si el TC acoge como conformes a la Constitución los argumentos del PP. Si el TC entendiese que ese muy mal llamado «matrimonio homosexual» (el matrimonio no es homosexual) no contradice la Constitución, nada le impediría constitucionalmente al PP cambiar de modelo matrimonial, devolviéndonos al que, por lo dicho, pienso que es el modelo de la Constitución. Porque si, a juicio del TC, el cosidetto «matrimonio homosexual» tuviese cabida en la CE, eso no significaría que un cambio legislativo coherente con el recurso pendiente fuese inconstitucional.

Ahora bien: si el PP tenía una idea cuando votó en contra de la Ley 13/2005, de 1 de julio, del «matrimonio homosexual» y cuando recurrió esa Ley ante el TC, pero ahora (ya en el poder) tiene una idea distinta, es decir, la idea de Ruiz Gallardón, lo lógico, como han pedido de inmediato varias voces, sería retirar el recurso de inconstitucionalidad, lo que, técnicamente, se llama desistir del recurso. Y si no desisten, lo lógico es que lo apoyen. Lo que carece de lógica y de coherencia es mantener el recurso y enviar recados públicos al TC en los que se viene a decir que los recurrentes no creen en sus propios argumentos. Sí, ya sé lo que pasa: que hay división de opiniones dentro del PP. O que dicen que no tienen opinión. Pero las opiniones públicas no deberían ser contrarias a las actuaciones oficiales y es muy difícil –en realidad, imposible– oponerse a una ley, decidir recurrir al TC y fundamentar el recurso si se carece de opinión. Otra cosa es que se cambie de opinión o que aflore la opinión antes oculta. Estas observaciones no proceden de que me extrañe lo que estoy viendo o de que me decepcione. Ya saben los lectores de este «blog» cuál es mi criterio sobre la clase política (en cuyo seno siempre hay honrosas y meritorias excepciones individuales), incluido el PP. Se deben sólo a la conveniencia de mantener el sentido común propio y de procurar ayudar a otros a mantener la capacidad personal de análisis, mediante una adecuada gimnasia de raciocinio lógico. Si no pretendo influir en el TC, menos aún en el PP. Me importa bien poco –mejor, nad-a- lo que decidan hacer en el PP en esta materia.

Por último, también es un sofisma del Ministro de Justicia eso de que el Gobierno no propugna sino lo que ya ha estado vigente aquí durante muchos años. Refiérase Ruiz Gallardón a lo que se refiera, esa afirmación es una sofistería sorprendentemente tonta en una persona tan lista como él. Primero, porque son unos cuantos millones de españoles los que desean que se propugnen y se hagan por el nuevo Gobierno cosas distintas de las que han estado «vigentes» durante muchos años. Segundo, porque este «argumento» sería contrario a cambiar el modo de designar el CGPJ, puesto que el modo actual lleva vigente 27 años y, al fin y al cabo y a trancas y barrancas, el TC dio el «placet» a lo que se ha dicho que se cambiará. En cambio, el «argumento» de los años de vigencia resultaría decisivo para tratar fuera del matrimonio las uniones de parejas homosexuales. La idea y las normas del matrimonio como singularísima unión entre hombre y mujer o mujer y hombre, eso sí que lleva vigente muchos años.

Y no, no tengo manía a Ruiz Gallardón. Más bien es él quien tiene manías, la de los sofismas y la de ser un verso suelto, el verso «progre». Sobre lo progre, algo digo en el recopilatorio sobre el aborto, que he puesto en página especial de este «blog». Pero si a mí me parecían chocantes las ocurrencias de Dña. Leire Pajín y aquí comentaba algunas, no veo por qué callarme con Ruiz Gallardón. Ni este hombre llega a ser Solón o Savigny ni el Tribunal Constitucional español es la reencarnación de los Siete Sabios de Grecia. Además, yo soy, desde luego, un verso suelto, muy suelto, verso libre. Y muy partidario del progreso.

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PS. Cuando voy ya a publicar este artículo, leo que Ruiz Gallardónvuelta la burra al trigo– ha afirmado en el Congreso de los Diputados que lo que sucede es que el recurso ya no se puede retirar, puesto que no es del Gobierno, sino del Grupo Parlamentario anterior. Se equivoca de nuevo Ruiz Gallardón. El recurso no es –no puede ser– de un grupo parlamentario, sino de un conjunto de Diputados o de Senadores, que han de ser al menos 50. En este punto, la Vicepresidenta Sáenz de Santamaría sí afinó y acertó: ella no habló de «Grupo Parlamentario», sino de «Diputados». Pero, ya que estamos, añadiré algo que no aparece en los «medios». Los 50 o más Diputados o Senadores actúan representados por un comisionado. He podido averiguar que, en el caso que nos ocupa, fueron 72 los Diputados que recurrieron, representados por el comisionado D. Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa. Ha habido casos en que recursos de Diputados se presentaban con un poder que incluía expresamente el desistimiento, pero no sé –ni me interesa– cómo era el poder suscrito en su momento por los Diputados del Grupo Popular. Si hubiese incluido la facultad de desistir, para retirar el recurso bastaría un escrito de desistimiento del Sr. Astarloa.

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