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Prácticas protestantes en la liturgia católica

No recuerdo bien  donde he expuesto mi «doctrina» sobre los «protestantes anónimos». Parafraseando esa teoría rahneriana de los «cristianos» anónimos, sostengo que entre nuestros nominales católicos –han recibido el bautismo en la Iglesia Católica, pero su vida moral, práctica religiosa y confesión de fe no se corresponde con los principios católicos– se da un grupo de personas que viven y piensan como protestantes. Y aunque estoy descubriendo el Mediterráneo, creo que debemos ser conscientes de los varios «niveles» de catolicidad que tenemos en nuestras parroquias.

Este fenómeno, según también mi tesis, ejemplifica que, de facto, vivimos en una especie de «iglesia anglicana» dentro de la Iglesia Católica: tenemos una High Church, compuesta de los «más» católicos, y una Low Church protestantizada. Pero la culpa de esto viene de la espiritualidad «común» entre católicos y protestantes en el contexto del concilio de Trento. En una cita de L. Bouyer vemos un ejemplo de esto:

Nosotros vivimos aún en gran parte de lo que viven los protestantes, y no nos damos cuenta. Baste observar nuestra vida espiritual, y en lo que se basa todavía hoy: hay cristianos que van a pedir que se celebre una Misa y luego añaden donativos de más, para que se haga la Exposición del SS. Sacramento: no comulgan, no participan en el Sacrificio de Cristo y creen que obtienen quién sabe qué gracia porque ven el SS. Sacramento expuesto, por la visión de la Hostia. Este es un hecho puramente psicológico, y, si bien, los protestantes no admiten estas formas, en cuanto al principio, se trata de puro protestantismo o, si lo preferimos, es «devoción» de los siglos XIV-XV (Parola, Chiesa e Sacramenti, Brescia, 1962, 61-63).

En los últimos años la atención de los pastores se ha estado dirigiendo, no sin razón, a la peligrosa costumbre de comulgar sin «discernir el cuerpo del Señor» (1Cor 11, 27-29). Pero algo también peligroso, a largo plazo, es concebir la comunión eucarística como algo accesorio. Porque los que hoy, en nuestra postmodernidad, no se acercan nunca a comulgar, no lo hacen porque sientan que deben recurrir a la penitencia sacramental, sino porque, simplemente, les da lo mismo.

Hay que recordar aquí las bondades del magisterio de san Pío X en esta cuestión. También en su llamada a una participación activa. Hay una «masa» de gente, católicos nominales, que conciben la liturgia, especialmente la eucaristía, como un «espectáculo» visual. O también como una especie de catequesis. Y no pocos pastores contribuyen a dar esa imagen, además de esos conocidos «grupos» de liturgia, que no pocas veces actúan sin la autorización del párroco.

Detrás de estas conductas está presente una especie de «apostasía interna», un enfriamiento de la piedad y de los propios convencimientos. La indiferencia de las masas nominalmente católicas es el principal obstáculo para una fructífera celebración litúrgica: no sólo en cuanto a la participación, sino también en su desenvolvimiento. Reducir la celebración litúrgica a categorías «seculares» que supuestamente deberían entender los «alejados» es traicionar la verdad acerca de la liturgia. Por otro lado, el mismo concepto de «alejado» es una irrisoria quimera, porque muchas veces se vive alejado por decisión propia. Los supuestos «pecados» de la Iglesia y sus miembros son casi siempre una excusa, no una razón para el alejamiento.

La liturgia, en esta sociedad televisada, tiene una vertiente evangelizadora. Pero por su misma naturaleza se «hizo» para los bautizados. Los catecúmenos, en las liturgias antiguas, sólo podían estar presentes en la Liturgia de la palabra. Ahí acababa su catequesis. La Liturgia eucarística, la comunión eucarística y la vivencia de ambas son la mejor medida para conocer la «catolicidad» de una comunidad cristiana. Una desviación en este ámbito significaría encontrarnos con una comunidad protestante de facto, aunque nominalmente católica.

Pero también hay otras prácticas que se alejan de la apatía, que exteriormente parecen fruto de una gran participación, pero que también evidencian el principio protestante. Me refiero a la tendencia que existe en algunas comunidades a suprimir la separación entre santuario/presbiterio y nave de la iglesia. Los que así lo hacen no pretenden negar la clásica diferenciación entre Iglesia celeste y terrestre en la celebración litúrgica. De hecho, simplemente no creen en ella. Lo que les interesa es poner en funcionamiento una eclesiología protestante: la no-distinción entre sacerdocio real y sacerdocio ministerial. Paradójicamente, el concepto de presbiterio no excluye los ministerio laicales. Al contrario, se supone que dichos ministerios, convenientemente dispuestos en el presbiterio con vestiduras litúrgicas laicales (alba/sobrepelliz), deben ejercer sus oficios litúrgicos. Pero suprimir la separación entre presbiterio y nave tiene como objeto también negar los ordines ministeriales: grupos estables encargados de ministerios litúrgicos específicos. La supresión generalizada de las vestiduras litúrgicas fue el primer paso. Negada una identidad litúrgica específica, llega el relativismo ministerial: como son «laicales», los puede hacer cualquiera. Se olvida el necesario encargo jerárquico y la naturaleza grupal de esos ministerios a lo largo de la historia.

Estas cuestiones no tienen fácil solución. Pero un primer paso es reconocer el problema presente en nuestras parroquias. Hay que recuperar nuestra identidad litúrgica católica. El ecumenismo no es sinónimo de sincretismo o de abandono de las propias convicciones. O por lo menos no debería serlo.

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