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Convertirse y creer

«Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: ‘El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva.’»

Este texto, correspondiente a los versículos 14 y 15 del capítulo 1 del Evangelio de San Marcos marca, con exactitud el sentido de un tiempo muy especial para el discípulo de Cristo y, entonces, para el hijo que se considera de Dios.

Dice San Josemaría, en «Es Cristo que pasa» (57), refiriéndose a la Cuaresma que es «Tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón.»

Vemos, por lo tanto que, según el fundador del Opus Dei, convertirse no es fácil porque, además, «A la conversión se sube por la humildad, por caminos de abajarse» (Surco, 278) pues no resulta fácil venir a ser otro tipo de persona, digamos, más tierna y no de dura piel del corazón. Convertirse es, sobre todo, ser odre nuevo que contenga el vino nuevo.

Convertirse ha de suponer, antes que nada, alejar de nuestra vida todo lo que, a su vez, establezca entre Dios y nosotros una distancia exagerada. Por tanto, y antes que nada, hay que arrepentirse de lo que nos haya hecho pecar. En segundo lugar, el espacio que hemos dejado vacío del pecado hemos de llenarlo con el vino nuevo y la luz de Cristo. Así, como escribe San Juan en su Primera Epístola (1,5) «Dios es luz y no hay en Él tiniebla alguna» y recibir al Hijo de Dios en nuestro corazón nos libera de las ataduras del mundo que no nos permitían vivir de acuerdo a la voluntad de Dios.

Nos convertimos para algo porque no es conversión vacía de contenido ni sin sentido para nosotros. Muy al contrario resulta el cambio espiritual porque cambiar nuestro corazón en el sentido aquí traído lo hacemos para creer.

Jesús no dijo creer y, luego, convertíos sino al contrario: convertíos y creer, en concreto, en la «Buena Nueva». Y no hace eso el Mesías porque quiera jugar con las palabras o por construir una expresión que sea dulce a nuestros oídos sino que tal forma de hablar tiene un claro sentido y un destino bien definido: en primer lugar tenemos que cambiar y, luego, creer.

Esto no vaya a querer entenderse como que creer es menos importante que convertirse porque no es tal como sucede en la realidad. Así, cuando se nos bautiza no se nos pide que tengamos fe porque sería absurdo hacer tal cosa con una persona de edad tan escasa (en el más ordinario de los casos). Lo que se hace con nosotros es infundirnos el Espíritu Santo, perdonarnos el pecado original y hacernos miembros de la Iglesia católica. Se nos ha, pues, convertido. Luego, cuando estemos en edad de tener uso de razón, ya llegará el momento de creer. Pero, en primer lugar, es la conversión y luego, la creencia que se confirma con la confesión de fe con la que, precisamente, practicamos una especie de conversión continua, en un círculo gozoso que bien podríamos llamar redil de los hijos de Dios.

Poco a poco, cual semilla pequeña, va creciendo en nuestro corazón la certeza de que nuestra conversión fue, cuando fuera; es, por la confesión de fe y será, cada día, la forma a partir de la cual caminamos por el Reino presente de Dios hacia el que será definitivo. Y lo hacemos porque hemos creído y porque, antes, nos hemos convertido de la forma que sea: fulgurante como sucede en algunas ocasiones con personas descreídas o ateas o, poco a poco con el convencimiento de que hacíamos lo mejor para nuestra alma y, así, para nuestro cuerpo.

Convertirse y creer, dicho esto en un tiempo como el denominado de Cuaresma, puede resultar muy propio del mismo. Sin embargo, no podemos olvidar que estaría del todo mal circunscribir la misma y su segura continuación a un tiempo espiritual que, por muy «fuerte» que se denomine, no deja de ser un periodo de tiempo limitado. Muy al contrario tenemos que hacer con nuestra conversión, que ha de ser siempre y con nuestra creencia, que tenemos que tener anclada en nuestro corazón como la que nos permite vivir en el mundo mundano con espíritu de hijos de Dios que ya liberados de muchas ataduras miramos hacia la salvación con alegría y agradecimiento inmensos. Sólo Dios salva y, por eso mismo, sólo el Creador está en disposición de tendernos la mano para que, por ella, lleguemos hasta su mismo corazón.

Y para eso, para eso, ha de mediar el saberse pecador, el confesar lo hecho o lo dicho o no hecho y, antes que nada, estar más que seguros de que hacemos lo correcto, lo que Dios quiere que hagamos.

Y que luego todo sea un Amén.

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