» Leyendas Negras » II República y Guerra Civil Española
Anticlericalismo a la española, años 30
Nos recuerda José Francisco Guijarro en su interesante libro «Persecución religiosa y guerra civil», hablando de la España de la segunda República, que desde hacía ya más de un siglo había existido un anticlericalismo que podríamos calificar de «cultural»: no faltaban círculos que con mayor o menor virulencia atacaban de una manera más o menos satírica toda la acción de la Iglesia, y en tertulias, prensa y, a veces, en la literatura y el teatro, cuanto tenía que ver con la religión católica era blanco de agresiones que sólo alguna vez pasaron de las palabras a los hechos. A este anticlericalismo, atribuido quizás con excesivo simplismo siempre a la masonería (que, si bien, sin duda, tuvo una parte en su provocación, no puede considerarse que fuera su causa única y exclusiva), los grupos que se situaban en las concepciones colectivistas –los socialistas mayoritarios o los, por el momento, pequeños núcleos comunistas– asistieron inicialmente con cierta indiferencia: si evidentemente no sentían el menor interés por defender los derechos de la Iglesia, pues aspiraban a sustituir su concepción social por la suya propia, tampoco experimentaban un entusiasmo mayor por el anticlericalismo, para ellos una característica casi específicamente burguesa.
Estas concepciones colectivistas tenían su punto de mira en lo que había sido, quince años antes, la revolución rusa. Desde la postura maximalista (o bolchevique) de un partido que se había venido llamando hasta entonces obrero socialdemócrata ruso (la fundación por Lenin del Partido Comunista tuvo lugar después de la revolución), se produjo una subversión social total, destruyendo todas las instituciones que habían configurado hasta ese momento la sociedad rusa, y, entre ellas, también la Iglesia ortodoxa, tan vinculada cortesanamente al zarismo. Sin embargo, en España con alguna frecuencia se ha presentado a la Iglesia plenamente vinculada al antiguo régimen, pero la verdad es que la Iglesia no se puede identificar de modo simplista con la Monarquía, aunque ciertamente lo pudiera parecer, dada la vinculación entre el trono y el altar.
En España tampoco existía por entonces un partido comunista que tuviera una considerable presencia en la sociedad política, sino que la amenaza del recurso a la violencia para imponer la revolución social había sido encarnada, hasta aquel momento, por el sector de la izquierda del Partido Socialista, muy ligado al sindicato socialista UGT, que estaba encabezado por Francisco Largo Caballero, a quien solo años después se le dio el sobrenombre de «el Lenin español», inventado en la Escuela Socialista de Verano de 1933 en Torrelodones, y que no se recataba en distintos mítines de hablar de la revolución que acabaría con la misma Republica, a la que tildaba de burguesa. Y en esta amenaza constante de una revolución violenta total caía todo, al igual que en la revolución rusa; y entre todo ello, también la Iglesia católica.
Así, aunque es indiscutible que en el marxismo teórico se presentaba una dura crítica de todo elemento religioso, es más que discutible suponer que, aparte del eslogan de que «la religión es el opio del pueblo», ni en los dirigentes políticos españoles ni en sus masas revolucionarias hubiera calado en profundidad el principio de que la abolición de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es una exigencia de su felicidad real.
En la práctica de la política gubernamental, este anticlericalismo no podía tener mayor incidencia practica, desde el momento en que dos graves problemas nacionales, como eran la enseñanza escolar y la asistencia sanitaria, se encontraban en una proporción ampliamente mayoritaria atendidos por instituciones religiosas confesionalmente católicas, que no podrían ser sustituidas sino a medio o largo plazo: era impensable poner en práctica una nacionalización inmediata de tales servicios por la indiscutible falta de recursos, incluso humanos, de la que siempre había adolecido el Estado.
Este problema quedó sin resolver durante toda la duración de la República: prueba de ello es el suelto publicado en el diario de Madrid «El Liberal» en 1936, pocos días antes de producirse el alzamiento militar, según el cual una serie de federaciones sindicales de los ámbitos de la sanidad y la enseñanza habían hecho público un escrito dirigido «a la opinión publica y a los hombres que rigen los destinos del país», en que hacían ver que la República
«poco o nada ha hecho por dar solución al problema de la sustitución de la enseñanza religiosa y por dar cumplimiento a sus postulados laicos. Es cierto que ésta estableció leyes reguladoras de esta importante cuestión, pero para nadie es un secreto que la enseñanza está en manos de las congregaciones religiosas y que se hace burla de los postulados laicos de la Republica en establecimientos benéficos y sanitarios donde subsisten, después de cinco años de Estado laico, símbolos religiosos, capillas sostenidas con los fondos de los establecimientos, donde se satisfacen gratificaciones a sacerdotes para compensarlos de los perjuicios que la ley de haberes al clero les proporcionara, donde dispone de la administración de los establecimientos, donde se establece diferencia de trato a los enfermos por el hecho de que unos se avienen a confesar y comulgar diariamente y otros no.»
Entre estas otras asociaciones que, además de la francmasonería, hicieron una considerable labor política antirreligiosa, o, mejor dicho, anticatólica, pero ya entre clases más populares que el burgués elitismo masón, se encuentra la Liga Nacional Laica, en cuyo reglamento, aprobado por el Ministerio de la Gobernación en el año 1932, entre otros extremos, se leía que «su fin primordial es propagar y defender el laicismo, que no representa pugna ni animosidad contra ninguna creencia, ni contra ningún sentimiento, por estimarlos todos legítimos e igualmente respetables, como patrimonio que son de la conciencia individual, y por reconocer esta asociación el derecho de cada persona, no solo a poseerlas, sino también a exteriorizar libérrimamente sus propias ideas sobre los delicados problemas que constituyen el contenido espiritual del hombre.»
Junto a este anticlericalismo intelectual se daba también otro que pudiéramos considerar más popular, que fue fruto de la agitación social que provocaba un enfrentamiento demagógico contra la Iglesia, presentándola como aliada del poder y causa de todos los males sociales: «No hay nada sagrado en la tierra. El pueblo es esclavo de la Iglesia. Hay que destruir a la Iglesia», decía, ya en 1906.
Había, además, una realidad históricamente indiscutible, aunque quizás ahora, al cabo de los años, y con diferente perspectiva histórica, pueda parecernos difícilmente comprensible. Pero negarla seria anacrónico, y equivaldría a falsear la realidad histórica. Se trata de lo que pudiéramos llamar, si no la confesionalidad del Estado, en el sentido mas técnico de la expresión, si, al menos, la confesionalidad de la sociedad. De esta forma, aunque la nueva configuración de la sociedad política, mediante el cambio de las instituciones, le diera un vuelco al régimen anterior, había un fondo profundo en una gran parte de la sociedad española que identificaba –o confundía– la realidad de España como nación con una realidad social confesionalmente católica, poco menos que por su misma naturaleza: había surgido una especie de «patriotismo católico», mucho más profundamente enraizado en la conciencia social (tanto para aceptarlo como para rechazarlo) que lo que años después, y con un considerable sarcasmo, se ha venido a llamar el «nacional-catolicismo».
Se trataba, no obstante, de una manera muy peculiar de entender el catolicismo: era más formal que moral, mas cultual que religioso, ya que, en la práctica, ninguna importancia se le daba a la corrupción moral descaradamente publica en la que vivía una parte muy aparente de altos dignatarios de la política y de las clases dirigentes de la sociedad, que no tenían luego el menor reparo en cumplir con no menor publicidad y ostentación con lo que se podría considerar sus deberes religiosos, reducidos, las más de las veces, a la participación desde un lugar preferente en los actos del culto católico: Aunque el Estado se consideraba católico y había muchas manifestaciones de fe, las medidas expresivas de la superioridad del Estado en materias de carácter espiritual se sucedieron a lo largo de todo el reinado de Alfonso XII, realizadas por gobernantes que se consideraban a la vez católicos y anticlericales, y sin que tales medidas tuvieran otro fundamento que la falta de realidades que ofrecer al país.
Según José Francisco Guijarro, estas consideraciones nos ayudan a comprender y matizar –no necesariamente a justificar– las numerosas disposiciones antieclesiásticas que se dieron durante la segunda república española. Queda claro que muchas de las medidas del Gobierno republicano tenían un antecedente en la etapa monárquica que se llevaron a las últimas consecuencias con el nuevo régimen.
Esto dio lugar a múltiples fenómenos, entrelazados entre sí: la creación de diferentes movimientos y asociaciones con el fin reconocido de imponer en la sociedad política los criterios católicos de conducta (mas por la vía de la promulgación de las leyes que por la de su cumplimiento efectivo); la pugna de estos movimientos y asociaciones entre sí por capitalizar el apoyo de unos eclesiásticos o de otros, como si en ello les fuera el respaldo oficial para sus actividades por parte de la jerarquía de la Iglesia; y muchas veces, la falta de entendimiento en el plano político, cuando no el enfrentamiento abierto entre unas formaciones católicas y otras.
Motivo de hacer trascender a las clases populares, por medio, sobre todo, de los religiosos de distintas órdenes, el enfrentamiento entre ambas concepciones de la sociedad y de la monarquía, fue, entre otros, la capitalización política hecha por los tradicionalistas del hecho de que cuando los liberales habían tenido necesidad de liquidez hubieran echado mano de los bienes de la Iglesia mediante sucesivas leyes de desamortización en el siglo XIX y, como consecuencia de las guerras carlistas, en 1855 el Gobierno de Pascual Madoz puso también a la venta en pública subasta los bienes que constituían el patrimonio del «ex infante» don Carlos; con lo cual al enfrentamiento ideológico se sumaron inmediatamente los intereses económicos.
Pero apenas fue proclamada la Republica, se abre una especie de veda para acusar indiscriminadamente a sacerdotes que ocupaban diversos cargos pastorales de los más dispares delitos. Famoso fue el caso siguiente: Con fecha 21 de abril de 1932 el Juzgado de Instrucción de Torrelaguna dicta auto de procesamiento contra el párroco de Buitrago de Lozoya, don Ernesto Peces Roldan –que posteriormente sería asesinado, en 1936, siendo ya párroco de Móstoles–, por el delito de escándalo (escándalo que consistió, al parecer, en un azote propinado con la mano a una niña de la catequesis, lo que se interpretó como abuso de menores).
Pero ya el día 8 del siguiente mes de agosto el procurador del párroco manifiesta al juzgado que por disposición del Obispo de la diócesis, el acusado había sido trasladado a Móstoles. El hecho de la promoción del párroco desde Buitrago a Móstoles indica que desde el obispado de Madrid-Alcalá se consideró desde el primer momento que tal denuncia no podía menos de ser calumniosa. Y así se llegó, al cabo de numerosas diligencias judiciales, al sobreseimiento ante la jurisdicción ordinaria de un proceso que no pudo prosperar por falta de pruebas. Pero el caso trascendió y se hizo popular entre la gente y muchos lo aprovecharon para acusar al clero de vida licenciosa. A este tipo de acusaciones se sumaron otras, como la difundida en pasquines y libelos acerca de los conventos llenos de armas y de incontables riquezas, que aparece frecuentemente en las actas de los procesos de la Causa General llevada a cabo en la posguerra, como motivación para los registros de las comunidades religiosas y, a veces, para la ejecución de sus miembros.
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