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Declive de las órdenes religiosas. ¿El final de una gran historia?
Negocio redondo –en los últimos años, pero todavía más en los próximos– para los agentes inmobiliarios romanos que trabajan con «grandes edificios señoriales». Tras el Concordato –y después, con ritmo acelerado, tras la segunda Guerra Mundial– congregaciones e institutos católicos del mundo entero construyeron en Roma sus Casas Generales. Algunos levantaron aquí también sus noviciados y seminarios. A menudo no se ha escatimado en gastos, sobre todo en la amplitud del terreno adquirido, convertido en parque para proteger la tranquilidad y privacidad de los religiosos. Los proyectistas eran casi siempre del país de origen del Instituto, haciendo así que Roma haya terminado por acoger toda una colección de arquitectura mundial (para bien y para mal), aunque casi siempre invisible tras grandes portales, muros y árboles.
Pues bien, no solo la secularización, sino también las perspectivas tras el Vaticano II, están llevando a cabo silenciosamente lo que hicieron con la violencia los franceses del joven Bonaparte, que ocuparon Roma y deportaron al Papa; o después los piamonteses, cuando lo obligaron a encarcelarse no en París, sino en el recinto vaticano. En ambos casos, entre los primeros movimientos de los invasores estuvo el desahucio violento de frailes, monjes y monjas, y la venta de su gran patrimonio inmobiliario. Patrimonio que después fue restituido, e incluso multiplicado hasta que, alcanzada su cima, allá por mediados de los años sesenta, comenzó una caída imprevista. Mucho se ha hablado y se sigue hablando de la rareza de la vocación a la vida sacerdotal, pero pensando, sobre todo, en el clero secular, el de las diócesis, de las parroquias. Pero quizá se ha hablado menos, al menos en el mundo laico, del imparable descenso numérico de las innumerables congregaciones de religiosos, y de manera aún más acentuada, de religiosas.
Entre el siglo XIX y principios del XX surgieron centenares de familias de monjas de «vida activa» que han desarrollado valiosísimas obras sociales, a menudo con una dedicación admirable y acaso heroica. Pero ahora, esas labores las gestionan (a menudo con costes bastante mayores y bastante menor eficacia, pero esa es otra cuestión…) los entes públicos, o bien, todas esas necesidades han sido ya eliminadas con el cambio de los tiempos. La joven que hoy tenga –por ejemplo– vocación de servicio hacia los enfermos como enfermera, o hacia los niños como maestra, piensa en un contrato en un hospital o en un colegio estatal, y no, como antaño, en un noviciado de Hermanas. También las congregaciones masculinas han visto desaparecer los menesteres para los cuales habían sido fundados. Tanto entre los hombres como entre las mujeres ha actuado también el espíritu conciliar del redescubrimiento del «sacerdocio universal» con la consiguiente revalorización del laicado, y la conciencia de que para ser cristianos hasta el fondo, la vida religiosa no es el camino obligatorio. Ante este descenso, los superiores han reaccionado a menudo de manera contraria a lo que sugerían la experiencia y el sensus fidei: en las muchas crisis de su historia, la Iglesia ha afrontado siempre el desafío escogiendo el rigor, no aflojar las riendas. ¿No ocurrió así cuando la Reforma protestante vació la mitad de los conventos de Europa, o en el siglo XIX tras la tormenta revolucionaria?
Tras el Vaticano II, en cambio, la reescritura de las Reglas y Estatutos para endulzar la ascesis y la disciplina, el aburguesamiento de vidas que habían sido austeras, no atrajo novicios deseosos del Absoluto, como todos los jóvenes, ni compromiso con el espíritu de la época.
No fue casual que quienes se mantuvieran mejor fueran los monasterios de clausura que siguieron proponiendo una Regla exigente, como pide la Tradición. Después del éxodo impresionante del decenio 67-78, esos vacíos no han sido llenados de nuevo y (aunque de modo más o menos acentuado, según los Institutos) el descenso continúa y la edad media cada vez es más alta.
¿Llegarán, entonces, generosos y abundantes refuerzos desde Asia y África? Los Superiores Generales a los que interrogué cuando hice una extensa investigación entre las congregaciones, me confesaron que eso ha sido, al menos en parte, una gran ilusión. Demasiadas dudas sobre el origen de la «vocación» (un modo, como para nosotros hace tiempo, de huir de la miseria, de estudiar, de convertirse en alguien), culturas, temperamentos, historias demasiado diferentes como para dedicar la vida entera al carisma de un Fundador europeo a menudo de hace bastantes siglos.
En resumen, las estadísticas no tienen piedad y la realidad, demasiado a menudo, presenta casas de formación convertidas en casas de reposo, que absorben para esta labor muchas de las pocas energías que aún les quedan. No pasa un solo mes sin el que una escuela se cierre, sin que un convento histórico e ilustre no sea abandonado o una iglesia no se pase a la diócesis, aunque también esta atraviese por grandes dificultades de personal. Mientras, alguna Casa General de Roma se pone en venta, para retirarse a lugares menos vastos y más económicos.
¿Triste realidad para un creyente? Ciertamente es doloroso asistir al declive de las instituciones que un día fueron beneméritas y madres de tantos santos, y constatar el dolor de cristianos que han dado la vida a Familias que amaban, y que ahora, las ven extinguirse. Pero, desde la perspectiva de la fe, nada puede ser verdaderamente inquietante. La Providencia que guía la historia (y tanto más la Iglesia, cuerpo mismo de Cristo) sabe lo que hace: «Todo es Gracia», como dijo en sus últimas palabras aquel cura rural de Bernanós. La Iglesia no es un fósil, sino un árbol vivo donde, siempre, algunas ramas se secan mientras otras brotan y se revigorizan. Quien conoce su historia sabe que, sobre el ejemplo de su Fundador, a la muerte le sigue la resurrección, a menudo de formas humanamente imprevistas. No debemos olvidar que en el primer milenio cristiano había solo sacerdotes seculares y monjes: todas las familias religiosas aparecieron sólo a partir del segundo milenio. Frailes y monjas no existieron durante muchos siglos, por tanto, aun dejando un recuerdo glorioso y nostálgico, podrían no existir en un futuro (es una hipótesis extrema) o, al menos, tener cada vez menos peso e influencia. Lo que es cierto es que, a cada generación, en muchos cristianos seguirá encendiéndose la necesidad de vivir el Evangelio sine glossa, en toda su radicalidad. ¿Qué nuevo rostro asumirá la vida consagrada por entero al perfeccionamiento personal y al servicio del prójimo? Quién sabe, el conocimiento del futuro no nos está permitido, es monopolio de Aquel que, a través de los pobres hombres, guía a una Iglesia que no es nuestra, sino suya.
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