Cómo la izquierda hollywoodiense se hizo con el poder de los televisores
Es una sensación que aparece de pronto, cuando llevas media hora, dos horas, dos semanas o 23 capítulos riéndote con las aventuras y desventuras de una pareja de homosexuales varones (Mitchell y Cameron) que han adoptado a una niña vietnamita y que se revelan como los mejores padres del mundo, los más preocupados, los más amorosos… Sufren hasta la lágrima cuando usan el método del «duérmete niño» del doctor Estevill; mienten y adulan para conseguir plaza en el colegio, se ponen de los nervios hasta la neurosis cuando la criatura se da un coscorrón contra la pared por su culpa, padecen los mordiscos de otros niños en la guardería… Los demás personajes de la serie giran en torno a esa pareja de «papá Mitchell» y «papá Cam» a la que miran con placidez infinita.
Ninguno de ellos se plantea en alta voz cuestiones morales, ni siquiera las otras madres del colegio que se pelean… por invitarlos a las fiestas de padres e hijos. Todo es normalidad en la serie Modern Family (Familia moderna). El título lo dice todo. Son familia. Son modernos. Y cuando la serie acaba, el espectador siente una punzada al leer en el periódico que la mayoría de los (malvados) californianos ha rechazado en referéndum que los homosexuales tengan derecho a adoptar niños. Pobre Mitchell, pobre Cameron.
Un judío de Harvard
Esa sensación, esa punzada… Millones de telespectadores de series de televisión y de películas de Hollywood la tienen a diario. Es la incómoda impresión de que su serie favorita o esa espléndida cinta candidata a un premio de la Academia le acaba de enviar un mensaje ideológico.
Pero Hollywood siempre niega esa sensación… en público. La industria sólo es «una fábrica de sueños» que no puede reconocer que practica el lavado cerebral. Quizá no en público, pero sí en privado…
Un joven californiano, Ben Shapiro (con esa misma punzada de culpabilidad por sus planteamientos conservadores mientras veía una serie de televisión), sopesó la posibilidad de conseguir la confesión de Hollywood acerca de su sesgo izquierdista y de sus intenciones aleccionadoras.
Pero antes deberíamos manejar cinco axiomas que, como españoles, no dominamos.
- Uno: Ben Shapiro es un nombre judío, tan judío como vasco es llamarse Arkaitz Agirrekorta.
- Dos: Harvard es la universidad privada estadounidense más elitista de la izquierda exquisita estadounidense.
- Tres: los yanquis, incluso las elites educadas, usan la gorra de béisbol como símbolo de identificación tribal.
Cuatro: en el imaginario popular norteamericano, un judío joven de Harvard siempre escora a babor. Y cinco: si un productor progresista de Hollywood se encuentra en la puerta de su despacho a un joven que lleva una gorra de Harvard y se llama Ben(jamin) Shapiro, creerá que es uno de los suyos, no preguntará, se sentirá confiado y bajará la guardia.
«Que os jodan»
Eso es lo que les pasó a más de cien productores, guionistas y directores de la industria del entretenimiento en los Estados Unidos. Ninguno de ellos realizó una simple búsqueda en internet para saber quién era aquel joven Ben Shapiro de Harvard que quería hablar con ellos sobre el espíritu liberal (entendido liberal no en el sentido europeo, sino en el estadounidense, que significa ‘progresista de izquierdas’).
Si hubieran tecleado en Google «Ben Shapiro», habrían sabido que aquel judío de Harvard era un joven abogado, cum laude en Ciencias Políticas y articulista conservador y no le habrían dejado entrar hasta la cocina del proyecto izquierdista de la industria.
Shapiro tenía en la cabeza la escena de la serie Friends en la que un marine de gala, un born to kill de los que les gusta el olor del napalm por la mañana y matar charlies con las manos, lleva del brazo a una mujer camino de un altar casero. Ross, el picaflor acomplejado, es el otro padrino y lleva del brazo a la otra novia, que da la feliz circunstancia de que es la ex de Ross, la mujer que, después de romperle el corazón cuando le engañó con la otra lesbiana mientras estaba embarazada de su primer hijo, le abandonó y se quedó con el niño.
Pero en la serie Ross pone ojos de besugo cocido mientras la voz de una seudosacerdotisa que lleva una casulla que tira a túnica dice: «Nada hace a Dios más feliz que cuando dos personas, dos personas cualesquiera, vienen juntas y enamoradas a contraer sagrado matrimonio». La reverenda (o similar) es Candice Gingrich, hermana del político conservador republicano y bestia negra de la izquierda Newt Gingrich.
La escena de esta boda (que sería nula en el estado de Nueva York) es uno de los capítulos más vistos de la historia de la serie Friends, diez temporadas en antena, una generación marcada por la musiquita de entrada (I’ll be there for you… Yo estaré ahí para ti) y seis actores encasillados para siempre.
La pregunta que Ben Shapiro tenía en mente para su creadora, Marta Kauffman, era si aquel totum revolutum de cornudo apaleado feliz que entrega a la madre de su hijo a un matrimonio homosexual que celebra alguien con el apellido Gingrich era una cuestión de guion cómico o estaba al servicio de una ideología. Marta Kauffman, sin ver más allá del judío con la gorra de Harvard, se avino a responder a Shapiro, que le preguntó:
-¿Y cómo podría ser de otra manera? Los que escribimos esa serie somos un puñado de progresistas. Los personajes son el espejo de lo que nosotros somos. Cuando hicimos lo de la boda lesbiana, bueno, no ignorábamos que aquello iba a ser sonado. Y tengo que decir que cuando pusimos a Candice Gingrich para el papel de reverenda en aquella ceremonia, era una forma de decir a los de la derecha: «Que os jodan». Y pensamos que aquello era honesto.
Leonard Goldberg, el famoso productor de series como Los ángeles de Charlie o La isla de la fantasía (con aquel actor enano que se parecía a Felipe González), fue un paso más allá de Kauffman al confesar a Shapiro que «Hollywood es izquierdista al cien por cien y el que diga lo contrario miente».
Con la confesión de cientos de personajes de la industria del cine que creyeron que Shapiro era uno de los suyos, el joven abogado judío ha escrito Propaganda en horario central o la verdadera historia de cómo la izquierda se hizo con el poder de tu televisor. En el libro, Shapiro detalla cómo un grupo muy pequeño de personas de escasas ideas, pero muy concretas, son capaces de moldear a diario los valores de la audiencia de una manera que excluye el debate y la capacidad de respuesta. Su poder en una sociedad como la estadounidense, que consume una media de cinco horas al día de televisión, es enorme. Su capacidad de influencia entre el público infantil es incluso mayor que la de los padres.
El señor Burns, republicano
Entre los trucos de los izquierdistas hollywoodienses, uno de sus favoritos es el de presentar siempre a uno de los personajes principales como un derechista, el principal receptor de las burlas y el que recibe hermosas lecciones de talante y comprensión progresista al final de cada capítulo.
Unos ejemplos básicos que podrían conocer los españoles serían Michael J. Fox en su papel de Alex P. Keaton en Enredos de familia o Carlton Banks (Alfonso Ribeiro) en El príncipe de Bel Air o los comandantes Burns y Winchester de la serie M.A.S.H. Sobre esta serie, sus productores aseguraron a Shapiro y a su gorra de Harvard que en todos los capítulos trataron de hacer llegar a los americanos la idea de que la guerra de Vietnam era una perversión. Ambientar la serie en la guerra de Corea sólo fue una estratagema para evitar las acusaciones directas.
Sin embargo, a veces el efecto pretendido es el contrario al que se consigue. Los ejemplos anteriores, junto con otros también muy conocidos del público español como el malvado señor Burns y el cristianito Ned Flanders (Los Simpson), nacidos para mostrar la codicia y el puritanismo de las mentes republicanas estadounidenses, tienden a dominar la pantalla con el paso de los episodios. Según Shapiro, la mayoría de los productores de Hollywood reconocían que el público terminaba jaleando a los personajes ‘republicanos’ que habían nacido para ser caricaturas risibles o paradigmas del fascismo. Es el ejemplo de Jack Bauer, de 24, o el Jack Donaghy de Rockefeller Plaza.
Según Shapiro, otro de los ejemplos (más controvertidos) fue la demostración de que el sesgo izquierdista de Barrio Sésamo había llegado demasiado lejos en ciertas ocasiones, como cuando los guiones de la serie fueron cambiados tras los ataques del 11 de septiembre para transmitir el mensaje de que todos los conflictos pueden resolverse por vías pacíficas.
Shapiro también demuestra cómo con el paso del tiempo, los personajes de Barrio Sésamo ya no se ocupan tanto del principal motor de la serie, la autoestima como individuo, como de la autoestima por pertenencia a una raza o a una clase social.
Es evidente, según Shapiro, que no hay ideología en cantar la canción del cinco, pero sí en negar el desarrollo de la crítica en los niños al transmitirles la idea de que todas las culturas son iguales y de que «aceptar a cada ser humano, con independencia absoluta de lo que sea o de su comportamiento es el epítome de la bondad». De esa manera, lo que en apariencia es inocuo, acaba convertido en ideología y es entonces cuando escritores como Shapiro se plantean si Epi y Blas tienen un plan…
Y es entonces cuando la izquierda asegura que la Fox (la única cadena nacional de todo el espectro televisivo estadounidense que se ha hecho eco del libro de Shapiro) es el paradigma del fascismo.
Del director
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