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Ser sal y luz

Ya el mismo Jesús nos pidió algo así como que fuéramos sal y luz (cf. Mt 5, 13-14). En el mundo quería que diésemos sabor y que iluminásemos porque para eso había enseñado a serlo y a hacerlo. No se limitó, sin embargo, a decir que lo éramos sino que de no serlo no serviríamos, espiritualmente, para nada.

Conviene, pues, ser sal ser luz porque, de otra manera, «si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres» (Mt 5, 13) y, además, no debemos olvidar que «No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5, 14).

Ser sal

La sal, como especia, sirve para dar sabor a los alimentos. Y, aunque en exceso tampoco es recomendable no es menos cierto que sin ella lo que debería ser de aceptable sabor no deja de ser algo poco comestible o, en todo caso, comestible por obligación y por conciencia de lo que pasa en el mundo.

Algo así pasa con la sal espiritual que no es menos importante que la otra, la física, y que nos sirve a los discípulos de Cristo para confirmar que, en efecto, lo somos.

Ser sal, en el mundo que nos ha tocado vivir, es llevar a cabo la misión que tenemos encomendada por Jesús, haciendo lo posible para que la Sabiduría de Dios sea conocida y amada.

En realidad, la sal parece que ha desaparecido en cuanto sabor de los valores eternos que nos conforman como hijos de Dios. Así, la insipidez en tal aspecto debemos procurar sanarla siendo, precisamente, sal de la tierra que la espiritualidad llene los espacios vacíos de la misma y se posesione de los corazones que tan inhóspitos parece que se muestren a la misma. Y, como según dice el número 36 del Decreto Ad Gentes (a la sazón sobre la actividad misionera de la Iglesia) «Todos los fieles, como miembros de Cristo viviente, incorporados y asemejados a El por el bautismo, por la confirmación y por la Eucaristía, tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación de su Cuerpo para llevarlo cuanto antes a la plenitud (Cf. Ef., 4,13)», tal es la situación ante la que nos encontramos.

Ser sal, entonces, es ser portadores de la Palabra de Dios en tanto obligación y en cuanto devoción que hemos de tener como descendientes del Padre porque como bien dice más adelante «Por lo cual todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su responsabilidad para con el mundo, han de fomentar en sí mismos el espíritu verdaderamente católico y consagrar sus fuerzas a la obra de la evangelización».

Y eso sin olvidar la necesaria evangelización interior, de cada uno de nosotros que necesita, así, de la misma para ser sal.

Ser luz

«Yo soy la luz del mundo». Esto, que recoge el evangelio de san Juan en 8, 12, nos muestra hacia dónde debemos mirar y en quién nos tenemos que fijar a la hora de llevar un comportamiento del que pueda predicarse que es manifestación de un discípulo de Cristo.

La luz sirve, por ejemplo, para iluminar una estancia oscura. Pero también la podemos utilizar para poder caminar por una senda en la que está ausente la iluminación. Pues eso es lo que debemos ser en el y para el mundo: luz que permita que quienes están a oscuras puedan ver y que quienes no sean capaces de caminar ahora en el Reino de Dios que trajo Jesucristo y luego hacia el definitivo Reino de Dios, puedan hacerlo.

Así, la luz es, por una parte, la fe que tenemos y que decimos profesar y es la que tenemos que transmitir y difundir; la luz es, también el amor que debe presidir nuestras actuaciones como virtud primera y como ley esencial del Reino de Dios; la luz es la Verdad que debemos abrazar y debemos, porque es lo que nos importa, decirlo bien alto sin menoscabar nuestros pronunciamientos al respecto por el respeto humano, por el miedo o por las razones que podamos aportar en defensa de lo indefendible.

Al contrario, las tinieblas, por ausencia de luz, es tanto la hipocresía como la mentira, el odio, la incredulidad y, además (por eso mismo) no tener abierto el corazón a Cristo y no aceptarlo. Tal es la oscuridad y la misma es la que debemos, obligación grave es, mitigar con nuestra luz porque somos luz que ha de iluminar el mundo y, en el mundo, a las criaturas que en él habitan y que, siendo seres humanos, han de tender a Dios y buscar a su Creador sin el cual ni se entienden ni son nada.

De todas formas, no hace falta que busquemos imaginativamente apoyos a esto dicho aquí. Muy cerca de nosotros, en las Sagradas Escrituras encontramos razones más que suficientes. Así, el Salmo 111 dice, por ejemplo, que el «El justo brilla como una luz en las tinieblas». Seamos, pues, justos, para reflejar la luz de Dios y hacer, de nuestras vidas, aunque sea un ligero ejemplo de la Cristo Nuestro Señor.

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