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Así ha fracasado la revolución sexual

En los países que durante la segunda mitad del siglo XX fueron el paraíso de la libertad sexual, Dinamarca y Suecia, se está volviendo a considerar con gran atención el umbral del sentido del pudor: por efecto de las comunidades de inmigrantes, son cada vez más las piscinas que dedican días exclusivamente a las mujeres, y lugares públicos en los que se prohíbe mostrarse con el seno descubierto, incluso para amamantar.

No cabe duda de que se trata de señales que llevan a comprender que ya está en crisis la revolución sexual, que se consolidó desde la década de 1960 en Occidente como la utopía que debía ofrecer felicidad a todos. Pero las señales se están multiplicando.

«Durante un largo período, que en el fondo no quiero situar en el tiempo ni calcular su número de años, he vivido en la que se puede considerar la peor insubordinación de nuestra época, es decir, la ausencia de vida sexual»: así comienza la novela de una escritora francesa, Sophie Fontanel L’envie (Robert Laffont 2011). No es una gran novela y, sobre todo, dado el desesperado nihilismo que la impregna, resulta inexplicable e incomprensible lo que quisiera ser su feliz desenlace, que coincide con la reanudación de la vida sexual de la protagonista, aparentemente sin que haya cambiado nada. Pero es un documento interesante porque hace comprender el clima que se respira en estos años de constatación –al menos por parte de las mujeres– del fracaso de la revolución sexual.

Se trata de una novela autobiográfica: la escritora, joven y bella parisina habituada a vivir aventuras sexuales con desenvoltura y superficialidad, comprende que esta vida le disgusta. Se trata de una especie de rebelión del cuerpo, de un disgusto físico, no moral.

Decide, por tanto, afrontar un período de castidad, como su cuerpo le pide ya de modo imperioso. Los amigos, las personas que por diversos motivos la rodean – no aparece ningún tipo de familia entre las personas que frecuenta habitualmente– acogen con estupor y preocupación esta decisión. En cierto sentido, incluso la temen, como si pudiera ejercer un efecto de contagio sobre sus vidas, que se quieren creer sexualmente satisfechas.

Sin sexo, la protagonista tiene más tiempo para ocuparse de arte y cultura, y sobre todo para cultivar relaciones de amistad. Así descubre que no está sola en esta decisión, e incluso logra algunos seguidores, como una muchacha de 19 años joven y bella, ya hastiada de las múltiples experiencias que ha vivido.

Pero esta crisis –que en el fondo es una crisis, a pesar de su intento de minimizarla– la vive con gran superficialidad: ella misma se pregunta cuándo acabará su castidad, nacida de la rebelión de su cuerpo. El libro concluye con una reanudación de la vida sexual después del encuentro con un hombre con quien no nació una relación de amor, y todo hace pensar que no nacerá nunca.

En algún momento se alude a la religión, pero sólo para distanciarse claramente de ella.

Pero el libro es interesante porque narra, con precisión quirúrgica, la vita cotidiana en una gran capital europea después de la revolución sexual: el sexo parece haberse convertido, para todos, en la única y verdadera obsesión. Dentro y fuera del matrimonio.

En los casos de sus amigos casados, aunque tengan hijos, parece que lo único que cuenta es la vida sexual. Sin sexo la relación ya no existe, no tiene ninguna razón para existir.

Todos andan en busca desesperada de una razón de placer, considerada condición indispensable para vivir.

Pero quienes más sufren esta situación son las mujeres; de esto la autora es muy consciente: las mujeres son las más refractarias a adaptarse a este modelo de vida, aunque piensan que es indispensable para vivir una vida social normal.

La promesa de felicidad para todos, implícita en la utopía que impulsó la revolución sexual, no podía encontrar un desmentido más clamoroso. El problema, sin embargo, es que en este libro de denuncia falta totalmente la consciencia de que existen alternativas a lo polically correct de nuestros tiempos.