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La palabra, ¿fuerte o débil?

Gorgias, en el siglo V a.C., estaba convencido de la fuerza de la palabra. Con ella nacen los discursos. Y con los discursos los oyentes y lectores ríen o lloran, aprenden a apreciar a alguien o a despreciarlo.

Con las palabras, añadía aquel sofista griego, es posible convencer a los jueces de la inocencia de un acusado, y a los pocos minutos de su culpabilidad.

Si reflexionamos sobre esta idea, descubrimos por un lado el enorme poder de la palabra. Porque con ella, usada de modo hábil, es posible hacer pasar al culpable por inocente, al inocente por culpable. Es posible presentar una guerra injusta como un beneficio para todos, o una guerra justa como un acto irresponsable. Es posible defender los valores auténticos o denigrarlos como si fueran banderas superadas del pasado.

Sin embargo, la palabra no es tan potente como pensaba Gorgias o como piensan los grandes promotores de libros y de prensa, de Internet y de radio, de televisiones y de publicidad.

En primer lugar, porque existen muchos discursos en circulación, con ideas muy diferentes. Lo que uno defiende choca frente a lo que defienden otros. A veces el mejor orador queda difuminado ante el ruido estruendoso de miles de comentarios, blogs, periódicos, que gritan palabras contrapuestas, confusas, a veces incomprensibles, otras claras, otras llenas de sofismas amables y engañosos, otras argumentadas de modo honesto y preciso.

En segundo lugar, porque la gente no escucha ni lee con una mente en blanco. Es cierto que la mentira repetida un millón de veces entra en muchos corazones y se convierte para muchos en un dogma asumido como una especie de mantra. Pero también es cierto que otros saben resistir a las mentiras, simplemente porque tienen sentido común, porque la experiencias les ha enseñado las mil falsedades ocultas en un «se dice», porque piensan y razonan de modo prudente y claro.

Por desgracia, hay que reconocer también que una verdad repetida un millón de veces no es capaz de abrir los ojos a quien está encadenado a un prejuicio, a un odio, a un modo de ver las cosas que le paraliza en lo que él considera como irrenunciable. También las verdades, dichas con palabras, encuentran muros insuperables.

En tercer lugar, las palabras aparecen desde personas concretas que piensan y luego hablan (aunque no falta quien habla y luego piensa). Muchas de esas personas no tienen ideas claras sobre lo que opinan. Otras están confundidas, o son nerviosas, o tienen miedo a los oyentes. Al final, una idea magnífica empieza a ser dicha o escrita con un ropaje frágil, con palabras temblorosas, que a veces impiden ver la belleza de un contenido por culpa de la pobreza expresiva de un ser humano frágil y poco diestro en el arte de la comunicación.

Las palabras encierran un misterio que afecta tanto a quienes hablan como a quienes escuchan. Los mismos griegos, el sofista Gorgias y el filósofo Platón, las presentaban como un «fármaco», es decir, como una especie de medicina que puede servir tanto para curar como para matar.

Tomar conciencia de la fuerza y de la debilidad de las palabras permite, si uno adopta la postura adecuada, poner en marcha un trabajo sereno y constante que lleve a desterrar mentiras, a buscar verdades, y a encontrar aquellos caminos comunicativos que permitan, en la medida de los límites humanos, hacer llegar a otros tesoros de saber que enriquecen a quienes los ofrecen desde la alegría de quienes los acogen, con la ayuda de palabras frágiles pero, al menos, verdaderas.

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