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La dimensión ético-política de los problemas bioéticos: 2. El bien común político

De lo dicho hasta ahora se desprende que la ética política se ocupa de problemas bioéticos cuando en los comportamientos personales referentes a la vida y a la salud entran en juego bienes cuya tutela estatal es exigida por el bien común político, o también cuando la comunidad política asume una línea de acción sobre cuestiones que se refieren a la vida o a la salud. Es claro entonces que sólo podremos formular determinaciones más concretas si partimos de la consideración de los contenidos fundamentales del bien común político.

El bien común es una realidad compleja y discutida. Quizá algunos piensen que en una sociedad pluralista y multicultural, en la que coexisten diversas concepciones del bien, se hace muy difícil hablar de bien común. Para no alargarme sobre esta cuestión, sugeriría pensar en la noción, filosóficamente poco ortodoxa, de «mal común». Pensemos, por ejemplo, en la carencia de agua potable y energía eléctrica en toda la ciudad, o en que el sistema escolar no fuese capaz de enseñar el lenguaje con el que todos nos entendemos, o en que desapareciese la convicción común de que en España no debe haber esclavos, o en que se consolidase socialmente la idea de la radical inferioridad ontológica de la mujer con todas las consecuencias que esto llevaría consigo, y en muchas otras cosas de este estilo. Si los ejemplos que acabo de enunciar son «males comunes», se deberá admitir que las situaciones contrarias son «bienes comunes» o, si se prefiere, contenidos del bien común.

Explicar cuáles son los contenidos fundamentales del bien común político, es decir, del bien común que se puede alcanzar con los medios de la política, y que es distinto del bien común integral, es competencia de la filosofía y de la teoría política. Es una cuestión sumamente compleja. Aquí voy a exponer de modo muy sintético la concepción que se ha decantado como fruto de la experiencia política moderna europea, para la que el bien común político comprende tres bienes fundamentales: la vida-seguridad-paz, la libertad y la justicia[2] .

Con la desaparición de las grandes formaciones políticas medievales y con la ruptura de la unidad religiosa, Europa conoce un periodo de elevada conflictividad que lentamente va haciendo madurar, en las mentes de quienes regían la política de las naciones, que la política debía procurar evitar ante todo lo que en el orden terreno se podía considerar el mayor de los males: la muerte violenta de unos por mano de otros. Había que garantizar la vida, la seguridad y la paz social. La necesidad de tutelar políticamente ese bien justifica la renuncia a la auto-defensa armada, la supresión de las jurisdicciones y de los ejércitos particulares, la atribución al Estado nacional del monopolio de la fuerza, para que sea el Estado quien garantice igualmente para todos la tutela de la vida y la solución pacífica de los conflictos sociales, que nunca se podrán resolver admitiendo una excepción para la antigua regla «no matarás».

Esta idea, que queda reflejada en las obras de filósofos como Hobbes o Bodin, dio lugar a lo que los historiadores llaman «absolutismo político»[3]. La sucesiva experiencia hizo comprender poco a poco que la vida sin libertad no es una vida humanamente digna, y que se podía y debía garantizar políticamente la vida y la paz sin sacrificar la libertad. Surge así la idea de la limitación del poder político, que más tarde dio lugar al movimiento constitucional, para el que el poder político, sin dejar de garantizar la vida y la paz social, debe obrar siempre dentro de los límites de leyes e instituciones establecidas a nivel constitucional[4]. Este nuevo ethos de la libertad, que habría de pasar por expresiones bastante contradictorias, terminó afirmándose pacíficamente como necesario complemento del ethos de la vida y de la paz. Y este carácter complementario no se debe perder de vista: la libertad se ve como característica de la forma superior de la vida, de la vida humana por tanto, por lo que nunca la libertad entra en contradicción con la vida humana de la que es privilegiada expresión: la experiencia jurídica y política europea nunca aceptó que la libertad de matar y la libertad de matarse (suicidio) fuesen valores pertenecientes al ethos de la libertad. Es más, el movimiento constitucional fue elaborando una compleja técnica jurídica con el propósito de hacer imposible que el Estado o los individuos violasen la vida y la libertad de los ciudadanos.

El desarrollo histórico de la experiencia política liberal europea fue produciendo la evidencia de que no bastaba la afirmación de la libertad para garantizar que todos la pudiesen disfrutar. Fenómenos como la revolución industrial y la formación de las grandes masas de proletariado lo demostraron dramáticamente. La defensa de la vida y de la libertad de todos no sería posible si no se encontraba el modo de garantizar políticamente también la justicia social y política, al menos en sus exigencias más fundamentales, que podrían resumirse en el radical reconocimiento de los demás seres humanos, sin excepción, como iguales a mí. Nace así la ética de la justicia, la ética de la justicia social y de la participación democrática, que no se puede separar de la ética de la vida y de la libertad, con la que forma una unidad indivisible. La historia ha demostrado con toda evidencia que el propósito de lograr la justicia y la igualdad sociales sin respetar la libertad, genera sólo miseria económica, opresión social, violencia y muerte. Para evitar que esa triste experiencia pudiera repetirse, los bienes de que estamos hablando se formularon en un sistema orgánico que conocemos con el nombre de «derechos humanos».

La vida, la libertad y la justicia son valores sustanciales, a los que están ligados reglas de procedimiento que son muy importantes, siempre que no se pierda de vista que la ética procedimental tiene el sentido de garantizar políticamente esos tres valores sustanciales siempre y para todos, y que en modo alguno puede ser un expediente para paliar o esconder la negación, total o parcial, de lo que es sustancial. La importancia de la limitación constitucional del poder, de la efectiva separación de las diferentes funciones del Estado, del control riguroso de la constitucionalidad de la legislación ordinaria, de la autonomía e imparcialidad de los órganos deputados a la administración de justicia, del pluralismo de la información, etc. consiste en que, si viniesen a faltar, se haría posible la violación de algunos derechos humanos aun en un contexto político que en apariencia respeta el ethos de la vida, de la libertad y de la justicia. La comprensión del fondo ético de las reglas de procedimiento es uno de los aspectos que mejor expresan la calidad de la cultura política de un país.

Después de estas consideraciones que, como he dicho, son extremadamente sintéticas, y que presuponen estudios analíticos que no es posible exponer en poco tiempo, podemos pasar a ocuparnos de los aspectos ético-políticos de los problemas bioéticos, sirviéndonos del ejemplo de la eutanasia.

Notas

[2] El enraizamiento del Estado moderno en los valores ético-políticos de la vida, la seguridad, la libertad y la justicia ha sido vigorosamente puesto de relieve por M. Kriele, Einführung in die Staatslehre. Die geschichtlichen Legitimitätsgrundlagen des demokratischen Verfassungsstaates, 4ª ed., Westdeutscher Verlag, Opladen 1990. Aquí tengo presente además M. Rhonheimer, Lo Stato costituzionale democratico e il bene comune, «Contratto» VI (1997) 57-123. Se puede ver también: A.M. Quintás, Analisi del bene comune, 2ª ed., Bulzoni Editore, Roma 1988.

[3] Se puede encontrar un buen estudio histórico sobre estos autores en M. D’Addio, Storia delle dottrine politiche, 2ª ed., Edizioni Culturali Internazionali Genova, Genova 1992 (2 vols.). Ver también sobre Hobbes: M. Rhonheimer, La filosofia politica di Thomas Hobbes. Coerenza e contraddizioni di un paradigma, Armando Editore, Roma 1997.

[4] Cfr. N. Matteucci, Organizzazione del potere e libertà. Storia del costituzionalismo democratico, UTET, Torino 1976.

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