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La dimensión ético-política de los problemas bioéticos: 3. El bien común político y los problemas bioéticos

En los debates políticos acerca de la eutanasia se invocan con frecuencia cuestiones que poco o nada tienen que ver con ella.

Nadie niega que cualquier ciudadano tiene en línea de principio la facultad de rechazar aquellos tratamientos que, aunque los aconseje el médico, no se consideran convenientes. Compete a la conciencia personal valorar si el rechazo de un tratamiento en un caso concreto es compatible con el deber ético de cuidar la propia salud. Pero a nivel jurídico y político se debe reconocer a todos la facultad de autodeterminación en ámbito terapéutico, que se expresa en el principio deontológico del consentimiento informado[5]. Aquí está en juego el principio de libertad, en virtud del cual tampoco se puede obligar al médico a obrar contra ciencia y conciencia. Dejando de lado ahora las intervenciones que se hayan de hacer ante una verdadera urgencia clínica, cuando en un caso concreto surjan dudas acerca de la legalidad de la decisión del enfermo o de la actuación del médico, el problema deberá ser puesto en conocimiento de la autoridad judicial, pero no se debe proceder a la coacción por iniciativa privada.

Existe también un amplio acuerdo sobre el hecho de que no tiene sentido insistir con tratamientos fútiles o prácticamente inútiles en enfermos cuya muerte inminente es inevitable, y frente a los cuales la única actitud acertada es aceptar su situación terminal, aliviar el sufrimiento a través de los cuidados paliativos, y proporcionar el apoyo emocional y humano necesario para garantizar que los últimos momentos se vivan, desde todos los puntos de vista, del mejor modo posible.

Me parece que también está bastante claro que en la fase terminal o casi terminal de muchas enfermedades puede existir una legítima diversidad de opiniones acerca de cuáles sean las intervenciones médicas más convenientes. El problema se debería resolver mediante un diálogo claro y sereno entre los médicos, el enfermo (si está en condiciones de entender y valorar su situación) y la familia. La relación entre ellos se ha descrito muy apropiadamente como «alianza terapéutica»[6]. En principio sería preferible que la legislación del Estado no tuviera que entrar en estas materias, porque se corre el riesgo de establecer principios bastante inadecuados. Piénsese por ejemplo en la expresión «derecho a la sedación terminal». Siguiendo esa lógica habría que hablar también del «derecho a los antibióticos» o del «derecho a los antiinflamatorios». Si se quisiese decir que estos fármacos se deben poder administrar cuando están médicamente indicados, esas expresiones serían aceptables, pero al menos en muchos casos innecesarias. El uso de estas expresiones en un texto legislativo parece indicar más bien que el enfermo o su familia pueden reivindicar el uso de esos principios farmacológicos frente a alguien que, según ciencia y conciencia, no los considera indicados. Se corre el peligro de concebir el hospital como un restaurante, en el que el cliente llega y ordena lo que le apetece tomar, quedando reducido el papel del médico al de un camarero que sirve lo que se le pide. Una tal concepción de la asistencia sanitaria por parte de la legislación de un país constituiría un serio problema ético-político.

En todo caso la eutanasia consiste en otra cosa, a saber, en realizar una acción o en omitir un cuidado básico con el propósito de causar directa e intencionalmente la muerte de otra persona o la muerte propia. Desde el punto de vista de la conciencia personal esta acción merece una valoración negativa, de la que ahora no nos ocupamos. El problema ético-político comienza cuando la acción de procurar o de procurarse directamente la muerte se quiere considerar legal, y se agrava cuando se pretende además que el sistema sanitario debe ocuparse de procurar la muerte; es decir, cuando se piensa que los hospitales deberían tener también un servicio en el que la familia ingresa, por ejemplo, a un pariente en una situación estable de estado vegetativo y, pasadas unas horas, se lo devuelven bien empaquetado en un ataúd.

Para justificar la existencia de estos servicios eutanásicos, algunos afirman que una situación clínica estable puede ser tan negativa y sin sentido que se haga bueno y conforme al derecho un protocolo dirigido intencionalmente a acabar con la vida de la persona que se encuentra en esa situación. Se piensa por tanto que la enfermedad puede convertirse en un mal de tal dimensión como para justificar la transgresión del principio jurídico y político «no matarás» (a sí mismo o a otra persona), que significa «no quitar intencionalmente la vida», «no programar una acción u omisión que causará la muerte de alguien».

Muchos otros, entre los que yo me encuentro, aunque reconocen la extrema dramaticidad de algunas situaciones clínicas, y aceptan que en tales situaciones no se debe insistir en el tratamiento o en la utilización de equipos para prolongar la vida de forma precaria y penosa, sin embargo, niegan que en esas situaciones pierda validez el principio jurídico universal «no matarás». También niegan que lo único o, en todo caso, lo mejor que los familiares, el sistema sanitario y la sociedad puedan hacer con quienes se encuentran en esta situación sea acabar con su vida[7] .

Desde el punto de vista ético-político, la razón de mi posición es que la cultura jurídica de los países civilizados ha tenido que resolver a través de los siglos, conflictos de todo tipo: criminales, raciales, religiosos, económicos, e incluso de supervivencia; pero a lo largo de los años se ha consolidado siempre más el convencimiento de que la justa solución de cualquier conflicto tiene un límite que no se puede superar, y tal límite es el principio «no matarás». Este principio ha desempeñado un papel pacificador universal en la medida en que se consideraba como universalmente válido, es decir, válido siempre y para todos, incluso en casos extremos. Si se piensa que es conforme al derecho que tal principio pueda ser ignorado alguna vez, se podrá considerar también conforme al derecho, que sea ignorado más veces. Si por una causa puede perder su vigencia, también la podrá perder por otras, dependiendo de las cambiantes concepciones y sensibilidad de los hombres de cada período histórico.

La experiencia ha demostrado que en los países donde existe la posibilidad legal de acabar con la vida de quienes lo pedían en casos verdaderamente extremos, se ha pasado gradualmente a quitar la vida también a quienes no lo requerían. Este es un hecho documentado y sobre el que no vale la pena discutir[8]. Si existen situaciones que justifican la pérdida de validez el principio «no matar», entonces cuáles sean estas situaciones es una cuestión abierta sobre la que cada persona, cada tribunal de justicia, cada Estado podrá elaborar sus propias concepciones.

Existe además otra razón que ya hemos mencionado. La política moderna nace con la intención de que los hombres se convenzan de que es mejor para ellos renunciar a su agresividad, a su propia capacidad de autodefensa, a la búsqueda incondicional de sus intereses, para fundar un Estado, que tendrá el monopolio de la fuerza, para defender más eficazmente la vida, la libertad, la justicia, etc. según un orden capaz de coordinar justamente los intereses y expectativas de todos. El Estado nació para garantizar bienes como la vida, la libertad, la igualdad, la salud. El Estado no se constituye para procurar la muerte de sus ciudadanos. En nuestra sociedad hay por desgracia personas que matan y que se suicidan, así como hay diversas formas de explotación. Pero estas tristes realidades han sido siempre consideradas y siempre se deberán considerar como contrarias al derecho. El Estado y la sociedad, o si queremos el sistema sanitario, no pueden tener un servicio para quitar la vida. Cada uno pensará lo que le parezca mejor; y quien actúa en situación de necesidad o víctima de la desesperación debería de gozar ante un tribunal de justicia de todas las circunstancias atenuantes y de toda la comprensión del caso, pero a las estructuras sanitarias y al personal médico no se les puede pedir ciertas cosas por parte de nadie, ni siquiera por un alto tribunal de justicia (y lo digo con todo respeto).

Invocar cuestiones como la laicidad del Estado es sólo querer aumentar la confusión. Norberto Bobbio, que conocía como pocos las bases de la política moderna y que personalmente no era creyente, escribió: «Me sorprende que los laicos [en el sentido de «no creyentes»] dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar»[9]. Igualmente engañoso es invocar la libertad y los derechos de autodeterminación. El Estado moderno nace para defender la vida y la libertad, pero no puede admitir la libertad de matar ni la libertad de suicidarse, así como no puede admitir la libertad de robar o la de usar la violencia. Ya dijimos antes que la libertad es la forma más digna de vida que hay en este planeta, la vida humana. Si la libertad se ejerce contra la vida, se convierte en una fuerza auto-contradictoria que no puede ser un principio de estructuración de la vida social y política.

En favor de la legalización de la eutanasia tampoco cabe apelar razonablemente a la neutralidad del Estado[10]. Existe un sentido en el que el Esta-do debe ser neutral, a saber, en cuanto ha de tratar a todos los ciudadanos según las mismas leyes, sin admitir distinciones originadas en elementos jurídicamente no relevantes. Esta neutralidad o imparcialidad no significa que el Estado sea indiferente ante cualquier concepción del bien o de la política, sino que, por el contrario, se encuadra y se justifica precisamente en la concepción ético-política a la que antes nos hemos referido, hablando del ethos de la vida, de la libertad y de la justicia, o bien de la ética de los derechos humanos. El Estado no puede ser neutral ante quien niega los derechos humanos, o ante quien pone en tela de juicio la igualdad fundamental entre los ciudadanos o entre el hombre y la mujer.

Hay otra concepción de la neutralidad que consiste en afirmar que la actividad legislativa y de gobierno se reduce a la regulación pacífica de todas las orientaciones ideológicas que existen de hecho en una determinada sociedad. Sobre los puntos que no registran consenso, el Estado debería retirarse a un terreno neutral en el que todos, o al menos la mayoría, esté de acuerdo. Así se respetaría la igualdad, la autonomía y la autodeterminación de los ciudadanos. Según esta concepción, el Estado debería proceder a la legalización de la eutanasia si una minoría considerable así lo desease.

Sobre esta concepción de la neutralidad, para mí inaceptable y rechazada también por muchos teóricos del liberalismo, haría falta hacer largas reflexiones. Aquí me limitaré a señalar que una neutralidad de este tipo es sencillamente imposible. Declararse neutral ante el valor de la vida, entendido en el sentido mínimo de que el Estado no puede procurar la muerte de sus ciudadanos ni consentir que otros la procuren, significa, en la mejor de las hipótesis, afirmar que el derecho a la vida carece de importancia, al menos cuando una minoría significativa así lo considere. Y esto no es una posición neutral, sino una precisa y bien concreta concepción del bien y de la política, opuesta a la que hasta ahora ha hecho posible nuestra vida en común.

Actualmente representa una cierta dificultad para algunos comprender que la ética de los derechos humanos, y más precisamente la de los derechos de libertad, pueda fundamentar también prohibiciones. A este propósito se ha dicho acertadamente[11] que la experiencia política moderna ha pasado, de una comprensión de los derechos fundamentales como meras libertades del individuo ante el Estado, a una comprensión más institucional de tales derechos: ya no son sólo libertades del individuo garantizadas frente a las injerencias del Estado, sino que expresan también un orden de valores que la comunidad política ha de llevar a cabo. Los derechos fundamentales no son solamente libertades ante el Estado, sino en el Estado[12]. Importantes estudios han contribuido a establecer que los derechos fundamentales, especialmente el de la vida, además de garantizar la inmunidad frente al Estado, confieren también al individuo el derecho de ser protegido —mediante disposiciones legales— de las injerencias de otras personas[13] .

En este punto, algunos se lamentan de la índole represiva que podría tomar el derecho. Soslayando la parte de demagogia que nunca suele faltar en este tipo de acusaciones, querría que alguien me explicara cómo es posible reconocer y tutelar cualquier derecho humano sin tener que constreñir jurídicamente a los ciudadanos a no llevar a cabo ciertas acciones frente a terceros. Acertadamente ha escrito P. Häberle que «si la libertad del individuo no se tutelase penalmente contra la amenaza proveniente del abuso de libertad por parte de otros, ya nunca cabría hablar del significado de la libertad para la vida social del conjunto. Se impondría el más fuerte. El resultado completo al que tienden los derechos fundamentales se pondría en discusión, pues hasta la realización individual de las libertades resultaría seriamente amenazada»[14] .

Lo que hemos dicho hasta ahora se debe aplicar análogamente a otros problemas bioéticos en los que está en juego el derecho a la vida, especialmente al aborto, que constituye quizá su violación más grave y extendida, y sobre el que ahora no me voy a detener[15]. Quisiera concluir expresando sintéticamente que la intención principal de estas consideraciones ha sido mostrar que cuando el Estado introduce en el ordenamiento jurídico el principio de la inviolabilidad absoluta de la vida humana inocente, no está aceptando un principio confesional ni, en cualquier caso, un criterio extraño a la idea moderna de la politicidad. Ese principio responde, en cambio, a uno de los valores sustanciales —la vida— y a uno de los principios fundamentales —el de igualdad— en los que se basa la cultura política moderna. N. Bobbio respondía acertadamente, a quien se remitía al pacto social para defender el aborto, «que el primer gran escritor político que formuló la tesis del contrato social, Thomas Hobbes, mantenía que el único derecho al que los contrayentes no habían renunciado al entrar en sociedad era el derecho a la vida»[16]. El respeto del derecho a la vida ha sido, es y será el distintivo fundamental de una cultura política que la conciencia humana pueda sostener sin avergonzarse.

Notas

[5] Cfr. P. Binetti, Il consenso informato. Relazione di cura tra umanizzazione della medicina e nuove tecnologie, Ma.Gi., Roma 2010.

[6] Cfr. P. Binetti, La vita è uguale per tutti. La legge italiana e la dignità della persona, Mondadori, Milano 2009.

[7] Sobre el debate acerca de la eutanasia, cfr. J.M. Serrano, Eutanasia y vida dependiente, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2000.

[8] Cfr. Por ejemplo I. Ortega, La «pendiente resbaladiza» en la eutanasia: ¿ilusión o realidad?, «Annales Theologici» 17 (2003) 77-124. Para un estudio más amplio, se vea D. Lamb, Down the Slippery Slope: Arguing in Applied Ethics, Routledge, London 1987.

[9] «Corriere della Sera», 6 de abril de 1981.

[10] Sobre la neutralidad del Estado tengo presente M. Rhonheimer, Lo stato costituzionale democratico e il bene comune, cit., pp. 100-106.

[11] Cfr. M. Rhonheimer, Diritti fondamentali, legge morale e difesa legale della vita nello Stato costituzionale democratico. «Annales Theologici» IX/2 (1995) 271-334 (trad. española: Derecho a la vida y estado moderno, Rialp, Madrid 1998).

[12] Cfr. P. Häberle, Die Wesensgehaltgarantie des Art. 19 Abs. 2, Grundgesetz. Zugleich ein Beitrag zum institutionellen Verständnis der Grundrechte und zur Lehre vom Gesetzesvorbehalt, 3ª ed. ampliada, C.F. Müller, Heidelberg 1983. Cito según la traducción parcial italiana: Le libertà fondamentali nello Stato costituzionale, La Nuova Italia Scientifica, Roma 1993, p. 51. Häberle se remite a los conocidos estudios de K. Hesse, Die verfassungsrechtliche Stellung der politischen Parteien im modernen Staat, «VVStRL» 17 (1959) 11 ss.; R. Smend, Bürger und Bourgeois im deutschen Staatsrecht, en Staatsrechtliche Abhandlungen und andere Aufsätze, 2ª ed., 1968, pp. 309 ss.; W. Hamel, Die Bedeutung der Grunderechte im sozialen Rechtsstaat, 1957, p. 40.

[13] Cfr. J. Isensee, Das Grundrecht auf Sicherheit. Zu den Schutzpflichten des freiheitlichen Verfassungsstaates, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York 1983; E. Klein, Grundrechtliche Schutzpflicht des Staates, «Neue Juristiche Wochenschrift» 42 (1989) 1633-1640.

[14] P. Häberle, Le libertà fondamentali nello Stato costituzionale, cit., p. 47.

[15] He tratado del aborto desde este punto de vista en La tutela jurídica de la vida naciente, en A. Rodríguez Luño, Cultura política y conciencia cristiana, cit., pp. 107-127.

[16] Entrevista concedida por N. Bobbio a «La Stampa» del 15-V-1981. Citado por PALINI, A., Aborto. Dibattito sempre aperto da Ippocrate ai nostri giorni, Città Nuova Editrice, Roma 1992, p. 74.

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