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III.- La conciencia y la moral
La conciencia que, según algunos, se identifica con la persona, sería la que decidiera por sí misma la pauta a seguir en moral. Para estos autores «la conciencia es la misma persona en cuanto se clarifica a sí misma y expresa el mundo valorativo». La conciencia aparece en ellos en función de la persona. Las reglas universales y abstractas no pueden darnos el conocimiento integral de la realidad, la cual sólo puede ser captada en la situación concreta mediante un juicio existencial.
La moral de las reglas generales es meramente indicativa; el verdadero imperativo se expresa sólo en el juicio de la conciencia personal. La conciencia, dicho de otro modo, no es la voz de la verdad sino de la persona. Dice así M. Vidal, que critica la conciencia como aplicación a un caso particular de una ley universal: «La conciencia es una función de la persona y para la persona. La conciencia no es voz de la naturaleza, sino de la persona. El orden moral se tiene formalmente no en cuanto la persona se conforma a la naturaleza, sino en cuanto la naturaleza se personaliza en la persona que habla con Dios. Todo el significado de la conciencia está en ser función y valor de la persona»-.
Es cierto que nuestro autor afirma que la conciencia no es norma autónoma, sino que tiene una función de mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona, pero, en definitiva, el valor supremo es el de la persona, que recrea los valores: «La conciencia moral constituye la memoria creativa de los valores». El discernimiento ético se instala preferentemente en la opción fundamental de la persona y desde ella orienta todo el dinamismo moral humano.
Sin embargo, no podemos olvidar que la conciencia, como regla inmediata y subjetiva del obrar moral, depende de la norma objetiva (la verdad). La fuente de la obligación no viene de la conciencia, sino de la verdad a la que se subordina. Es la verdad la que obliga, por la exigencia que tiene de ser respetada y que la conciencia descubre. Si yo he cometido un crimen y acusan a otro, mi conciencia me remuerde porque sé que ésa no es la verdad. Es la verdad la que obliga; la conciencia es su transmisora. Por ello no podemos aceptar esta sentencia: «la conciencia no recibe la dignidad de la verdad (de la ciencia moral) ni de la certeza, sino de la persona». Juan Pablo II solía repetir como lema que la dignidad de la conciencia reside en la verdad.
De ahí que, si es verdad que cuando uno obra con conciencia recta (pensando que obra bien) no peca, es también verdad que tiene obligación de hacer verdadera su conciencia, adaptándola a la verdad objetiva. Toda conciencia que soslaye sistemáticamente el encuentro con la verdad es una conciencia culpable.
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