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Antropología y criterios neurológicos de muerte
En los últimos treinta años se ha discutido ampliamente sobre la validez ética de los trasplantes de órganos de personas cuya muerte había sido diagnosticada por criterios neurológicos. Casi todos los autores consideran que esos pacientes están verdaderamente muertos; pero no faltan objeciones a esta opinión, procedentes tanto de la medicina como de la filosofía.
Entre los autores discordantes, algunos piensan que el hecho de extraerle los órganos a un paciente vivo constituye un asesinato, pero también hay quien propone que el fallecimiento se considere un efecto moralmente tolerable. Este segundo grupo tiene en cuenta las peculiaridades clínicas que caracterizan el estado hasta ahora conocido como «muerte encefálica»; que consiste en un infarto cerebral total, irreversible, que no permitirá realizar más actos intelectuales ni voluntarios, y que depende absolutamente de los medios extraordinarios de sostenimiento, sin los cuales el paciente marcharía al paro cardíaco[1] .
En este punto se corre el riesgo de mezclar, de forma indebida, diversos tipos de análisis: por una parte, los datos médicos; por otro lado, los aspectos éticos, y, finalmente, la explicación antropológica. Este artículo afronta el tema desde la última perspectiva: pretende ofrecer, desde la antropología, una explicación de los datos que ofrece la biología contemporánea para brindar luces que puedan tenerse en cuenta a la hora de tomar decisiones en el quirófano.
En agosto del año 2000, Juan Pablo II dijo – dirigiéndose al Congreso Internacional de la Sociedad de trasplantes– que los criterios neurológicos de muerte son válidos como signos biológicos de que el paciente ya ha muerto realmente. Este pronunciamiento se basa, entre otras razones, en que esos criterios han sido perfeccionados durante más de treinta años y han gozado de la aceptación casi unánime de la comunidad científica mundial.
A partir de esta declaración, queda solucionada una parte importante del problema ético al que se veían enfrentados los agentes sanitarios, pero –como dice el mismo Papa– quedan varios tema abiertos, no sólo desde el punto de vista tecnológico, sino también para una profundización filosófica y teológica. Uno de ellos es la explicación filosófica de lo que sucede en esos casos. No deja de ser oportuna la pregunta sobre la perplejidad que causa el hecho de que se pueda considerar muertos a unos pacientes a los que les late el corazón y les cicatrizan las heridas, y que inclusive pueden llevar adelante una gestación.
La explicación antropológica para la validez de los criterios neurológicos de muerte debe pasar por una vía distinta al discutido papel del cerebro como integrador orgánico. La vía que propongo es considerar que esas manifestaciones vitales remanentes –en el paciente cuya muerte fue determinada por criterios neurológicos– se pueden entender como vida, pero vida vegetal. Y que esa vida vegetal ya no corres
ponde a la vida humana, porque ha perdido la capacidad de interacción con las otras facultades humanas superiores, capacidad que en Medicina se conoce como «viabilidad».
De esta manera, desde la antropología se puede responder a las cuestiones planteadas por la ética diciendo que la clave de la vida humana es la «viabilidad», entendida como la posibilidad de crecimiento del ser humano por medio de la unidad y la relación jerárquica de sus facultades.
Vida y muerte encefálica
La organización estructural del ser humano es progresiva, y las manifestaciones corporales de la identidad personal aparecen siguiendo un orden ascendente: dentro de la unidad de la persona humana, las facultades inferiores (vegetativa y sensitiva) nacen en determinado nivel y tienen como fin a las superiores, constitutiva, real y ontológicamente. Eso explica su apertura cognoscitiva total y el hecho de que, de modo completamente diverso a las facultades animales, no estén restringidas a lo uno.
Esa disposición jerárquica de las facultades humanas se observa en los llamados «grados de la vida», pues la naturaleza está organizada de tal modo que las escalas inferiores de la vitalidad están al servicio de las superiores. En los animales, las funciones vegetativas están ordenadas a las manifestaciones sensoriales; y en el ser humano, ambas potencias están puestas al servicio del soporte y crecimiento de la capacidad intelectual y voluntaria. En el estado de unión con el cuerpo, la vida intelectiva no es viable si no es posible la sensitiva[2] .
Por eso, mientras las facultades superiores puedan subsistir naturalmente, aunque no haya capacidad de ejercitarlas por completo, sigue habiendo vida humana. Es lo que ocurre en el desarrollo fetal, en la anencefalia o en el estado vegetativo persistente. Y esto, no porque la vida se identifique con la actividad cerebral, sino porque la posibilidad del desarrollo natural o la conservación, también natural, de un mínimo de capacidades hablan de la unidad del ser humano y de su viabilidad.
La viabilidad como concepto clave
El concepto de viabilidad, tradicional en el razonamiento médico, puede ser una respuesta ante la pregunta por el factor clave para hablar de la vida humana desde la antropología. El significado corriente de este término es «la calidad de viable», «que puede vivir» o, más coloquialmente, «que tiene probabilidades de llevarse a cabo». El análisis antropológico nos permite entenderlo no sólo como ausencia de muerte inminente, sino también como la posibilidad de crecimiento individual.
La organización jerárquica que presentan las facultades del hombre facilita ese crecimiento o esa viabilidad, y también permite que, inclusive durante la enfermedad y la vejez, el sujeto humano sea susceptible de ser calificado por dicho concepto en todas las vicisitudes de su vida, pues la persona no deja de crecer a pesar de las limitaciones en su naturaleza humana.
Además, en los «casos límite» del desarrollo fetal, el estado vegetativo persistente y la anencefalia, hay un mínimo de «crecimiento», una mínima disposición para que sea posible la interacción –presente o futura, y en la medida en que pueda suceder– entre las funciones vegetativas y las facultades sensibles e intelectuales. En el caso del feto, esta disposición se nota en el potencial para el desarrollo; y en las otras dos situaciones, puede observarse en el mantenimiento natural de la unidad individual.
En el caso del desarrollo fetal, las funciones vegetativas garantizan la potencialidad del crecimiento en todos los sentidos, aunque en los primeros momentos sólo presenten manifestaciones básicas[3] . En el estado vegetativo persistente, el sustrato natural puede mantenerse durante varios años, y en algunos casos es la base para la recuperación de ciertas funciones intelectuales. Y en la anencefalia, ese apoyo, aunque puede durar muy poco tiempo, muestra la vitalidad de un ser humano que conserva una fuerza interior que le permite seguir existiendo. Por eso se puede decir que todos ellos son pacientes «viables», al menos en alguna medida, y que un principio vital continúa animando a esos seres humanos hasta su muerte, a pesar de sus deficiencias orgánicas.
En la muerte determinada por criterios neurológicos, sin embargo, ocurre al contrario: la vida vegetativa puede persistir –si bien sostenida artificialmente–, pero el factor determinante es que el infarto cerebral total conlleva la incapacidad total e irreversible para la vida intelectual y voluntaria. Se pierde, entonces, esa organización jerárquica, y la ayuda de las funciones remanentes resulta inútil para el soporte y el crecimiento de las facultades superiores, pues con el infarto de todo el cerebro se pierde, por completo y para siempre la posibilidad de ejercitarlas, y la inteligencia ya no puede tomar contenidos de la sensibilidad.
La gradualidad y la jerarquía mencionadas al inicio también se observan, en el proceso que lleva a la muerte, en el modo como se pierde la organización autónoma. En el caso de la muerte determinada por criterios neurológicos, las funciones desaparecen en orden decreciente: primero se pierde el funcionamiento cerebral (que es clave para la relación de la facultad intelectual con las otras potencias), pero la función vegetativa se conserva gracias al respirador artificial.
Muerte y manifestaciones vitales
Cabe ahora plantearse las preguntas reiterativas sobre esta materia; es decir, si la actividad cerebral lleva consigo la vida humana personal y si la actividad corporal sin cerebro es o no vida humana. ¿A qué tipo de vida corresponde la actividad corporal que se nota en la muerte determinada por criterios neurológicos?
¿No es vida humana real?
Para responder a esos interrogantes hay que considerar las peculiaridades de esa situación clínica: que es un infarto cerebral total y, por eso, no permite –de modo absoluto y definitivo, total e irreversible– ninguna relación de las funciones vegetativas con las facultades sensibles ni las intelectuales.
Dejando a salvo la unidad personal del compuesto entre el alma y el cuerpo, hay que reconocer que el cerebro desempeña funciones exclusivas. Esto no conlleva, como algunos dicen, que el cerebro sea el asiento del alma –pues ella vivifica todo el cuerpo, y no sólo al encéfalo–; pero sí es cierto que en él confluyen, como en ningún otro órgano, todas las facultades humanas: las funciones vegetativas le garantizan su mantenimiento, las facultades sensitivas le presentan la información neurológica y la inteligencia parte de él para la abstracción y para el resto de actos inmateriales del conocimiento humano. Conviene recordar, en este punto, un aspecto que ya hemos señalado: la disposición jerárquica de las facultades es ascendente, tiende hacia lo superior, hacia el crecimiento de las facultades inmateriales.
Por tanto, desde el punto de vista antropológico es posible afirmar que no hay vida humana si se pierde en forma total e irreversible la viabilidad, entendida como la posibilidad de crecimiento del ser humano por medio de la unidad y la relación jerárquica de sus facultades.
Posibles objeciones a esta propuesta
La propuesta anterior difiere claramente de las tesis que identifican la vida humana con la conciencia y la capacidad de relacionarse con el medio y que defienden la existencia de una «muerte cortical». Como ya he explicado, y en contra de lo que enseña esa escuela, no es posible hablar de muerte en los casos del desarrollo fetal, la anencefalia y el estado vegetativo persistente.
Del mismo modo, aunque reconozca la importancia del cerebro en la interacción de las facultades humanas, esta propuesta difiere del «funcionalismo», que identifica la vida con la capacidad de ejercer unas determinadas funciones o que, en algunos casos, intenta poner el asiento del alma en ese órgano.
La Asociación Médica Británica criticaba la proliferación de criterios neurológicos y exigía «un grupo de signos clínicos que siempre y en toda ocasión significan que la muerte ha ocurrido sin posibilidad de error». Precisamente, lo que Juan Pablo II ha señalado es que ese grupo de signos clínicos sí se presentan cuando se cumplen los protocolos serios que están aprobados en casi todo el mundo para el diagnóstico de la muerte por criterios neurológicos[4] .
Al mismo tiempo, Roth y van Till exigían garantías de que el cuerpo vivo se hubiese convertido en cadáver, basadas en razones exclusivamente biológicas, y no en declaraciones o firma de certificados. Esas garantías se presentan cuando los protocolos neurológicos de muerte definen la «muerte encefálica total»[5] .
H. Jonas proponía que, antes de pasar a definir la muerte, era necesario considerar con claridad lo que son el ser humano y la vida humana, y ello es lo que esta propuesta pretende. El médico norteamericano P. Byrne ha criticado que, en las discusiones sobre la muerte determinada por criterios neurológicos, se mezclaban indebidamente distintos saberes. Frente a él se le puede responder dejando claros los puntos de influencia de cada disciplina: la medicina se expresa sobre la relación entre la destrucción total del cerebro y la irreversibilidad o permanencia de algunas funciones cerebrales, y la filosofía explica la correspondencia de esa situación clínica con la muerte[6] .
En el enfoque que se expone en este artículo se acepta la insistencia de R. D. Truog en señalar que los pacientes cuya muerte es determinada por criterios neurológicos no necesariamente han perdido de modo irreversible toda la función cerebral y que, por lo tanto, puede haber incoherencias entre la definición conceptual y los criterios clínicos usados para hacer el diagnóstico de la muerte según criterios neurológicos. Sin embargo, se considera que el error no se encuentra en los criterios mismos sino en la definición, que pasa por alto la relación entre las facultades humanas y las funciones vegetativas[7] .
Este mismo autor sugería que, teniendo en cuenta que el paro cardíaco del paciente ya no es tan inminente gracias a los nuevos cuidados intensivos, habría que reconsiderar el estado conocido antes como «muerte encefálica». Sin embargo, hay que considerar dos aspectos: primero, que los soportes artificiales brindados a esos pacientes son totalmente desproporcionados; y segundo, que su aplicación se justifica porque el fin no es prolongar indefinidamente la vida del paciente sino conservar sus órganos con la mejor calidad posible para un futuro trasplante. Para responderle a Truog, hay que recordar que la inminencia de la muerte sigue existiendo en el caso de la suspensión de esos soportes extraordinarios.
Otra objeción a esta postura puede ser que, en el fondo, consiste en una reformulación de la vieja explicación del papel del cerebro como integrador central del organismo como un todo. Pero, aunque en algunos aspectos ambas parecen coincidir, la diferencia se encuentra en que este enfoque acoge las dificultades planteadas por quienes replantean la muerte determinada por criterios neurológicos. Entre estos, Iceta, que entiende la vida residual como «homeostasis o equilibrio interno», o Taylor, que la interpreta como un fenómeno biológico, basado en la circulación de la sangre[8] .
Lo que aquí se propone no niega la posible función integradora que poseen las funciones remanentes, pero sí redimensiona el valor de esta integración: la «integración» a la que sirven esas funciones pertenece tan sólo al plano de las manifestaciones vegetativas. Éstas, sin embargo, permanecen aisladas por completo y para siempre, de la sensibilidad y del entendimiento, y no permiten el crecimiento humano ni hacen viable la vida del paciente.
La vida vegetativa
Desde el punto de vista metafísico, es posible afirmar que, según el estado actual de los conocimientos científicos, cuando ocurre la muerte determinada por criterios neurológicos se rompe de modo total e irreversible la relación entre las funciones vegetativas y las facultades sensibles e intelectuales. De esta manera, se produce también una ruptura en la unidad sustancial del ser humano y se pierde la posibilidad de que el alma humana vivifique el cuerpo.
Por tanto, las manifestaciones de vitalidad corporal que presenta el paciente pueden ser vida vegetativa, pero no son vida humana. De este modo, y hablando en términos clásicos, la muerte determinada por criterios neurológicos es incompatible con la unión del alma y el cuerpo. Pero el momento concreto en que ocurre la separación de los componentes de la unidad personal queda indeterminado, a la espera de avances tecnológicos que iluminen mejor los estudios filosóficos.
Sin embargo, el cirujano puede continuar preguntándose por el estado vital del ser humano cuya muerte ha sido determinada por criterios neurológicos, al notar que le late el corazón, le cicatrizan las heridas, produce hormonas y es capaz de continuar la gestación de un bebé. Esta duda remite a un problema por resolver, y es la naturaleza del cuerpo humano en estado de muerte determinada por criterios neurológicos, cuyas funciones vegetativas están sostenidas por medios artificiales.
El carácter extraordinario de esos soportes no quita oportunidad a la objeción planteada por Seifert, según la cual ese cuerpo presenta señales de vitalidad, aunque sean escasas y mantenidas de modo artificial. Y como toda vida pertenece a una especie, la vida de ese cuerpo, siendo la de un hombre, pertenecería a la especie humana. Según él, aunque esa vida se limite a las manifestaciones vegetativas, no se puede igualar con la muerte tradicional: ese cuerpo reacciona de un modo concreto a la respiración artificial, con cierto autocontrol, como se nota en las capacidades fisiológicas remanentes. El problema que aquí se plantea es más complejo de lo que parece a primera vista, pues remite al tema de la identidad humana y lleva a la necesidad, ya sugerida por Shewmon, de explorar nuevas explicaciones de la personalidad para aclarar el tema de las relaciones entre las partes vegetativa, sensitiva e intelectual del alma humana[9] .
Según lo visto en este artículo, la vida de ese cuerpo no es propiamente vida humana, sino simplemente dinamismo vital residual, sostenido artificialmente. Hay que tener en cuenta que, en las relaciones mutuas que tienen las funciones vegetativas con las facultades humanas, la relación más distante se da, precisamente, con la inteligencia: las funciones vegetativas no son conscientes y tienen cierta autonomía que subyace a lo intelectual.
De esta manera se entiende mejor la unidad del alma humana, dejando a salvo el hecho de que las funciones vegetativas tienen cierta autonomía, de la misma forma en que las facultades sensibles tienen cierta independencia respecto a la vida intelectual. La única vida humana personal se manifiesta tanto a través de las funciones vegetativas como de las facultades sensibles e intelectuales. Y un principio vital único las anima a todas ellas, respetando su independencia operativa. Cuando se produce la desunión, perdura ese cierto grado de autonomía que la vida vegetativa tenía antes, pero ésta, de hecho, sólo puede ser mantenida de modo artificial, pues ha perdido el principio vital que la mantenía verdaderamente viva.
Por esta vía se entiende, en respuesta a Seifert, que la vida vegetativa presente en los pacientes con muerte determinada por criterios neurológicos no pertenezca a la «especie humana», porque la especie humana no es sólo vegetativa. Además, se ve que en esa objeción, con el fin de respetar la dignidad del ser humano, se ignora un hecho antropológico determinante que se ha indicado al hablar de la evolución: el hombre supera lo meramente específico, es el único ser capaz de superar la especie, vivificándola. La persona humana, cada hombre, subsume lo específico, y lo subordina –por ejemplo, a sus propios intereses personales–, pues el hombre no se reduce a la humanidad[10] .
Otra línea de solución, con las dificultades especulativas consiguientes, puede ser la aplicación de algunas intuiciones embriológicas de Tomás de Aquino a la muerte determinada por criterios neurológicos. Por esta vía podría decirse que el organismo cuya muerte ha sido determinada por criterios neurológicos es sostenido y unificado por un principio vital, un alma, meramente vegetativa. Se daría una teoría de la muerte o de la «deshumanización» progresiva, en la cual no es necesario negar la unidad del alma humana como forma sustancial del cuerpo. De hecho, se reconocería que, mientras el hombre vive, su alma es única.
Éste es el gran argumento que es necesario seguir manteniendo: la indivisibilidad del alma mientras haya vida humana, la unidad del principio vital. En ese orden de ideas, lo que ocurriría en la muerte determinada por criterios neurológicos sería un cambio sustancial en el cuerpo, que rompería la unidad del alma humana. Sólo permanecería el alma vegetativa que estaba virtualmente presente en el alma racional, pero ahora como forma sustancial del cuerpo sostenido por el respirador[11] . Sin embargo, esta posible solución puede ser entendida como una segmentación del alma humana, por lo cual es preferible recurrir a otras maneras de explicar lo que sucede con el cuerpo de un paciente cuya muerte ha sido determinada por criterios neurológicos, como la que he expuesto en este artículo.
Entender la viabilidad –del modo en que aquí se ha presentado– como clave de la vida humana complementa las justificaciones estudiadas hasta ahora en el debate bioético: se les da la razón a los que han considerado que el paciente con muerte determinada por criterios neurológicos está verdaderamente muerto, pero aclarando que el motivo de esta identificación no es solamente «la pérdida de la capacidad de integración del organismo como un todo» en sentido meramente orgánico, sino que también influye el estado de inviabilidad del paciente, la pérdida total e irreversible de la unidad humana. Y se rechaza la explicación a través del efecto tolerado, pues queda claro que las manifestaciones de vida vegetativa, sin relación con las demás facultades humanas, no son vida humana. De esta manera desaparecen los riesgos de caer en el proporcionalismo, de aplicar indebidamente ese mismo principio a otras situaciones clínicas y de terminar con la regla «del donante muerto».
En suma, el argumento de mayor peso es que, a pesar de las manifestaciones fisiológicas que presentan los pacientes con muerte determinada por criterios neurológicos, su cuerpo es, en realidad, un organismo muerto, inviable, sin posibilidades de vivir vida humana. Esto lo demuestra el hecho de que esos pacientes padecen el paro cardíaco en poco tiempo si se les retiran los medios de soporte. Por tanto, el funcionamiento y la vitalidad que se observan en ellos son artificiales. No corresponden a los de un cuerpo humano normal, sano o enfermo, que se caracteriza por la interacción –aunque sea mínima– de las funciones vegetativas y sensitivas con la inteligencia para el crecimiento humano. Entendida como aquí se ha explicado, la viabilidad pasa a ser un concepto clave para determinar la vida en el ser humano no cerebrado, tanto al final de la vida como durante el desarrollo fetal.
Notas
Notas
[1] BYRNE, P. A.; O’Reilly, S, y Quay, P. M. Brain Death-An opposing viewpoint. JAMA 1979;242:1985-90. Pardo, A. «Muerte cerebral y ética de los trasplantes». medicina/bioetica/mcindice.html» http://www.unav.es/medicina/bioetica/mcindice.html 1998, (consultada Feb. 2, 2001.
[2] ARISTÓTELES. De Anima, II, 3. Trad. T. Calvo. Madrid: Gredos, 1983.
[3] Cf. Di Pietro M. L. y Minacori, R. «La teoría della Brain Birth versus la teoría della Brain Death: una simmetria impossibile». Medicina e Morale, 1999; 2: págs. 1-12.
[4] Editorial. BMJ, 1968, 3: pág. 449.
[5] Rot A, y Till HAH van. «Neocortical death after cardiac arrest». Lancet, 1971, 2: págs. 1.099-100.
[6] Jonas, H. Técnica, medicina y ética. Barcelona: Paidós, 1997, 145- 58. Byrne, P. A. The medical determination of brain death». En: Santamaria J.N., Tonti-Filippini, N. (editores). Proceedings of the 1984 Conference on Bioethics. Melbourne: St.Vincent’s Bioethics Centre, 1986, págs. 47-54.
[7] TRUOG, R. D. «Is it time to abandon brain death?» Hastings Cent. Rep., 1997, 27: págs. 29-37.
[8] ICETA, M. «Muerte cerebral y trasplante». Bioética y Ciencias de la Salud, 1994,: págs. 6-16. TAYLOR, R.M. «Reexamining the definition and criteria of death». Seminars Neurol 1997, 17 (3): págs. 265-70.
[9] SEIFERT, J. «Is «brain death» actually death?» En: WHITE, R. J., ANGSTWURM, H. y CARRASCO DE PAULA, I. (editores). Working Group on the Determination of brain death and its relationship to human death. Città del Vaticano: Pontificia Academia Scientiarum, 1992, págs. 95-143. Shewmon, D. A. «Recovery from «Brain Death»: A Neurologist’s Apologia». Linacre Q, 1997, 64 (1): págs. 30-96.
[10] SELLÉS, J.F. La persona humana II. Naturaleza y esencia humanas. Bogotá: Universidad de la Sabana, 1998, págs. 82-6.
[11] Cf. SIWEK, P. «Psychologia metaphysica». Citado por RODRÍGUEZ LUÑO, A. «Rapporti tra il concetto filosofico e il concetto clinico di morte». Acta Philosophica, 1992, 1 (1): págs. 62-8.
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