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Sobre cumbres y simas
Quien cree en Dios y siente, en su corazón, que el Padre le escucha cuando se dirige a Él en la oración, está en la seguridad de ser escuchado y trata, por lo tanto, de llevar una vida digna de ser llamada propia de un hijo de Dios.
También es más que sabido que tal persona puede saberse en lo más alto de su fe o, por el contrario, en el abismo, sima, más profunda porque, por ejemplo, ha pecado y se sabe pecador y, entonces, nadie salvo Dios es capaz, con su misericordia, de devolverlo a la vida del mundo espiritual.
Estamos, así, bien en la cumbre de nuestra fe o bien en la más hundida de las simas de donde sólo el Creador puede extraer un alma perdida.
Todo cristiano, aquí católico, reconoce que hay un momento de la historia de la salvación en el que la cumbre llega a su cima y que, desde ahí todo es mirar hacia arriba y hacia la eternidad y hacia abajo y las profundidades a las que no queremos mirar.
Dice, a este respecto, Benedicto XVI (en la introducción al rezo del Ángelus del domingo 18 de marzo de 2012) que «Jesús sabe que esa es la culminación de su misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. Él mismo lo dice en el Evangelio de hoy: ‘Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna’ (Jn. 3,14-15)»
Miramos, pues, hacia arriba, y vemos al Hijo de Dios colgado en un madero y sujetas sus piernas en otro. Es la cruz, la muerte infamante del Único Santo, en la que debemos fijarnos para no perder el ejemplo de lo que supone la misma para nosotros, hermanos en la fe del Emmanuel.
Tal es una cumbre muy especial porque marca, en primer lugar, lo que un hijo hace por su Padre al cumplir la voluntad. Pero, en segundo lugar, nos muestra hasta dónde puede llegar el amor de un amigo por los suyos y que no es a otro lugar que hasta el extremo de dar su vida por ellos. Y Él nos ha llamado amigos (cf. Jn 15, 15) y así, en consecuencia, actuó pues no es cierto aquello de que en el justo medio está la virtud. Esto es así, sólo, cuando no haya un extremo que sea bueno y sea, entonces, mejor que el tal justo medio. Y aquí había un extremo, el amor, que supera a cualquiera mediocridad consentidora del pecado y del mal consentido.
Jesús es, así, cumbre porque fue cumbre su muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8). Desde aquel entonces ya nada puede alcanzar tan especial situación espiritual pues cuando entregó su alma al Padre supo que todo, ya, se había cumplido (cf. Jn 19, 30).
Pero, al igual que el hijo de Dios puede reconocer la cumbre de su fe, refugiarse en ella y verla como ejemplo a tener en cuenta, admirar y llevar a la práctica lo que supone, no es poco cierto que también puede encontrarse, en momentos o por momentos, en una situación en la que su espíritu no sea capaz de levantar el vuelo y salir del foso en el que se ha metido.
Esto lo explica, a su modo, el salmista cuando, en el 88 (4-10) dice lo siguiente:
«Porque mi alma de males está ahíta,
y mi vida está al borde del seol;
contado entre los que bajan a la fosa,
soy como un hombre acabado:
relegado entre los muertos, como los cadáveres que yacen en la tumba,
aquellos de los que no te acuerdas más, que están arrancados de tu mano.
Me has echado en lo profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos;
sobre mí pesa tu furor, con todas tus olas me hundes.
Has alejado de mí a mis conocidos, me has hecho para ellos un horror, cerrado estoy y sin salida,
mi ojo se consume por la pena.
Yo te llamo, Yahveh, todo el día, tiendo mis manos hacia ti.»
Y lo explica, en su característica forma, más que bien lo que sucede a quien se sabe hundido en su fe y, por lo tanto, también en su vida. Así, se siente terminado como persona y a punto de caer en el infierno más negro. Es más, se encuentra como el último entre los mismos muertos que es lo mismo que decir que la desesperación ha conseguido lo que el Mal busca: engrandecer la oscuridad y hacer de menos la Luz de Dios y el camino trazado hacia su definitivo Reino con la vida de los que le antecedieron, en el tiempo, en su llegada a las praderas del mismo.
Seguramente se siente pecador y, por eso mismo, achaca a Dios la situación por la que pasa. Sin embargo, bien ha de saber el salmista o de quien esté escribiendo, que las consecuencias de nuestros actos son consecuencias porque provienen, precisamente, de aquello que hemos hecho haciendo uso de nuestra libertad, don de Dios pero responsabilidad nuestra.
Se encuentra, por lo tanto, en la más profunda sima de la que quiere salir recurriendo al Único que puede de allí sacarlo. Así, Dios que lo creó sin él lo tiene que salvar sin él porque quien cae en la fosa, a la sima, lo hace por pronunciamientos de su propia voluntad y no por haber sido destinado por Dios a la misma. En tal momento no quiere salvarse sino todo lo contrario y no se cumple, en tal momento, lo dicho por San Agustín acerca de que el Creador nos salva con nuestra anuencia, con lo que hacemos y oramos. En fin… con nosotros mismos.
Y, sin embargo, lo mejor de todo esto es que el Creador también nos deja libres ante la elección que debemos tomar: cumbre o sima. Por una de las dos opciones debemos decantarnos. Tal es su bondad y, a veces, tal la ceguera que manifestamos y que nos impide ver más allá de nuestro egoísmo.
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