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Batalla contra el miedo

En el pasaje del Evangelio del lunes posterior al Domingo de Pascua (Mateo 28, 8-15), el evangelista narra que «las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; con miedo y gran gozo».

Ellas que habían visto a Jesús resucitar a Lázaro, ciertamente no habían dudado de las palabras del ángel que les anunció la resurrección del Señor de entre los muertos, ni habían sentido temor de que su cuerpo pudiera haber sido robado.

Quizás tuvieron miedo de la «nueva presencia de Jesucristo, de su partida y de su permanencia» (Paulo VI), ya que el acontecimiento de la resurrección cambiaría totalmente sus perspectivas y sus mismas vidas, o quizás les dio miedo, como muchas veces nos pasa a nosotros«que los demás ridiculizarán este cambio, nos rechacen, nos mal entiendan, y nos persigan. O que los cambios demandarán más de nosotros que lo que queremos dar».

El mundo moderno parece desenvolverse con el fantasma del miedo a cualquier cosa, pero especialmente miedo al fracaso. Tenemos miedos ocultos bajo toda clase de disfraces.

Un poco de temor es en cierta manera bueno para la salud espiritual, pero cuando el miedo crece a niveles incontrolables, naturalmente éste en vez de ayudar se convierte en un impedimento. En algo que paraliza totalmente.

El miedo se arraiga en la persona generalmente en su infancia. Cualquier experiencia traumática puede acompañarla durante toda su vida, de ahí la importancia de tratar a los niños de una manera firme sí, pero dulce y gentil. Cuando los padres o tutores están sobrecargados de excesivos temores, éstos son transmitidos a sus hijos. Un trato duro que inculque miedo puede hacer que los niños y los adolescentes pierdan la paz interna y los convierta en personas inseguras.

Hay condiciones físicas y espirituales en cada persona que bloquean una relación cercana con Dios. Algunos de esos bloqueos son de índole natural que involucran al pecado, otros son de naturaleza física o sicológica que no ocasionan consecuencias morales, que no son pecaminosos, pero que evitan que el Espíritu Santo a través de sus dones fecunde el alma. Así, mientras más atención uno ponga a sus temores, mayor daño ocasionarán al alma.

El poder y la efectividad del Espíritu Santo depende de la disposición de los fieles de recibirlo y beneficiarse de su generosidad. Muchos bautizados tienen bloqueados los caminos a la gracia con temores injustificados.

Al iniciar su pontificado las primeras palabras del beato Papa Juan Pablo II fueron: «¡No tengan miedo a abrir de par en par las puertas a Cristo!», que fueron como el ícono de su servicio a la Iglesia hasta el final de su vida.

«Esta expresión es, posiblemente, uno de los gritos más esperanzadores y revolucionarios del mundo contemporáneo, que se debate entre la angustia y los miedos hacia los monstruos que él mismo ha creado: la guerra, la cultura de la muerte, la pérdida de la dignidad humana».

En la evangelización el miedo juega un papel desalentador y destructor, por eso hemos de librar una batalla contra el miedo al fracaso. Hay más almas debilitadas por el temor de lo que uno puede imaginarse, por eso mismo, «hay que enseñar a los jóvenes a saber fracasar, a no arredrarse ante el miedo, a no dejarse bloquear por sus limitaciones».

El cardenal Suenens, en su libro «La Iglesia en estado de misión», califica de «derrotismo» la tendencia en boga, de acomodar o de adecuar el trabajo pastoral al mundo, recortando o malinterpretando el Evangelio.

«Huelga fracasada, huelga ganada, repiten los marxistas mientras se van apoderando del mundo por la pasividad de bautizados que no se atreven a salir de su comodidad, ni se arriesgan a fracasar. Obtienen triunfos fracasando, pues huelga fracasada es victoria que enardece y troquela militantes. En cambio huelga solucionada, huelga fracasada, pues los militantes amenguan su voltaje para la lucha y se paralizan para la acción» (Tomás Morales S.J., Forja de hombres).

Un antiguo cuento dice que un hombre inventó una cocina. No funcionaba. Pero pronto descubrió que era muy buena para mantener fresco el vino en el verano. El fracaso es parte de todo aprendizaje.

El antídoto contra el miedo que nos impide lanzarnos a Dios es la fe, «victoria que vence al mundo» (1 Jn 5, 4), para pasar del temor a la acción del Espíritu Santo, como Pedro y los Once (Hch2, 14. 22-33), que de haber huido a esconderse, no les importó ser tomados como locos el día de Pentecostés, así escribió Pérez de Urbel: «Y cuando Pedro terminó su discurso el aire se llenó de voces de admiración, la multitud irrumpió en su casa y miles de personas repetían su nombre, levantando hacia él sus manos, sus miradas y sus corazones sedientos de luz y enmohecidos por el pecado. Cerca de tres mil hombres, dicen los Hechos, se agregaron aquel día a la Iglesia».

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