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Una conversión vale más que cualquier lobby

¿Pero Italia y España siguen siendo aún países católicos? Tal vez, hasta hace cincuenta años era innegable la permanencia de una suerte de sentimiento común o, mejor dicho, «mayoritario» de pertenencia a una cierta historia familiar y social, a ciertos «valores» vehiculados por las instituciones y las prácticas del catolicismo extendido por la nación, percibidos aún, poco o mucho, como esenciales para la cultura italiana (la familia, el trabajo, la honestidad, la generosidad, la solidaridad, etc). Todo ello, naturalmente, al margen del hecho de que tales referencias constituyeran aún, o más bien hubieran dejado de constituir, el contenido de una experiencia personal de fe. ¿Qué ha sucedido desde hace cincuenta años a esta parte?

Tales referencias no han desaparecido, es verdad, representan una especie de herencia que nadie niega, pues para muchos coincide (y sigue coincidiendo) con una parte importante de su propia biografía –la adolescencia–, pero es como si hubieran perdido su función operativa para determinar la mentalidad y las acciones de la persona, como si conservasen un peso residual, reducido a una serie de reglas de comportamiento que hay que esforzarse en cumplir.

Es sabido que cada vez que una cultura, tradición o religión asume la fisonomía de una obligación moral y la forma de un abstracto deber ser, comienzan de hecho a debilitarse los factores que constituyen o generan la personalidad humana y la vida social. Pueden mantenerse mucho tiempo dictando lo que se debe hacer o no, pueden contribuir a formar nuestro super–yo (es decir, nuestro código interiorizado de prohibiciones y obligaciones), y alimentar así nuestros sentimientos de culpa –algo de lo que se acusa muy a menudo a la Iglesia católica–, pero de hecho ya ha comenzado su declive. Si esos valores determinan lo que cada uno debe ser y hacer, antes o después (como bien vio Nietzsche) serán percibidos como separados, luego opuestos y finalmente enemigos de la vida de los hombres. Al no ser capaces de cumplir lo que deben, los hombres terminan inevitablemente por decidir arbitrariamente lo que pueden y, en definitiva, lo que «son».

En esta trayectoria, desarrollada claramente a lo largo de la historia de la cultura occidental de las últimas décadas, queda como factor no del todo asimilable el cristianismo. Y digo no del todo por un motivo preciso: muchas veces ha sido entendido, y lo sigue siendo –fuera, pero también dentro de la Iglesia–, como un depósito de valores o (de forma más políticamente correcta) como una modalidad ética, y desde este punto de vista es innegable que esta concepción comparta la triste suerte de las agencias del «deber ser» en nuestra sociedad y se convierta en una práctica virtuosa que inspira el comportamiento moral de una minoría cada vez más reducida, y deje de ser una propuesta ideal para todos.

Pensaba en esta trayectoria necesaria –como una fuerza de gravedad de las sociedades complejas– al leer el informe de Roberto Cartocci sobre la Geografía de la Italia católica que se acaba de publicar. Recoge estudios sociológicos sobre las prácticas culturales (por ejemplo, la frecuencia con que se asiste a la Misa dominical), sacramentales (el número de matrimonios religiosos, niños nacidos fuera del matrimonio y bautizos) e institucionales (la casilla del IRPF) ligadas a las enseñanzas de la Iglesia.

El dato más llamativo que parece emerger de esta investigación es una nueva localización de la «fuerza» católica en Italia, que no se daría ya en un Sur tradicionalmente católico por ser menos laicista, un Norte «blanco» con un catolicismo popular–social (donde Venecia es el ejemplo clásico) y un Norte «rojo» alternativo a la tradición católica (Emilia Romagna), sino en dos bloques prácticamente contrapuestos, que dividen a Italia en dos: por una parte, un Norte más evolucionado culturalmente, más productivo económicamente y más «secularizado» a nivel religioso; y por otra un Sur más tradicionalista o reaccionario culturalmente, más estancado por una economía tendencialmente asistencialista y más religiosamente «devoto».

El escenario resultante podría sugerir la equiparación, demasiado fácil, entre catolicismo y retraso social por un lado, secularización y progreso civil por otro. Pero se trata quizá de una interpretación que no ayuda a entender verdaderamente lo que está en juego, por una sencilla razón: concebir desde el principio el cristianismo como un determinado conjunto de comportamientos morales. Sabemos lo ambigua que puede ser una concepción así de la religión. En algunos casos, casi considerada como un factor de emancipación socio–económica (el famoso efecto «calvinista» en la historia del capitalismo moderno); en otros, como expresión de atraso y conformismo. Pero aunque pueda cambiar de signo (o de confesión: protestantismo y/o catolicismo), el esquema de lectura corre el riesgo de faltar a su objeto. La secularización, de hecho, no es sólo ni tanto el abandono de una cultura religiosa y de una sociedad fundada sobre una base «sagrada», sino un proceso interno que implica la reducción moral del cristianismo. El secularismo comienza en el cristianismo, cuando éste es concebido como un código de comportamiento, y lo debilita precisamente porque no reconoce su origen y lo aplasta, midiéndolo según sus consecuencias.

No es casual que el citado estudio hable también de la minoría católica en la Italia secularizada como un factor considerablemente positivo (a pesar de los porcentajes), por la cohesión, la solidez de su pertenencia, el papel de inspiración y condicionamiento para la sociedad civil y la política. Pero también respecto a esta minoría creativa, la llama así, la partida queda totalmente abierta y ambigua: una minoría puede ser vista desde fuera (y sobre todo desde dentro) como un lobby, como un medio para la conquista del consenso y la gestión del poder, o como un inicio, una novedad, permanente inicio en la experiencia personal y social del cristianismo. El «dato» sociológico de este inicio tiene un peso real mucho menos medible, porque es un peso que lleva dentro algo imponderable, algo que no es previsible en las lógicas de pertenencia de grupo, sino que tiene que ver con la «conversión», es decir, el imprevisto cambio de mentalidad (de conocimiento y por tantode acción) que de forma tal vez no inmediata empieza a cambiar o a renovar un ambiente y una costumbre homologada. En el fondo, éste fue uno de los factores más concretos y determinantes que cambiaron el rostro del Imperio romano, llegando a reconstruir un terreno social a partir de su disolución.

En este punto, retomo un pasaje del reciente libro–entrevista de Benedicto XVI con Peter Seewald, cuando el periodista le pregunta si en el fondo la parábola del secularismo occidental no ha resultado ya vencedora y si por tanto el cristianismo no está destinado a agotarse. «El cristianismo –responde el Papa– quizá asumirá un nuevo rostro, un aspecto cultural distinto. El cristianismo no determina la opinión pública mundial, son otros la guía. Y sin embargo el cristianismo es la fuerza vital sin la cual las demás cosas no podrían seguir existiendo» (Luz del mundo). La secularización no se podría entender en toda su complejidad sin esta fuerza que, antes aún de indicarnos lo que debemos hacer, nos hace conocer los factores reales que están en juego en la historia del mundo.

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