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Progresismo abierto

A primera vista, las dos palabras del título parecen tautológicas porque, a priori, entendemos que todo progresismo es abierto. Indudablemente progreso es algo que avanza. Pero le pueden surgir al paso dos enemigos: su mal empleo o un etiquetado de lo regresivo como adelanto.

En febrero, mi amigo Pedro Ortiz entrevistaba para LP a mi también amigo Jesús Ballesteros, catedrático de Filosofía del Derecho de la UV. En el diálogo –que versaba sobre la crisis actual–, el profesor mostraba dos sucesos aparentemente distantes –el mayo francés y la ingeniería financiera– como partes causales importantes de nuestra crisis. ¿Qué tienen en común esos dos hechos tan distintos? Adelantemos que la creación de un ambiente en el que no se practica algo tan elemental como el «trata a los demás como quisieras que te traten a ti», justamente su amoralidad.

El Mayo francés de 1968, comenta Ballesteros, tuvo una lectura inicial muy positiva como la petición de mayor democracia y participación política y económica. Algo que tal vez sigue pendiente. Mas aquella rebelión hizo triunfar el goce, el todo está permitido, el principio del placer sobre el principio de realidad. Todo eso parece agravarse en estos últimos años por la fuerza de un pensamiento de fácil imposición porque, en la teoría y en la práctica, mueve a la ley del mínimo esfuerzo para el máximo deleite, al menos tal cual algunos entienden esa complacencia. «haz el amor y no la guerra», meta que parece bella, pero ese amor fenece siendo basura. Allí está el humus en el que crece el relativismo, un hedonismo calificado de extravagante (los hippies), el socavamiento de la ética del trabajo, la mirada hacia los demás como objetos…

El otro evento reseñado en la entrevista parece de signo contrario porque se trata de la flotación del dólar, asunto procedente de la era Nixon, en el que sitúa de modo práctico la especulación pura y dura que padecemos. Afirma que el inversor prestaba su dinero con vistas a la creación de riqueza, pero ahora lo importante es hacerse rico sin crear riqueza.

Más recientemente, he asistido a una brillante conferencia del también profesor de Filosofía –en este caso del CEU– Higinio Marín. Estaba organizada por el IESE y casi todos los asistentes eran empresarios. Si entendí bien, su tesis básica sostuvo que se han creado la ciencia política y la económica, con el postulado de su autonomía respecto a cualquier ética. Ambas han venido fraguándose hace muchos años. Situaba el inicio de ese modo de asumir la ciencia política en «El Príncipe» de Maquiavelo, y poco después llegaba la economía sin ética. Todavía Maquiavelo no es puro pragmatismo porque habla de la importancia de la virtud, pero después de aceptar la política como algo basado en lo que, según él, son la naturaleza y las pasiones humanas: maldad, volubilidad, ingratitud, ambición y envidia.

Como puede observarse, los extremos se tocan: el marxismo latente en el mayo de Francia –y una cierta forma de anarquismo: aquel «prohibido prohibir», que suena bien– y el liberalismo, o capitalismo extremo que, al estilo de Rousseau, creyó al hombre tan bueno, que lo hizo peor. El cristianismo cree en el hombre –pero caído y redimido–; marxismo y liberalismo total creyeron sólo en el sistema. Y ambos han fracasado. Por otro lado, los dos hechos históricos citados tienen en común el telón de fondo de la política, una actitud y una ciencia que, sin ninguna referencia más alta, se transforma en un explosivo de potencia increíble. ¿Por qué nos quejamos de políticos y financieros si, de un modo u otro, les estamos pidiendo que mientan por haber caído en la trampa de no admitir ninguna verdad ética por encima de los hombres, las ciencias y los sistemas? ¿Cómo podemos llamar ladrón a quien ha seguido las reglas del sistema? ¿Cómo podemos lamentarnos mientras juagamos a lo políticamente correcto como si fuera, al menos por un tiempo, la «verdad» en la que navegamos?

Los herederos del Mayo francés forman asimismo el cortejo de creadores de esta encrucijada por los frutos citados, que también constituyen una explicación de lo que nos pasa. ¿No formamos todos parte de una generación que ha cambiado conciencia por subjetividad y Dios por mayorías parlamentarias? La subjetividad y las mayorías están ahí y son necesarias, pero dan lo que dan. ¿No somos cada uno un pequeño dios que capitidisminuye al verdadero, lo crea a medida de sus ocurrencias o modas, lo niega o lo ignora, sin valorar el daño causado al hombre? Si no buscamos la incongruencia, requeriríamos un lugar en el que anclarnos, un asomo de perennidad donde asirse.

Tampoco la persona humana singular se explica por sí misma. De hecho, esas ciencias cerradas a algo superior como un postulado ineludible, no son sino resultado de un hombre autónomo, un ser que se cree independiente. Seguramente el secreto está en amar, en excederse, como decía el profesor Marín. Ese amor es apertura, una salida del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí, como trató amplia y magistralmente Benedicto XVI en «Deus caritas est».

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