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El hombre nacido de La Guerra: Henri Ghéon

En marzo de 1942, la publicación clandestina Eaux Vives (no estaba autorizada por los alemanes ocupantes) publicaba estas líneas de Ghéon:

«¡Gracia de la Resurrección sobre las cosas y sobre los hombres, primavera sagrada de Pascua, seas bienvenida! Lo que acabas de hacer en mí, lo puedes hacer en otros aun por los de frente más dura y corazón más seco, por los que se obstinan en no creer, sean individuos o naciones y, en primer lugar, por esta pobre y querida Francia. Y lo harás, estoy cierto que lo harás, cuando llegue el momento. Hoy sufrir, llorar, mas preparémonos para florecer de nuevo.»

Se comprende fácilmente todo lo que esas palabras, y en tales circunstancias, podía contener de latente esperanza y de indefectible aliento.

Ghéon no había de ver más que el preludio de esa primavera de la liberación. Moría el 13 de junio de 1944, pocos días después del desembarco aliado.

Más, su vida y su obra pueden hacer brotar sobre Francia, sobre la Cristiandad, otra primavera distinta. Porque su obra y su vida no son de esas que pronto se apagan; todos los que le conocieron contribuyen a su eclosión,

Sin fe.

Henri Ghéon nació en 1875, cerca de los confines entre Seineet- Marne e Yonne, en Bray-sur-Seine. Su padre era oriundo de Beocia (dep. Loir-et-Cher), su madre de familia normanda. Se educó en el Liceo de Sens. Todo esto, bajo el punto de vista de herencia y de influencias, explica su fineza, su tenacidad, su humor, su buen sentido.

Su padre es farmacéutico; él estudia medicina.

La familia Vangeon (tal es el apellido auténtico de nuestro hombre) es una de ésas que tanto abundan bajo la III República francesa… Como era también la familia de San Agustín: padre impío, madre creyente.

«¡Cuántas buenas familias –indicará Ghéon– se avienen a vivir en dos mundos opuestos: unos según el Príncipe de los Cielos, otros según el príncipe de este mundo!»

Naturalmente, de pequeño fue educado cristianamente. Aprende a rezar sus oraciones, de rodillas, entre su madre y su hermana, ante «el pequeño Cristo de marfil amarillo, clavado en una cruz de ébano». Contempla, a la cabecera del lecho de su madre, una reproducción de la Asunción de Murillo; y la mamá dice reconocerle en uno de los ángeles…

Hizo la primera Comunión con grande fervor. Dos o tres años más tarde tendrá lugar la triste escena que Ghéon ha recordado con viveza de pormenores: «Ocurrió en Bray, durante las vacaciones de Pascua. Mi madre estaba en el cuarto de arriba, vistiéndose para ir a Misa. Yo me encontraba abajo, leyendo. ¿Había pensado bien lo que iba a hacer? Ella me llama, sin que yo le conteste: –¡Enrique, anda, prepárate! ¡Que lle- gamos tarde! Cuando me decido a subir, ya está ella delante, junto al armario de luna, con el sombrero puesto, acabando de meterse los guantes. Y me dice: –«¡Pero, venga, que vas a perder la Misa!» Oigo su voz querida, y me oigo también contestarle, sin levantar los ojos, avergonzado tal vez de mí mismo, pero resuelto:

–¡Yo ya no voy!

La pobre no tiene tiempo de replicarme. Yo añado a continuación:

–¡Qué quieres, mamá, es que yo no creo…!

De este modo ha escogido el joven de quince años. No es que su padre haya hecho algo por ganarlo para sus ideas antirreligiosas; y su madre sigue siendo, secretamente, su preferida; ¡pero qué golpe tan doloroso le ha asestado!

Desde ahora Ghéon vivirá durante veinte años sin Dios, sin necesidad de Dios.

Terminada su carrera de medicina en París, se establece en su villa natal. Ya entonces escribe, y es colaborador de la revista L'Ermitage, la que después se convertirá en la Nouvelle Revue Française. Su generación contaba numerosos escritores de fama, de los que varios fueron amigos suyos. Su más íntimo fue André Gide, seis años mayor que él.

Cuando Ghéon publica su primer libro de versos –escribe Gide– en

15 de octubre de 1898: «No hay en Ghéon ninguna tristeza: es un alma de cristal, de oro, llena de sonoridades maravillosas. Todo lo que la toca, la hace vibrar; nada le deja indiferente; y no obstante, a través de todo, su alma permanece siempre ella misma. Todo le emociona, pero nada le turba; el mundo se contempla en ella con una encantadora, vibrante y sonriente armonía.»

En 1900 Ghéon compone Le Pain, tragedia lírica popular, que no se representará hasta 1902, y Le vielle dame des rues, folletín estrambótico, poético-realista, donde ya se adivina lo que será el arte particular de Ghéon. En 1914 hace representar en el teatro Vieux Colombier, la obra L'Eau de vie. Se hace amigo de Copeau; y Susana Bring, la primera actriz de la pieza, será, creo, más tarde, su ahijada.

Para Ghéon y sus amigos, el arte lo es todo, y según su propia expresión, «el arte recoge el cetro de Dios, que había quedado sin heredero». [N. d T. Expresión blasfema como de un Gheón incrédulo, ateo]

La Belleza, bajo todas sus formas: eso es la dama a quien debe servir el artista.

La música es una de las fuentes de belleza. Ghéon bebe en ella. Su preferido es Mozart, cuyo genio sensible, claro, gozoso, es gemelo del suyo. En 1932 publicará su obra maestra: Promenade avec Mozart.

También le atrae la pintura. El mismo pinta acuarelas, lienzos frescos y luminosos. Aquí sus preferencias son por Vermeer de Delft y por Fra Angélico.

Primeras llamadas.

Ghéon descubre a Fra Angélico en un viaje a Florencia en compañía de Gide. En ese momento su paganismo se desmorona. Porque en la obra del dominico, él intuye no sólo la belleza, sino también la fe que emana de los gestos sobrios, actitudes, miradas, Y Ghéon, tan sensible –solloza de pura emoción en el claustro de San Marcos–, se siente todo conmovido:

«Irresistible imantación del ser. ¡Cuán bella era la luz sobre la terraza de habares en flor, sobre los negros cipreses! Salíamos de Santa Groce, donde moría San Francisco de Asís; de San Marcos, donde Cristo expiraba en la Cruz, o donde la Virgen escuchaba al ángel, en un pasillo desnudo y silencioso. Hasta nuestros sentidos habían cobrado un alma. El arte me había ya arrebatado otras veces, pero nunca como en esta ocasión. Estaba tocando ese límite indefinible entre lo humano y lo divino, entre lo terrestre y lo seráfico, entre lo que es del mundo y lo que es del cielo.»

Por entonces gozaba Ghéon de una vida encantadora. Ya hemos dicho que se había establecido en Bray-sur-Seine; mas su profesión no le absorbía demasiado. Vivía sobre todo en su jardín, cogiendo rosas, gustando los frutos, pasando horas eternas ante el piano, penetrándose de poesía.

Su padre había muerto hacía años. El confiesa no haberle llorado mucho.

Vive con su madre, a quien adora. Y su hermana, viuda muy pronto, con dos niños. Tiene, pues, una familia, sin haberse molestado, como él decía, por fundar una. Tampoco se enreda con ninguna pasión; ha reemplazado el amor, confiesa, por el gozo sin fin. No es rico; tampoco lo ha deseado nunca; le basta una medianía. En una palabra: Ghéon es un ser feliz.

Pero… la gracia de Dios, cuando quiere ganar a un hombre, procede como un diestro estratega: tantea por todos los lados de la fortaleza y aprovecha todas las brechas. Después de aquella conmoción de Florencia con la consecuencia de que el arte es «espíritu», Ghéon va a descubrir que también el sufrimiento tiene que comunicarle un mensaje.

Se tiene el tiempo justo para administrarle los últimos Sacramentos.

El hijo, desesperado por este desenlace, se deja llevar hasta la rebelión contra la Providencia. Años más tarde, él la llamará –con verdadera humildad– su peor blasfemia: En la misa exequial, mientras le rodean sus amigos– Péguy orando con fervor, los demás, por lo menos respetuosos ante las ceremonias, inclinando la cabeza durante la Elevación–, él, con la frente erguida roído de orgullo y de dolor, fija sus ojos en la Sagrada Forma y piensa, con el corazón destrozado: «¡Oh Dios!, Tú no existes, no puedes existir, porque me has quitado a mi madre.»

De todos modos, Ghéon no acepta el haber perdido su madre completamente: Cree que ella habrá recibido en alguna parte la recompensa por una vida de amor y abnegación; y presiente que la volverá a ver. Contradicción, paradoja absurda, pensará alguno. ¿No será, más bien, que en la fe que él creía muerta, vivía aún en algún repliegue del subconsciente y que, como Pascal, él iba buscando algo que hacía tiempo ya había encontrado?

Pasado el tiempo del luto, continúa su viaje vagabundo por Italia, Grecia y Asia Menor. Al volver a París, en 1914, le sorprende la guerra que estalla.

En este momento va a comenzar una aventura de Ghéon, semejante a la de Carlos de Foncauld, de Pascal, de San Pablo, pero que es de una especie única, porque cada santo –o cada cristiano, que es lo mismo – es enteramente diferente de los otros. [NdT: Así debía ser, y en la Iglesia primitiva, todos los fieles, se llamaban «Santos»; desgraciadamente son muchos los católicos que están lejos de merecer ese apelativo]

La guerra.

La frágil complexión de Ghéon había cambiado mucho. Entre los grandes amores de su vida, Francia ocupaba un lugar preferente. Su amor a la Patria –pasión celosa lo llama él– le llevaba a servirla con la literatura y las bellas artes.

Ahora, se enrolaba como médico, y era destinado a un equipo de ambulancia del Norte. En la retirada de Charleroi, caerá prisionero.

Vuelve e París y asiste a las manifestaciones religiosas que preceden a la victoria del Marne, como artista admira la procesión de reliquias y de estandartes, admira, pero aún no toma parte en la ardiente plegaria de la multitud. Aún no ha llegado su hora.

En diciembre, vuelta al frente, por Yser. En el destacamento de la «Villa Siena» (¡qué misteriosa estrella atraía este pastor hacia la búsqueda de Dios!) reinaba el regocijo; regocijo tanto más vivo cuanto era más serio el peligro. Las casitas de esta ribera se iban desplomando una a una, bajo el constante fuego del enemigo, parapetado en la gran loma de enfrente.

Gide había dicho a Ghéon antes de su salida: «Puesto que vas hacia el frente de Bélgica, trata de localizar a Dupouey Ha salido de Cattaro para Dixmuude.»

Hacía diez años que el oficial de Marina Pedro-Domingo Dupouey había entablado amistad con Gide, con ocasión de una carta que le escribió luego de la lectura de uno de sus libros. Nacido de una familia católica, Dupouey también había rechazado los dogmas «que pesaban de un modo insoportable, sobre la razón y sobre el mundo» (esta expresión es de Gide). Después había ido buscando una solución, con inquietud. Por fin había vuelto a la fe, desde su matrimonio en 1911, con Mireille de la Menardiére. Aun después de convertido, el marino mantenía su correspondencia con Gide.

Un amigo que pasa.

A pesar de la gran amistad de Gide con Ghéon, éste no se había relacionado con Dupouey, aunque había oído hablar mucho de él. Gide, empero, deseaba relacionar sus dos amigos. Quizá le había impulsado por un sueño extraño, que convendrá consignar aquí porque explica de modo sorprendente, el «camino de Damasco» por el que iba a entrar Ghéon:

«Pocos días antes de su salida de París –escribe Gide– tuve un extraño sueño, del que no le hablé sino mucho tiempo después, y que, aunque no soy muy amigo de creer en sueños, me dejó muy conmovido. Me paseaba con Ghéon, como habíamos hecho muy a menudo, juntos por Argel, por Italia y últimamente por Asia Menor y Grecia, en donde presentimos toda la preparación de la guerra. Esta vez no sé en dónde nos encontrábamos. Era por la tarde, en un misterioso valle, todo umbroso, deslizábamos sobre un maravilloso tapiz de vapor. El valle se iba estrechando, la tarde se hacía más dulce, y los cantos de los pájaros más suaves: Yo me sentía desfallecer de gozo. Y de repente, cuando aquella suavidad se hacía casi inaguantable, mi compañero se detuvo, me tocó en el brazo y dijo: «No avancemos más.» Su voz era solemne; «no avancemos más, porque en adelante, entre nosotros hay esto»; y aunque no hizo ningún gesto, mi vista baja descubrió en seguida un gran rosario que colgaba de su mano derecha Me desperté lloroso, con el corazón oprimido por una angustia que no se disipó aun cuando me había despertado.»

Cuando Ghéon llega a Nieuport nada sabe del sueño que unas semanas antes angustiara a su amigo. Solamente sabe que Dupouey es amigo de Gide, que los dos tienen los mismos gustos, y que le sería muy agradable, en medio de los azares de la guerra, entablar relaciones con él.

Mas en tiempo de guerra, un sector supone una extensión regular; las precisiones son escasas; con frecuencia hay desplazamientos de unidades. Pasará un mes sin que el deseo de Gide, de unir a sus dos amigos, pueda realizarse

El 25 de enero, en previsión de un ataque próximo, los fusileros de Marina aparecen por aquellos parajes. Ghéon, siguiendo sus intenciones, pregunta al primero que encuentra: «¿Conoces al capitán Dupouey?»

–«¡Ya lo creo: es mi capitán!»

Sin tardanza, Ghéon envía una carta a Dupouey. Era el día 25 de enero, fiesta de le Conversión de San Pablo… No se trataba de una casualidad.

El 27, Dupouey contesta a Ghéon, unas palabras cordiales, aunque guardando bastante las distancias. Le invita a visitarle en su posición de Coxyde. Por causa de las operaciones, la visita tiene que diferirse. Pero entonces, el 28, es Dupouey el que se presenta en el puesto de observación, en donde se halla Ghéon. El capitán Dupouey es robusto, aunque de pequeña estatura, va medio embozado en su capote; lleva la barba oscura; los ojos hundidos.

Los dos combatientes cambian un amistoso apretón de manos, y se despiden «bajo el canto de las marmitas». Tal fue su primer encuentro.

El ataque fracasó; muertos y heridos yacen tendidos por las dunas. El médico militar Vangeon cumple bien su deber. Por la noche escribe en su cuaderno: «Jamás he pensado tanto en la muerte…, no en la mía…»

El 31 de enero, domingo, acude a la invitación de Dupouey. Está en una pequeña ciudad, frente al mar. Los fusileros de Marina que van a despachar su rancho, acogen gozosos al médico. Se sientan apretadamente en torno a la mesa, se abre un paquete de Bretaña, se charla con entusiasmo

Hacia el fin del desayuno, pregunta Dupouey: «¿Quiénes conocen a mi pequeño?, Y saca de su cartera la foto de un bebé gordiflón. «¡Qué bella es la mirada de un niño!», murmura el marino. Luego continúa una conversación casi banal.

Con todo, Ghéon, con su fino oído musical, percibe un cierto canto armonioso continuo, que casi le intimida. Y escribe por la noche en su cuaderno: «Ante él me siento como un chiquillo.» Unos días más tarde escribirá a Gide: «Dupouey es justamente un hombre, un hombre libre que lo comprende todo, incluso el bien.»

El 24 de febrero Dupouey hace una visita de sorpresa a Ghéon, en la alquería en donde éste se aloja. Juntos hacen una breve excursión por las ruinas de Furnes. Este es su tercer y último encuentro.

Y pasan los días. El Domingo de Pascua Ghéon asiste a la Misa Mayor. ¿Por qué? «Por hacer como los otros –escribirá–, para llenar una hora vacía, tal vez para conectar con mi dulce pasado infantil, cuando, vestido de domingo, con mi hermana y mi madre, me encaminaba alegremente a la iglesia, participaba de las delicias del Pan consagrado, o me emocionaba cuando en el coro, iluminado por verdaderos cirios, cirios de cera, sonaba la campanilla para la elevación… La guerra favorece este replegarse sobre los lejanos sentimientos que estaban como desterrados de la memoria… No, no es cosa indiferente el haber sido un niño que rezaba, aunque sólo haya sido de labios afuera, cuando uno siente la vecindad de la muerte. Salí de la Misa sin haber puesto mi adhesión; pero me sentía feliz.»

A la puerta se charla en grupos, tomando el sol, comentando noticias. Esta noche se han disparado algunos obuses sobre Izer. Alguien añade:

«Un oficial de Marina ha sido muerto.» –«¿Quién?» –«No lo han dicho.»

Ghéon piensa súbitamente: «¿Si será Dupouey?» Su gozo se derrumba. «Mas ¿por qué ha de ser él?…»

Quince días más tarde la noticia llega a Ghéon, por un rodeo imprevisible: Efectivamente, Dupouey fue muerto en la noche del Sábado Santo.

Aquello causa en el médico una verdadera crisis desesperada. Entra en su cuarto, solloza angustiosamente. Jamás ha sentido un tal quebranto, excepción hecha de la muerte de su madre. Pero ¿cómo es eso? ¿Por qué esa impresión por un hombre que él casi no conoce, con el que solamente se ha encontrado en tres rápidas ocasiones, a quien no ha hecho y de quien no ha recibido ninguna confidencia? ¡Qué enigma!

Al día siguiente, Ghéon no puede contenerse: es necesario ir a su tumba. En efecto, va a Coxyde, y la encuentra sin dificultad en el cementerio que rodea la iglesia.

Se detiene delante del pequeño montón de tierra, y engarza en su pobre cruz un ramito de boj que su hermana le había enviado el Domingo dice: «¿Rogué por él? Eso es lo que creo; por lo menos, fue como si hubiera rezado. En la excitación en que me encuentro, soy capaz de orar sin creer, de creer para los demás y no para mí mismo.»

Hacia la luz.

Después siente más avidez por conocer mejor a Dupouey; va a visitar al capellán y a los compañeros de armas. El sacerdote le confía el secreto de aquella vida: «¡ Ah, señor Ghéon, Dupouey era un santo! ¡Jamás he encontrado un alma semejante!… Pensaba él constantemente en la muerte, y a medida que se acercaba más, menos la temía. En una palabra: estaba preparado… Usted parece tan conmovido, que voy a hacerle una confidencia: He aquí lo que me escribía, estos últimos días, la esposa de Dupouey: Los dos hemos hecho el sacrificio. Y en cuanto al niño, ya no tiene padre, no tiene nada. ¡Lo confío al Padre que está en los cielos!»

Y ¿hay que llorar cuando muere un santo? Ghéon sale de aquella entrevista «extasiado», como él escribe a Gide. Medita constantemente sobre esa muerte, sobre la carta de la esposa; y escribe un poema al amigo perdido:

….Dices, soy ya feliz; ¡he visto!, dices: Jesús me ha recibido, dices: a la diestra del Padre.

No puedo soportar más el milagroso recuerdo
de tu mirada, mi querido hermano.
¡Si hubiera sabido que él moría antes de la alborada,
sin haber alcanzado la luz!»

Y ése es el punto crucial, la brecha por donde se precipita la gracia… Dupouey muerto, no puede estar muerto por completo. Y si vive en algún sitio, en esa gloria que esperaba, que ha merecido y de la que su recuerdo aparece aureolado, ¡es evidente que Dios existe! ¡y si Dios existe… es necesario creer! cierta ocasión que la viuda es el alma del esposo que se ha retrasado. Si esto es cierto, lo iba a ser precisamente en el caso de Mireille Dupouey.

Parece que la misión sobrenatural que Dios asignó a Dupouey, aunque parece que él no se dio perfecta cuenta en esta tierra, era la conversión de Ghéon. Esta misión la recoge Mireille.

Ella le escribirá, la primera, para agradecerle la buena amistad con su marido, que conoce por Gide. Ghéon se siente conmovido por esa carta y contesta con otra, llena de confianza. Le envía sus poemas, le manifiesta los tormentos de su espíritu, y su inmensa gratitud al que le volvió a abrir las puertas de la fe. Mireille le vuelve a escribir. Y le habla naturalmente de aquel que les sirvió de enlace para completar la misión espiritual del marino. Le dice: «El se había entregado a Dios.» Y añade: «Pedro ruega por usted. El corazón de Dios le llama a grandes voces, por el grito de su tormento interior a aquel lugar adonde es preciso que arribemos, cueste lo que cueste… Pedro sigue siendo su amigo, y de modo más íntimo y perfecto que habla sido antes.»

Cuando el 13 de julio llega el aniversario de la muerte de su madre, Ghéon compone un poema que habla de ella y de Pedro Dupouey. Como no le es posible visitar la tumba de la madre, irá a la de su amigo. Aquel día asiste primero a la Santa Misa.

La fe recobrada.

Continúa la guerra y la vida en el frente con los peligros y también su camaradería. Uno de sus antiguos compañeros esboza este retrato del médico militar Vangeon: «Era muy alegre y se mostraba muy animado; era difícil ver en su fisonomía la violenta lucha que se desarrollaba en su interior… Su risa era como un reír de niño. Cuando contaba alguna anécdota regocijada de nuestra vida errante, tenía un peculiar don de coger al vuelo los rasgos cómicos, y reía a carcajadas. No escapaba uno ileso, si caía bajo la batería de sus chistes… Nunca se preocupa de sí mismo, come cualquier cosa, se aloja como puede; una sola cosa le atenaza: ver caer a sus camaradas, sean oficiales, suboficiales, simples artilleros. Era muy estimado y querido en todos los grupos: desde el último recluta hasta el más alto jefe, todos le tributaban su afecto, que él guardaba en el fondo de su alma.»

En septiembre de 1915 la ofensiva rompe el frente. La víspera del ataque, en la noche, donde palpita tanta vida joven, ofrecida ya a la muerte y que pronto será sacrificada, el médico Vangeon siente su pecho lleno de emoción, emoción que se vuelve en Plegarias. Y luego de veinticinco años de silencio, las palabras del «Padrenuestro» se le escapan, a su pesar, de los labios.

La ofensiva desemboca en desastre. Pero la paz interior sobrepasa toda paz. Ahora Ghéon reza cada día: está volviendo al fervor de su infancia. Mireille Dupouey le ha dejado un cuaderno de meditaciones de su esposo. Tiene también los escritos de Pascal.

Unos días de permiso le llevan a París. Allí cuenta a su hermana el camino que ha recorrido. El gozo de ella y el de los niños, se le contagia. También se lo cuenta todo a Gide, el cual le responde sin ambages: «En el punto en que te encuentras, me parece imperdonable el que aún no te hayas puesto en regla.»

Y con todo aún duda, aun no se ha despojado completamente del hombre viejo. Por fin, en diciembre, se decide: comulgará el día de Navidad.

Y el 25 de diciembre de 1915, en la pequeña capilla de Salesen- Gohelle, tuvo lugar el encuentro de Ghéon con su Dios. Así recogía Navidad lo que había sembrado Pascua. Cuando Gide, el protestante y el inmoral, escribe: «A Dios no puede uno darse, si no es todo entero», ¿no pensaría en Ghéon?

Escritor cristiano.

Terminada la guerra, Ghéon vuelve a París. Entonces publica un libro sobre su conversión: L'homme né de la guerre, en el que cuenta su itinerario espiritual; también publica unos libros de poesía: Foi en la France et joi en Dieu y (El espejo de Jesús) Le miroir de Jésu.

Los antiguos amigos de la Nouvelle Revue française se alejan de él, pero encuentra otros nuevos, como Jacques Maritain, con el que traba estrecha amistad. Entonces vuelve a tomar la pluma, para servir ahora a la verdad y «evangelizar al pueblo fiel». Esta expresión es suya, y expresa bien lo que quería decir. Ese pueblo fiel es la cristiandad, a la que él quiere darle un teatro digno.

El hace brotar ese teatro de las mejores fuentes de la hagiografía: el heroísmo, la renuncia, las luchas interiores y exteriores, las peripecias, hasta lo cómico, por lo menos lo que tiene humorista, todo se puede encontrar en las vidas de santos, de los Balandistas y en la Leyenda de Oro

El canto, la mímica, la danza puede acompañar el espectáculo. ¿Por qué no? «Todo es vuestro», decía San Pablo. Oigamos al mismo Ghéon, hablando sobre su teatro: «Si Dios ha tomado los santos de entre los hombres, ¿no será para que su ejemplo nos instruya? Bajo la influencia del protestantismo, un espiritualismo mal entendido, del todo abstracto, ha suplantado a la fe viva, realista, mística de nuestros mayores. Nuestros tiempos han perdido el sentido de lo maravilloso, de lo concreto, junto con el sentido cristiano [NdT: Estas palabras se refieren a su país y otras naciones donde el Protestantismo tuvo gran influencia. No son tan exactas en España.]. Y es preciso devolvérselo. Abrir otra vez la iglesia y todas las capillas, ante la plaza pública. Restablecer las comunicaciones entre la tierra y el cielo. El prestigio de la escena es grande. Si es verdad que el teatro hace las costumbres, más bien que las costumbres el teatro, creemos un teatro de Santos.»

No entra en nuestro plan –esto traspasaría con mucho los limites de este folleto– estudiar la obra literaria de Ghéon. De todos modos, recordemos que la primera pieza presentada luego de su conversión fue Les trois miracles de Sainte Cècile. Y la segunda, Le pauvre saus l'escalier. Una y otra contaban, con gran delicadeza, un amor conyugal sublime: delicado y tal vez inconsciente homenaje a los esposos Dupouey, escogidos por Dios para volverle la fe.

Santa Cecilia fue presentada en enero de 1921, por las alumnas católicas de la Escuela Superior de Sèvres, en un salón de París. El Pobre mereció los honores de un cartel regular en el teatro Vieux Colombier, que dirigía Jacques Copeau. Pero el público medio no estaba convencido. Entonces Ghéon buscó el modo de conseguir que su público concordara realmente con los actores. Para ello trabaja con el grupo «Art et Foit» de Jacques Debout.

En 1925 funda, con Henri Brochet, los «Compagnons de Notre- Dame», grupo de aficionados, mejor, especie de Cofradía, cuyos miembros acudían a la Misa, a la Comunión y a la oración antes de cada representación, y varios de los cuales fueron pasando del escenario al claustro.

Desde este momento, Ghéon se abandona a su inspiración bien fecunda, por cierto. Más de sesenta piezas son escenificadas, y representadas en París, en las varias regiones de Francia y aun en el extranjero.

Esos «Compagnons de Notre-Dame» dieron nueva vida a los grupos de aficionados.

El cuadro aumentaba inspiración a la obra: así Ghéon presenta Saint Maurice ou l'Obéissance en el Valle de Agaune. Le Mystére de Saint Louis en la Santa Capilla del Santo Rey. La mystérieuse legendre d'Emersinde, en Cordemoy (Bélgica). Esta pieza se representaba al aire libre; los bastidores eran ramas del bosque; los corderos eran verdaderos corderos; la bella Emersinda, subida en una auténtica barca, llegaba por el agua, a la cabaña del ermitaño…, y entre los espectadores, sentados al borde del agua, se encontraba una verdadera princesa y un príncipe: Astrid de Bélgica y su esposo, que presidían la representación, a beneficio de la Abadía que se estaba restaurando.

Renovador de teatro cristiano.

Como Shakespeare, Ghéon es también actor, por lo menos, siempre que hace falta. No alcanza en las tablas muy alta perfección: cierto que actúa de un modo expresivo, truculento a veces; pero es algo oscuro, sigue la pista de su teatro; piensa en mil cosas mientras está actuando: Porque es a la vez director de escena, electricista, tramoyista, encargado del vestuario y administrador.

Cuando no actúa, forma parte del público, y del «buen público», porque ríe, llora, aplaude… Como si la pieza fuera de otro… Admirable sencillez. Se muestra siempre modesto, pasa inadvertido; declina los honores, agitando la mano en gesto de protesta, cuando en una reunión o un congreso, se le quiere hacer subir al estrado de la presidencia.

Su aspecto no es bello: está calvo, tiene ojos abultados, rostro lampiño, algo sonrosados los pómulos; pero la sonrisa llena toda su cara y brilla en sus ojos con cierta maliciosa bondad. ¡Nuestro buen Ghéon!

¡Cuánto me gustaría darlo a conocer, tal y como lo veo en mi recuerdo, luego de los años que ya han pasado!

No es posible enumerar las piezas de teatro, y es difícil escoger unos títulos: La Bergère au pays des loups (Santa Germana), La Pendu dèpendu y La mort à cheval (Santiago de Compostela), Les trois jeunes filles à marier (San Nicolás), Bernardette devant Marie, La vie profonde de Saint François D'Assise

Aunque todas las obras de Ghéon no son de primera categoría, pues de ordinario se contentaba, dada su prodigiosa fecundidad, con cierta fácil mediocridad, pero el público le seguía contento. Y además edificado. Es todo lo que él esperaba.

La obra de Ghéon no se ha limitado al teatro. Ya hicimos alusión antes a su preciosa obra sobre Mozart. Dotado en alto grado de un delicado espíritu de infancia, Ghéon siente predilección en música, por lo tierno, delicado, infantil. Este espíritu él lo reconoce en Santa Teresa de Lisieux.

¿Cómo no iba a estimar, sobre otros santos, a esta jovencita, de una santidad tan heroica, bajo apariencias tan fáciles e infantiles?

Con todo, Ghéon, que tanto había amado la belleza en los tiempos de su paganismo, no admitía sin protestas la exagerada ornamentación con que los Carmelitas quisieron embellecer la capilla de la Santita; esto le ocasionó algún conflicto con los religiosos de Lisieux. Pero después de todo, había evocado tan bien «el alma devorada, conquistadora, igual en ardor, en vigor, si no en genio poético, a la Santa avilesa», que las Hermanas de Teresa Martín bien pueden perdonarle que él no haya admi- tido sus florees…

En esta misma «selección de grandes corazones», presentó también el Cura de Ars. La figura de San Juan Bautista Vianney, la había ya evocado en una larga obra: Les jeux de l'Enfer du Ceil, en donde a través de una intrincada trama de aventuras ya emocionantes, ya humoristas, presenta la figura del viejo cura rural de Francia, con su gran papel de faro y de polo en el pueblecito; el que domina los acontecimientos e ilumina los corazones. Una especie de «Providencia más bien que una simple persona humana».

Ghéon ama todo eso que le domina. Su afición es la alabanza, y nada más que la alabanza. Y toda su obra es un gran elogio. El mismo ha contado cómo un 15 de agosto, mientras rezaba su Rosario, sintió que en su frente se iba sustituyendo la cadena de «Avemaría» con que él celebraba la Asunción de la Virgen, por una cadena de pequeños poemas, que uno a uno, iban echándose a volar, como «pájaros». Esos poemas alados se convirtieron en quince sonetos sobre los quince misterios del Rosario. André Caplet les ha puesto una deliciosa música. El primer misterio glorioso, la Resurrección, dice así:

Ella no dudaba de El;
pronto se cumpliría el día tercero. Había pasado toda la noche orando,
y al alba, respiraba bajo el pórtico a las primeras luces de aquel día; las dos Marías vuelven:
iban las dos cogidas de la mano,
casi tan temerosas como extasiadas.
–«El Maestro ya no está en el sepulcro», dice la una. La otra, de repente.
creyendo que la Madre vacila:
–«¡Madre, Madre, que el Maestro vive!» La Madre, entre sollozos y sonrisas,
Dice: –Hijas, bien cierto lo sabía.»

«In Paradisum.»

Sólo resta añadir dos palabras sobre el fin.

En junio de 1944 Ghéon está en París, enfermo, solo, pues su hermana ha tenido que ausentarse, por el nacimiento de un pequeño.

El se decide a llamar al médico: éste ordena inmediatamente que se le traslade a la clínica. Todo era inútil: al día siguiente, Henri Ghéon, fallecía.

Le asistió y administró los últimos sacramentos su viejo amigo, el Padre Roquet. Se le amortajó con su hábito blanco, pues era Terciario Dominico, y llevaba en la Orden los dos nombres de su hermano en el Señor: Pedro-Domingo. Luego, por radio y por carta, se procuró avisar a los amigos de la fecha para los funerales. Tuvieron lugar el 15 de junio del 44.

La Providencia permitía que antes de morir tuviese noticia de un último grande gozo, la inminente liberación de Francia. En torno al féretro, en la iglesia de Passy, nos encontrábamos algunos fieles. Después de la misa nos reunimos en la vecina plaza. Su amigo Jacques Reynaud, con la voz anegada en lágrimas, pronunció algunas palabras. Luego el Padre Roquet se adelantó junto al coche fúnebre que iba a conducir los restos de Ghéon, y comenzó a recitar una larga letanía, que no era como las otras conocidas: invocaba a la Santísima Virgen y a todos los santos que Ghéon había cantado sus obras, y les suplicaba le quisieran salir a su encuentro y acompañarle hasta el Paraíso.

El sol llenaba la plaza; en los árboles alboroteaban los pájaros; el cielo estaba resplandeciente como un pabellón de rey. Teníamos todos los ojos arrasados de lágrimas, y con todo –¿cómo explicarlo?– no estábamos tristes. Y pensábamos: ¡Qué feliz debe de ser ya nuestro querido Ghéon!

Nunca habíamos sentido con más certidumbre si no es en los entierros de pequeñuelos que Ghéon reposaba «allá», que estaba ya en el Paraíso, recibido en el gozo eterno por los ángeles, los santos, la Virgen Santísima y Nuestro Señor.

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