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Monasterio de Santa Catalina, Monte Sinaí, el Santo Sepulcro, Jerusalén: el rostro de Cristo

Como ya pudiste observar en Milledgeville, Georgia, el «mundo católico» no se limita a los territorios de pertenencia católica, o en los que actúa La Iglesia Católica. En esta tercera carta desearía llevarte a dos lugares diferentes, dentro del «mundo católico»: el primero es un monasterio greco-ortodoxo, y el segundo, una iglesia dividida entre un conjunto de comunidades cristianas que durante siglos se han disputado el derecho de propiedad. Como ya he indicado antes, catolicismo y solidez son términos afines. Nos centramos ahora en dos lugares de sólida raigambre, situados en el límite entre lo divino y lo humano; unos lugares donde han ocurrido cosas de consecuencias decisivas.

No se sabe con certeza dónde está situado exactamente el Monte Sinaí, el monte en el que Dios se encontró con Moisés, según la Biblia hebrea. Una tradición de peregrinos que se remonta hasta el año 400 d.C. identifica el «Monte Sinaí» von Jebel Müsa, una montaña con dos cumbres, de unos 2.000 m. de altura, situada en la región sur de la península del Sinaí. El paisaje parece de lo más apropiado para la narración. Jebel Müsa es una montaña muy empinada y escabrosa, que se alza entre dos picos cercanos, y con una gran explanada en la base de la cordillera. Sobre la localización exacta de los escenarios bíblicos se han escrito infinitas tesis doctorales; hoy día, la opinión más fiable acepta que los primeros peregrinos cristianos tenían razón: el Jebel Müsa (montaña de Moisés) es el lugar donde Dios se encontró con Moisés en la zarza ardiente, donde se proclamaron los Diez Mandamientos, y donde se selló la Alianza entre Dos y el pueblo de Israel.

Después de doce siglos de dominación islámica, se olvida fácilmente que el desierto de Egipto fue la cuña del monacato a principios de la historia cristiana, empezando con San Antonio a mediados del siglo III. Los monjes llevaban una vida extremadamente rigurosa, igual que los «anacoretas» o los «ermitaños», que vivían en total aislamiento. Cuando se corrió la voz, por medio de los peregrinos, de que el Jebel Müsa era el lugar donde se habían desarrollado los dramáticos acontecimientos que se cuentan en el libro del Éxodo, los ermitaños empezaron a instalarse en la umbría cara norte de la montana, el lugar tradicional de La zarza ardiente, donde Moisés se encontró por primera vez con el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. En el año 527 Justiniano, emperador de Bizancio, mandó construir un monasterio en esa misma región.

Posteriormente fue necesario elevar sustancialmente los muros para proteger a los monjes de las peligrosas incursiones de ladrones. En época ya muy posterior se logró establecer un «modus vivendi» con los invasores musulmanes, permitiéndoles construir una pequeña mezquita en el interior del recinto. Los beduinos, que durante siglos han ofrecido seguridad al monasterio, podrían decir cómo llegaron a venerar a Moisés, al que consideran como profeta.

Justiniano dedicó a María la iglesia del monasterio y, al mismo tiempo, en conmemoración de la Transfiguración de Cristo. Ya en el siglo VIII, cuando por razones de seguridad se trasladaron a Jebel Müsa las reliquias de Santa Catalina de Alejandría, todo el complejo se dedicó a su memoria. Hoy día, el monasterio de Santa Catalina es una iglesia ortodoxa autónoma, cuyo abad (hegoúmenos, en terminología ortodoxa) es consagrado per el Patriarca greco-ortodoxo de Jerusalén con un título tan impresionante como «Arzobispo de Sinaí, Pharán y Raitho». A pesar del aislamiento y austeridad de Los alrededores, Santa Catalina es una floreciente comunidad cristiana con sus dos docenas de monjes encargados de atender a las necesidades pastorales de unos nueve mil cristianos de la región, la mayoría de ellos dedicados a la pesca en el Mar Rojo.

Esos mismos monjes cuidan de algunos de los tesoros más importantes del mundo cristiano: el Códice Sinaítico, uno de los manuscritos más antiguos de la Biblia Griega que se conservan a día de hoy, descubierto en la biblioteca del monasterio por el biblista alemán Constantin Tischendorf en 1844; el Codex Syriacus, una traducción de los Evangelios al siríaco, realizada en el siglo IV; unos tres mil manuscritos en árabe, georgiano, eslavo, siríaco y griego, y una incomparable colección de iconos.

Uno de esos iconos es el motivo de nuestra visita a ese lugar, donde se palpa el paso del tiempo. Es el marco perfecto para apreciar la riqueza encerrada en el icono más famoso de Santa Catalina el «Christós Pantokrator», «Cristo, Soberano absoluto», «Cristo, Rey universal».

Es el momento de hablar sobre los iconos y sobre la controversia que se produjo en el primer milenio, conocida como «iconoclastia». Pero antes habrá que hablar de los iconos.

Un icono no pretende ser una obra de arte descriptivo, como se suele hablar de un cuadro, por ejemplo, de Rembrandt. El icono lo «escribe» (no, lo «pinta») un iconógrafo, para el que su obra es una vocación (no un mero trabajo) y una forma de oración. Un iconógrafo «escribe» iconos, porque se considera llamado por Dios para realizar esa obra, y escribe determinados iconos como fruto de su meditación y oración sobre algún misterio de la fe. EI producto, el icono, pretende ser una nueva frontera entre lo divino y lo humano, una ventana al misterio que transmite pictóricamente.

En terminología teológica occidental, y pidiendo perdón a los sabios por el anacronismo, el icono es un símbolo que hace presente su contenido. Una pintura convencional de Occidente, como el retrato de Santo Tomás Moro, de Holbein, dice simplemente: «Así era este personaje». Holbein no pretendió hacer presente a Santo Tomás Moro, en el sentido de que los que contemplen el cuadro puedan «encontrarse» con el antiguo Lord Canciller y «hombre para todas las estaciones». El anónimo genio iconográfico que escribió el «Christós Pantokrator» pretendía precisamente eso: que en el Christós Pantokrator, nosotros encontráramos a Jesucristo, el Señor.

¿Cómo puede ser eso? Volviendo a Moisés y a los Diez Mandamientos, ¿qué pasó con la condena bíblica de la idolatría, con su prohibición absoluta de cualquier representación de Dios, sea pictórica o artística? ¿Cómo es que un icono no es un ídolo?

Cuando el movimiento cristiano desplazó masivamente a los dioses de la antigüedad griega y romana, todo el inundo, cristiano o no, pudo muy bien haber imaginado que eso significaba la muerte del arte religioso. El cristianismo, en masas aceptó la Biblia hebrea como revelación de Dios; y eso quería decir: «No te harás ninguna imagen o escultura» (Éx 20,4). Cuando el cristianismo se encontró con el pensamiento platónico que dominaba en el mundo mediterráneo, algunos filósofos cristianos empezaron a enseñar que la «imagen de Dios» en nosotros, y especialmente en Cristo, se sitúa en el «alma racional». Y qué duda cabe que nadie puede pintar, esculpir o representar en un mosaico el alma racional. Para esos pensadores, todo intento de representar en nosotros la «imagen de Dios» es idolátrico y filosóficamente absurdo. Si esa mentalidad hubiera prevalecido, habría significado la condena del arte religioso.

Sin embargo, el triunfo del cristianismo en el mundo romano produjo realmente una floración extraordinaria y sin precedentes de creatividad artística, que continúa hasta el momento presente. Pues bien, ¿qué ocurrió? Lo más sólido, lo más terrenal de las pretensiones cristianas, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios se hizo carne en Jesús de Nazaret, se convirtió en el tema principal para la iconografía y las representaciones artísticas cristianas. La Encarnación, en vez de negar el arte, se convirtió en la garantía suprema del arte religioso. Pero eso da que pensar. Y vale la pena hacerlo.

La batalla teológica entre iconoclastas, que destruían literalmente los iconos, y defensores de la iconografía se prolongó por casi doscientos años. Mucha sangre se derramó cuando los emperadores bizantinos entraron en la contienda; y lo que hubiera sido la expresión más imponente del arte religioso en toda la historia quedó destruido en el proceso. Aunque la controversia se prolongó hasta el año 843, La solución teológica del problema tuvo lugar el año 787 en el Segundo Concilio de Nicea. Lo que prevaleció fue un argumento de solidez, que giraba en torno a la tangibilidad, por así decir, de Cristo, Hijo de Dios en la carne.

En el Segundo Concilio de Nicea, los defensores de las imágenes objetaron a sus adversarios iconoclastas: «Desde luego, estamos de acuerdo en que el Hijo es la imagen de Dios Padre; eso es lo que declaró el Concilio de Nicea, el año 451; y nosotros lo aceptamos. Pero vosotros, los iconoclastas, no entendéis otro elemento: la imagen del Padre se ha hecho humana en la encarnación. Cuando María dijo sí al desconcertante mensaje del ángel Gabriel, la imagen de Dios se hizo hombre. Jesucristo no era un hombre ficticio, un Dios disfrazado de carne. Y tomar eso en serio es tornar muy en serio lo físico y lo material. Eso nos lleva a los iconos».

Como dice el historiador de la universidad de YaIe, Jaroslaw Pelikan, resumiendo el argumento que se impuso en ese debate, «un icono no es un ídolo, sino una imagen de la Imagen». Y añade Pelikan que los defensores de los iconos apretaron a fondo su razonamiento, diciendo que la «fabricación de imágenes» empezó con el propio Dios, porque el Hijo es imagen del Padre, y por medio de esa imagen, que es la Segunda Persona de la Trinidad, el Logos, la Palabra, Dios crea el universo. Todo en el mundo forma parte de lo que Pelikan llama una «gran cadena de imágenes», cuyo origen está en el interior de la vida de Dios, en la Santísima Trinidad.

Pues bien, ¿qué ocurre con la idolatría?

Los defensores de los iconos enseñaban que la idolatría es el intento de la arrogancia humana de «controlar» lo divino por medio de imágenes, de cruzar el abismo infinito entre lo humano y lo divino sólo con el propio esfuerzo. Y continuaban diciendo que lo que sucedió en la Encarnación fue que alguien había cruzado por nosotros ese abismo. Jesucristo, realmente divino y realmente humano, es la imagen viva, hecha carne, que completa la gran cadena de imágenes; es el Hijo de Dios hecho carne, que incorpora lo divino al mundo humano y eleva al hombre a la vida interior del propio Dios. Ese Dios que un día prohibió al pueblo de Israel hacer imágenes de Sí mismo, nos ha dado la verdadera imagen, y precisamente en la carne. Cuando Dios entra en la historia, los acontecimientos de la historia de salvación, «escritos» para nosotros iconográficamente, pueden ser auténticas imágenes de la Imagen.

Bien.

Debería pedir perdón por este breve desvío teológico que considero bastante elevado; sólo deseo insistir en que es muy importante para fijar un tema que ya he abordado con anterioridad: Catolicismo es realismo. ¿Por qué fue tan importante la controversia iconoclasta? Los defensores de los iconos tenían razón, y la Iglesia hizo lo correcto al dársela, porque se trataba nada menos que de la pretensión cristiana de que podemos tocar la verdad de nuestra salvación. El cristianismo, aun en su forma neoplatónica más abstracta, no es simplemente una cuestión de ideas, aunque sean verdad. El cristianismo es cuestión de ideas hechas carne: Dios hecho hombre, y hombre divinizado.

Ese es el Cristo que encontramos en el «Christós Pantokrator».

* * *

Por estar muy lejos de caminos trillados, el monasterio de Santa Catalina y sus iconos pudieron escapar al saqueo y destrucción por los iconoclastas. Descubierto bajo sucesivas capas de pintura, el Christós Pantokrator es una imagen de Cristo en postura típicamente iconográfica: mirando de frente, con una corona de oro y un halo en la cabeza, apretando contra el pecho una Biblia con profusión de incrustaciones (el que es la Palabra de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, sostiene la palabra escrita, la Sagrada Escritura), con la mano derecha levantada en un gesto que es, al mismo tiempo, de saludo y de bendición, con el pulgar y el anular tocándose (en reconocimiento de las dos naturalezas unidas en la única persona de Cristo), con los dedos índice y medio cruzados (como instrumento de salvación). Los colores son impresionantemente ricos: oro y marfil, lavanda y rojo sangre. Pero lo que más nos atrae en el icono y nos empuja a un encuentro personal con el Señor es el rostro, lleno de majestad y de calma, impresionantemente masculino.

Un rostro único, porque Cristo es único. Sin embargo, el iconógrafo, al diseñar un rostro con dos expresiones sutilmente distintas, nos introduce en el corazón del misterio mismo de Dios, el Hijo de Dios hecho carne. A pesar de ser tan humano, se ve –mejor dicho, se siente – que, aunque es un rostro verdaderamente humano, no es como una cara que hayamos visto con anterioridad. Desde una perspectiva de su rostro, está en el tiempo, pero desde otra, está más allá del tiempo. Es como cualquier otra persona humana (es decir una persona con su tiempo, su espacio y su historia), pero también es trascendente, eterno. Nos encontramos con él en su humanidad; pero nos atrae a su divinidad. Como escribe el profesor Pelikan, es la encarnación de tres elementos trascendentes: «el que fue encarnación no sólo de la Verdad, en su enseñanza, y de la Bondad, en su vida, sino también de la Belleza, en su figura como «el más bello de los hombres» (Sal 45,2)». En la verdad, bondad y belleza de su majestad atisbamos la gloria de nuestro propio destino humano, si creemos en él y en su poder para transformar nuestras vidas en una participación en su vida divina. Verdad, bondad y belleza coinciden en Cristo, imagen del Padre desde toda la eternidad, e hijo de María de Nazaret, según la carne.

Ese Christós Pantokrator, que probablemente «se escribió» en Constantinopla en el siglo VI, encarna iconográficamente un tema que fue clave para la doctrina del Concilio Vaticano II en el siglo XX. En Jesucristo encontramos la verdad del Padre misericordioso, y la verdad sobre nuestra humanidad. Como dijeron los Padres del Concilio, «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre lo sublime de su vocación» (Constitución Gaudium et Spes, 22).

«Espiritualidad», como se define en los centenares de libros que sobre ese tema se pueden encontrar en las librerías, es nuestra búsqueda de «lo religioso». En ese sentido, el catolicismo no es, precisamente, «espiritualidad». Según el gran teólogo suizo del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, el catolicismo es referencia al Dios que va en busca de nosotros; y nuestra «búsqueda» implica aprender, a lo largo de nuestra propia vida, a caminar por la historia de la misma manera que lo hace Dios. La Iglesia insiste en que la razón humana nos puede llevar a Dios, en el sentido de que la razón humana es capaz de «encontrar» la existencia real de Dios a base de argumentos racionales. Pero al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, al Dios que es el Padre de Jesucristo, no podemos encontrarlo por la pura razón, como tampoco podemos descubrir por esa vía los atributos de Dios. Eso requeriría una demostración; y esa demostración de la verdad sobre Dios, Padre misericordioso, nos llega a través de la encarnación del Hijo de Dios, que nos muestra al Padre y su misericordia.

Desde tu infancia has oído la parábola del «hijo pródigo» (Lc 15, 11-32), que más exactamente es la parábola del «padre misericordioso». Es verdad que es el hijo extraviado el que crea el dramatismo de la situación por su despilfarro y su decisión (bien calculada) de regresar a casa como empleado. Pero el centro del drama está ocupado por la figura del padre, que desde lejos observa el camino y corre al encuentro de su hijo antes de que este llegue a casa. El padre descarta toda clase de pragmatismo y cálculo racional, porque no puede imaginar a su propio hijo como mero empleado suyo; por eso, corre a su encuentro, lo abraza y lo lleva a casa como lo que es, su hijo. El padre misericordioso que aquí nos revela Jesús no está a la espera de que nosotros imaginemos nuestra dependencia, ni responde al reconocimiento de nuestros fallos aceptándonos «en su casa» en condiciones menos dignas. No; él va a buscarnos y se apresura a darnos un abrazo que restaure lo que por herencia nos corresponde y que hemos dilapidado por nuestro egoísmo. En su hijo hecho carne, el Padre misericordioso quiere devolvernos nuestra condición de hijos. En el lenguaje que podría haber usado el escritor del icono «Christós Pantokrator», lo que el Padre nos ofrece sin tasa ni medida es la thésosis, una «divinización», una restauración de lo que él quería para nosotros desde el principio, pero que nosotros perdimos por nuestra obstinación. Esa es la «buena noticia» del Evangelio. Pero hay más. Como afirma el Concilio Vaticano II, y nosotros hemos aprendido al acercarnos al «Christós Pantokrator», Jesús nos revela quiénes somos en realidad y quién es Dios. Y lo que creemos que somos tiene mucho que ver con el desarrollo de la historia moderna. Vamos a verlo.

En el mes de junio de 1959, la Comisión Preparatoria del Concilio Vaticano II escribió a todos los obispos del mundo pidiéndoles que ofrecieran temas para su discusión y estudio. Las respuestas que llegaron de todo el mundo católico llenan varios volúmenes de las Acta oficiales. Curiosamente, algunas de las propuestas anticipaban ya los temas fundamentales que habrían de dominar los debates durante el Concilio: forma del culto católico, relación entre Sagrada Escritura y tradición, función de los obispos locales y del «colegio» de obispos, libertad religiosa como derecho humano. Pero lo que más llama la atención de cualquiera que hojee los primeros volúmenes de las Acta es lo mundanas que son muchas de las sugerencias. Seguro que muchos de los obispos no esperaban que el Concilio se fuera a embarcar en un examen minucioso de la auto-comprensión y práctica católica. Convencidos de que el Concilio iba a ser breve, limitándose a ratificar los documentos elaborados por Roma, muchos obispos estaban interesados en que se abordaran ciertos temas administrativos que les preocupaban en su actividad diaria; por ejemplo, había quien deseaba algún cambio modesto en el Derecho Canónico, mientras que otros querían que se les concediera la potestad de permitir ciertas actuaciones, o eximir de determinados compromisos, sin tener que llevar el caso a Roma. Al leer los primeros volúmenes de las Acta, se tiene la impresión de que muchos obispos se imaginaban que el Vaticano II iba a ser un ejercicio de pura administración eclesiástica. La sugerencia que me pareció más divertida venía del arzobispo de Washington, D.C., Patrick J. O'Boyle. Después de enumerar una media docena de temas domésticos, el arzobispo O’Boyle proponía que el Concilio, «a la luz de las doctrinas sobre la creación y la redención», se pronunciara sobre «la posibilidad de que exista vida inteligente en otros planetas». Cuando leí esa propuesta en un archivo de Roma, no pude menos de echarme a reír estrepitosamente, tanto que el archivero me preguntó qué me había provocado tal hilaridad. Y es que la redacción latina es aún más divertida. No se me ocurrió más que esta respuesta: «Bien, después de quince años trabajando en esto, tendría que haber pensado que lo primero que podría haber deseado el arzobispo de Washington sería la posibilidad de que existiera vida inteligente en su propia diócesis.

Entre las propuestas de las Acta se puede leer la sugerencia del obispo auxiliar de Cracovia, un polaco de cuarenta años, de mentalidad más bien filosófica, llamado Karol Wojtyla, casi desconocido en Roma, que no había enviado propuestas de tipo doméstico, sino una especie de ensayo filosófico sobre una sola cuestión: ¿Qué había ocurrido en el mundo? ¿Cómo es que el siglo XX, que había empezado con tantas expectativas para el futuro de la humanidad, pudo producir en un exiguo arco de cinco décadas dos guerras mundiales, tres sistemas totalitarios, Auschwitz, el Gulag, montañas de cadáveres, océanos de sangre, las mayores persecuciones en la historia del cristianismo y una guerra fría que amenazaba el futuro del planeta? ¿Qué había sucedido?

Lo que había sucedido, según Wojtyla, era que el gran proyecto del humanismo occidental se había salido de sus cauces. Una concepción de la persona humana extremadamente defectuosa, unida a la tecnología moderna, había convertido el siglo XX en un auténtico matadero. Toda idea tiene sus consecuencias, pero las malas ideas tienen consecuencias letales. En la primera mitad del siglo XX, unos cien millones de hombres pagaron con su vida las consecuencias de unas ideas extremadamente tortuosas sobre quiénes somos.

Pues bien, ¿qué había que hacer? La propuesta de Wojtyla consistía en que la Iglesia Católica asumiera una gigantesca misión intelectual, cultural y espiritual de rescate. La Iglesia tenía que ayudar a rescatar el humanismo, el gran proyecto de la Modernidad, proponiendo una vez más, con absoluta claridad y convicción, el auténtico significado de la humanidad frente a Cristo. En Cristo encontramos la verdad de que el hombre, si se aleja de Dios, pierde todo contacto con las exigencias más profundas de su humanidad. En Cristo se revela la verdad de que la obstinación no es libertad, sino una forma de esclavitud. En Cristo encontramos la verdad de que hombres y mujeres que orientan su vida hacia un horizonte de posibilidades trascendentes son los verdaderos servidores del progreso humano aquí y ahora. En Cristo encontramos al Padre cuya misericordia redime nuestra humanidad y colma nuestro verdadero destino, que es un destino eterno. Un humanismo sin Dios es poco humano y, en última instancia, decididamente inhumano. Como escribía san Agustín en sus Confesiones:

«Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Sólo Cristo podrá satisfacer las inquietudes del corazón hoy en día. Y es que un humanismo centrado en Cristo es el verdadero humanismo, el que ennoblece al ser humano.

Como he apuntado hace un momento, la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos que, a lo largo de su historia, proclama la Iglesia Católica exige una demostración. Esa demostración nos la ofrece la vida de Jesús, que culminó en los sucesos de su pasión, muerte y resurrección. Por eso, pasemos ahora al lugar en el que, según la tradición, tuvo lugar el último acto del drama de salvación.

Al entrar en la ciudad vieja de Jerusalén por la puerta de Jafa, a unos treinta metros se tuerce a la izquierda y se llega a Calle de David. Lo suaves peldaños de la calle nos llevan, unos veinte metros más adelante, a la Calle del Barrio Cristiano, donde hay que torcer otra vez a la izquierda. Los grandes bloques de piedra que forman el pavimento son de la época de Herodes el Grande. A la derecha, una señal de tráfico nos lleva a una calle cubierta. Siguiendo esa calle hasta el final, un nuevo giro a la izquierda nos deja en una especie de patio, o plaza, frente a la iglesia del Santo Sepulcro.

Al principio, uno se encuentra un tanto desorientado porque, al entrar, no da la impresión de que se trate de una iglesia aislada, sino mis bien de una mezcolanza de capillas. Al entrar por la puerta principal nos encontramos con una piedra empotrada en el suelo, que tradicionalmente se ha llamado «Piedra de la Unción», donde el cuerpo de Jesús fue ungido después de ser retirado de la cruz; la piedra es «propiedad» de la Iglesia Apostólica Armenia, de la Iglesia Ortodoxa Griega y de la Iglesia Católica. A la derecha, subiendo diecinueve escalones muy empinados, se abre una especie de ático con dos capillas mayores, una cuidada por la Iglesia Católica y otra por la Iglesia Ortodoxa. Es el sitio tradicional del Calvario, que corresponde a las estaciones once y doce del viacrucis: Jesús clavado en la cruz y Jesús crucificado. Entre las dos capillas se encuentra la estación trece: Stabat Mater, en la que un altar católico recuerda a María recibiendo en sus brazos el cadáver de su Hijo, en la postura ya famosa de la Pietá, de Miguel Angel.

A la izquierda de la Piedra de la Unción se gira alrededor de una enorme estructura de piedra cuadrada, con vigas de refuerzo para contrarrestar los daños causados por el terremoto de 1927. Es la Edícula. Toda el área circundante, la «Anástasis» (Resurrección), está rodeada por una rotonda recientemente restaurada y decorada al moderno estilo Italiano, un tanto delirante. Llegar a un acuerdo sobre su restauración, a pesar de la siempre presente posibilidad de derrumbe, llevó décadas de disputas entre ortodoxos, armenios y católicos. En el interior de la Edícula hay dos capillas; la primera es la Capilla del Ángel, así llamada por referencia al personaje que en la mañana del Domingo de Pascua se apareció a las mujeres sorprendidas por lo ocurrido (Mt 28,2-7; Mc 16,5-7). Una pequeña puerta da acceso a la segunda capilla, adornada con mármoles y llena de candelas. El recinto es tan reducido, que sólo caben tres personas arrodilladas en su interior. Aquí, según la tradición, estuvo el cadáver de Jesús desde la tarde del Viernes Santo hasta el Domingo de Pascua. Un atareado monje ortodoxo, con la mano extendida para recibir una «ofrenda», se afana para que peregrinos y turistas entren y salgan ordenadamente. Junto al muro exterior, fuera de la Edícula, un monje copto dirige las oraciones y servicios en voz tan alta, que sorprende a los oídos poco acostumbrados, y a veces con unos gritos que son el disfraz de una protesta por haber excluido a los coptos de la responsabilidad por la Edícula. Pero el caso es que, si hay que lamentar la situación, los coptos tienen menos motivos que, por ejemplo, los etíopes ortodoxos, confinados a un escuálido «monasterio» situado en la azotea y con celdas de latón muy basto, que recuerdan la asfixiante oficina desde la que Alec Guinness dirigía la ingeniosa batalla contra el coronel Saito en la película El Puente sobre el río Kwai. Los domingos, si te presentas a las 6,30 de la mañana para asistir a la misa celebrada por los franciscanos en la Edícula, podrás ver cómo a las 7,30 en punto se enrolla la alfombra católica», que está frente a la Edícula, y se desenrolla la alfombra «ortodoxa».

De buenas a primeras, resulta difícil no considerar todo eso como un lamentable alboroto. El ruido, los olores, la paupérrima iluminación, la llamativa cúpula de la rotonda, la competitividad apenas reprimida entre las diferentes comunidades cristianas (cuyas relaciones obedecen hasta hoy al statu quo impuesto por los turcos otomanos, que es lo único en que parecen estar de acuerdo las diferentes facciones) no sólo causa extrañeza, sino hasta verdadero escándalo. ¿Es posible que los cristianos se comporten como si estuvieran en guerra civil por lo que todos coinciden en considerar como los lugares más importantes de la historia humana?

Pero, a pesar de todo… Se nota que, aunque es en domingo, la misa que celebran los franciscanos no es la misa normal del domingo correspondiente, sino la del Día de Pascua, lo cual hace que no puedas menos de unirte a la antífona latina: Haec dies quam fecit Dominus, exultemus et laetemur in ea («Este es el día que hizo el Señor, exultemos y alegrémonos en él»). Y es que te das cuenta, como nunca, de que cada domingo es Pascua, día de la Resurrección del Señor. Terminada la misa, observas a los peregrinos en oración personal detrás de la duodécima estación del viacrucis y con lágrimas que se les escapan por entre las manos mientras se cubren el rostro. Luego, se puede besar la Roca del Calvario, la Piedra de la Unción, e incluso el mismo Santo Sepulcro. A continuación, todos parecen transformados, los coptos con sus gritos, los etíopes con su aislamiento, los griegos ortodoxos con su insolencia, los franciscanos con su apatía. Si Dios vino a buscarnos en la historia, si el Hijo de Dios nos redimió en su propia carne, ¿tendremos que rechazar la solidez de todo eso? Dios no lo hizo así, es verdad; y su Hijo tampoco. Ahora se entiende por qué los griegos ortodoxos han acertado al llamar ómphalos («ombligo») a un punto del pavimento de mármol de su catedral, frente a la Edícula. Eso es el centro del mundo, el centro de la Historia.

Un literato que entendió bien esa realidad fue el gran novelista inglés Evelyn Waugh, convertido al catolicismo. No es fácil encontrar un ejemplar de la obra de Waugh, Helena, que la mayoría de los críticos literarios consideran corno una obra menor; pero vale la pena buscar y leer esa obra. El propio Waugh la consideraba como su obra «más ambiciosa», aun bajo su apariencia de experimento técnico. En ella, una joven, la emperatriz Helena, madre de Constantino (que construyó la primera basílica del Santo Sepulcro en el año 325), habla como un adolescente británico en la edad del pavo. El novelista construye un relato ficticio de la confrontación entre mito e historia. Elena estaba convencida de que algo había ocurrido, y se decidió a encontrar lo que Waugh describe en una carta como «elemento fundamental y físicamente histórico de la redención»: la auténtica Cruz de Cristo.

En su novela, engañosamente simple, Waugh trataba del falso humanismo sobre el que el joven obispo Karol Wojtyla escribió en su respuesta a la Comisión Preparatoria del Concilio Vaticano II. En opinión de Waugh, lo que no entendían algunos humanistas admirables, aunque un tanto embotados, como Aldous Huxley (Un mundo feliz) y George Orwell (1984), era que el agnosticismo moderno o el humanismo ateo eran una variante del viejo enemigo del cristianismo, el «gnosticismo», la herejía que niega la importancia, e incluso la realidad, del mundo material. En el fondo, el gnosticismo es una negación de los hechos esenciales de la vida, incluido el sufrimiento y la muerte. La verdadera Cruz que Elena se dedicó a buscar, ya en edad avanzada, esa «maldita madera en la que fue clavado Cristo en su agonía», como dice uno de los biógrafos de Waugh, es el símbolo de nuestra condición de creaturas y de nuestra condición de redimidos. Eso es lo que el peregrino encuentra en la iglesia del Santo Sepulcro. Sin esa solidez fundamental, el cristianismo no es más que uno de los innumerables cultos mistéricos que proliferaron por el antiguo mundo mediterráneo. Con esa «maldita madera», testigo tangible del misterio de la Encarnación, se abre la ventana a lo sobrenatural, y el «mundo real» con sus agonías y sus gozos se sitúa en la perspectiva adecuada, la del Reino de Dios, que hace su entrada en el mundo y en la historia a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo.

Todo eso tenía en mente Evelyn Waugh cuando escribió a Orwell agradeciéndole el envío de un ejemplar de su novela 1984, primera obra tremendista de Orwell sobre los horrores de un futuro totalitario. Waugh felicitó a Orwell por su ingenuidad novelística; pero también le dijo que «el libro no ha logrado ponerme carne de gallina, como presiento que Vd. pretendía».

¿Por qué? Porque «los que aman a un Dios crucificado jamás podrán pensar que la tortura es todopoderosa». Así es, los hombres y mujeres que aman a un Dios crucificado son los verdaderos humanistas, porque han recibido la gracia de conocer en su propia carne la medida auténtica de una humanidad redimida a costa de tanto sufrimiento y destinada a la gloria. Esa es la razón por la que, el día 26 de marzo de 2000, lejos de las miradas del mundo, algo insólito sucedió en la iglesia del Santo Sepulcro, algo que transmite mejor que una infinidad de volúmenes el profundo significado de este lugar. Era el último día que el papa Juan Pablo II pasaba en Jerusalén, después de una larga semana de peregrinación por Tierra Santa, que había despertado la atención internacional. Al término de uno de los últimos actos protocolarios del día, un almuerzo en la residencia del representante oficial del Vaticano, el papa preguntó si se le permitía volver privadamente, como un peregrino más, a la iglesia del Santo Sepulcro, donde aquella misma mañana había celebrado una misa televisada. Las autoridades asintieron, y Juan, Pablo II, a sus casi ochenta años y con dificultades y dolores al caminar, subió los diecinueve escalones de piedra hasta la duodécima estación del Viacrucis, y se sumergió en oración. Aquel anciano sacerdote polaco, que había desplegado una valentíainquebrantable frente a las más crueles tiranías modernas, había decidido orar en el Calvario, el lugar donde el Hijo de Dios había ofrecido al Padre todos los miedos y los afanes del mundo, para liberar a la humanidad de sus más profundos temores. Y así lo hizo, satisfaciendo un profundo deseo de su acendrado cristianismo y ratificando las propuestas que hacía cuarenta años había enviado a la Comisión preparatoria del Concilio Vaticano II, concretamente, que la Iglesia tiene que dar testimonio de Cristo, que es el que verdaderamente nos revela quiénes somos en realidad y nos capa cita para ser radicalmente humanos. «Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros; y contemplamos su gloria, la gloria del Hijo único del Padre, lleno de amor y de verdad» (Jn 1,14). Él es la verdadera medida de quiénes somos nosotros. En su rostro sagrado encontramos la verdad sobre nosotros mismos, lo que realmente somos en la carne.

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