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Del Marxismo a Cristo: Duglas Hyde (1908)

La ruptura.

El 14 de marro de 1948, en las oficinas del diario comunista de Londres The Daily Worker

Duglas Hyde, secretario de redacción hace cinco años y comunista hace veinte, da la última mano a la edición de la tarde. Luego… Se dirige al despacho del director, y presenta su dimisión

–¿Fatigado?– preguntó éste ansioso… Hyde protesta que nunca se ha encontrado mejor para el trabajo… Pero su decisión ha sido largamente meditada.

Cinco días más tarde, toda la prensa publica en primera plana una carta de Hyde, en la que expone los motivos de su ruptura con el partido:

«Esta misma semana he presentado la dimisión de mis funciones como redactor del Daily Worker, y he roto, al mismo tiempo, con el Partido comunista. He aquí, brevemente, las razones que han motivado mi decisión: Desde el final de la guerra, la política exterior de Rusia y los acontecimientos de Europa oriental, me han desazonado hondamente. Estoy aterrado por lo que acaba de ocurrir estas últimas semanas en Checoslovaquia, país que, pese a su cultura occidental, ha sido constreñido a sumarse al bloque oriental. El modo como se ha llevado a término este hecho muestra bien a qué pueden atenerse «mutatis mutandis», Italia, Francia y la misma Inglaterra. Estoy persuadido de que las nuevas «directrices» para la producción, inauguradas después de la erección del Kominform, arrastrarían consigo, si se los siguiera, la ruina y la miseria del pueblo inglés.

»Esto me ha hecho entender que el Partido, por el que he combatido y trabajado tantos años, se cebaba destruyendo esa misma libertad y minando ese bienestar cuyo monopolio reclamaba.

»Al mismo tiempo he comprendido que el comunismo no tiene talla para reconstruir este mundo tan fuertemente desquiciado.

»Llevado por una decepción siempre creciente, he ido buscando en otras concepciones la solución de los problemas que me angustiaban. Y he llegado a la fe en la Iglesia Católica, la que anuncia el retorno a los antiguos valores morales, y a la caridad cristiana, la que da verdadera solución a las aspiraciones sociales, políticas y espirituales de la humanidad.

»Por todo ello, desde octubre último, he venido estudiando más de cerca, y por fin, durante las últimas semanas he recibido la instrucción religiosa, preparación de mi admisión en la Iglesia» (5).

The Daily Worker, herido en lo vivo, escamotea la noticia, allá, en un entrefilet medio oculto, en la tercera página.

Hyde adivinaba que muchos socios del Partido sentían la misma decepción. La hora de las defecciones iba a sonar. Y una muchedumbre de jóvenes militantes, reclutada durante la guerra, tardaría poco en madurar sus decisiones.

Con todo, su decepción en el orden político no era el principal motivo de su ruptura con el comunismo. La inquietud religiosa que le roía por dentro, hacía tanto tiempo, tenía grande parte en ello.

Años hacía que Hyde intentaba apaciguar su conciencia con la ilusión de ser un «comunista cristiano»; ahora llegaba a la conclusión de la incompatibilidad esencial de las dos ideologías.

Primeros contactos con el marxismo.

Duglas Hyde nació en 1908, en una familia anglicana. Todavía un renacuajo, ya se va todos los domingos a escuchar a las Predicantes

Forman parte del mismo paisaje y del folklore inglés esos oradores de todo tipo y toda ideología que los domingos se desparraman, para arengar en los campos, a los agricultores y a los ciudadanos en la ciudad.

Las colinas próximas a Bristol, villa natal de Duglas Hyde, son la meta tradicional de su paseo dominguero, y ofrecen un teatro ideal, al celo de los oradores.

Propagandistas liberales, conservadores, laboristas, y hasta comunistas se codean allí, y encaramados sobre una silla, arengan a los ociosos mirones.

Una tácita convención entre todos, y el fair play inglés hace que cada disertante se instale lo bastante lejos como para no interferir con la voz del vecino. Únicamente cuando los «fieles» entonan himnos y cánticos, las voces de las diversos grupos se rozan, chocan y procuran superarse mutuamente, sin que por eso nadie se preocupe de aquella cacofonía…

Los estallidos vengadores de la Internacional se mezclan ale- gremente con el «adagio» del England arisa o el lánguido O God my Hope, de los seguidores de una última secta protestante.

Duglas se sabe de memoria el estribillo de este himno, los gestos de aquel otro. Se interesa por todo, se divierte, le causa admiración…

¿Nacería entonces su vocación de ser él también propagan- dista religioso? En todo caso, su decisión está tomada: a los diecisiete años Hyde arremete con los estudios teológicos de los metodistas. Pero entonces ya se da cuenta de que no es para él ir a entretener con sus peroratas, los ocios de sus conciudadanos, en las colinas de Bristol. Sus sueños son mucho más amplios: será misionero en las Indias: irá a convertir a los paganos.

La perspectiva de un hijo misionero llena de alegría y colma de orgullo a sus padres, de la pequeña burguesía. Ellos le prodigarán toda clase de alientos.

Hacía pocos meses une estudiaba seriamente su teología, cuando, un domingo, paseando por las colinas, se detiene curioso ante un orador nuevo recién llegado, de hablar enrosquecido.

El rebaño de los bobos escucha, sin aliento, un discurso des- acostumbrado. ¡Qué dinamismo el que brota de ese orador! ¡Qué convicción brilla en su mirada! Pero ¿Qué dice? Grita:

«¡La ayuda internacional a los prisioneros de guerra llama al mundo a la lucha! ¡Es preciso vengar a Sacco y a Vanzetti, dos emigrados italianos condenados a la silla eléctrica por los americanos!…»

En largas columnas, los diarios de la época, hablaban de esos dos «pacíficos anarquistas», condenados a muerte en Estados Unidos. En señal de protesta, explotaban bombas por todas partes, en las embajadas americanas.

Corno todos los jóvenes de su edad, Duglas Hyde abraza el partido de las víctimas. El suplicio ignominioso infligido a dos idealistas, le sacudía de indignación. Por poco él mismo se hubiera ido a lanzar explosivos a las puertas de las Embajadas.

Ante un auditorio ganado de antemano, el speaker tiene la partida ganada: se hace aplaudir largamente. Acabada su peroración, mientras distribuye folletos comunistas, los gritos de revolución se extienden. Duglas Hyde se acerca.

–Quiero tomar parte en tu movimiento –dice al conferencista.

– ¡Nada más fácil!

El hombre le da la dirección del secretariado local. Duglas Hyde, que tiene entonces dieciocho años, se hace inscribir y retira su carnet de miembro. A partir de este día toma parte en el movimiento internacional de ayuda a los prisioneros de guerra, grupo comunista que no osa decir su nombre

Hacia el materialismo integral.

Esto no impide a Duglas Hyde proseguir sus estudios de teología. La lucha social por los desheredados y oprimidos no es incompatible con la religión; ¡todo lo contrario!

No obstante, su espíritu crítico se despierta; no seguirá por más tiempo ciegamente a sus profesores:

«Al estudiar seriamente la teología según los manuales, no encontraba allí ninguna autoridad para la conducta de mi vida…»

Así, muy rápidamente, la doctrina metodista cesa de responder a sus aspiraciones. Un amigo le orienta hacia el budismo: Lee Gïta; el misticismo oriental le seduce por breve tiempo.

A intervalos, en el plano social, prosigue la lucha por «la liberación de los explotados por el capitalismo».

Al inscribirse en el «Movimiento de Ayuda a los Prisioneros de Guerra», movimiento de obediencia comunista, tenía ante los ojos la figura de Cristo ulcerado, con la mirada brillante de indignación, levantando el látigo sobre los mercaderes del templo…

Aunque su fe en el metodismo se vea fuertemente sacudida, no deja sus estudios teológicos, con la secreta esperanza de que la meditación y el estudio le permitan tal vez encontrar la solución de sus dudas religiosas.

Pronto se ensaya como predicador; pero envolviendo la causa social que ha abrazado con la religión que enseña, se gana en seguida el apodo de The redpreacher (el predicador rojo). Esta reputación le vale ser rechazado por sus superiores. Entre tanto, la idea de un comunismo cristiano obsesiona al joven Hyde. Busca puntos de contacto entre la doctrina de Cristo y la de Marx y Lenin:

«Tengo siempre en mi biblioteca el libro de Lenin: ¡Preparemos la Revolución! En su cubierta se había dibujado una cruz en cuyo pie se entrecruzaban la hoz y el martillo. Con mi escritura juvenil había trazado estas palabras: «¡Por Dios y la masa obrera!» En su primera página había escrito: «¡Los trabajadores deben convertir la guerra en guerra civil!»

De buena fe, sin duda, asimila al comunismo la doctrina de Cristo. De hecho, algunas palabras del Evangelio, algunas citas del sermón de la Montaña, por ejemplo, se convierten hábilmente en slogans comunistas. La propaganda tiene necesidad de ello.

Los ingenuos se dejan coger; pero Hyde descubrió bien pronto la superchería. El se da cuenta de que las dos ideologías son diametralmente opuestas y totalmente irreconciliables.

Arrastrado por su entusiasmo juvenil y su ardor combativo, y comprendiendo que él no podía servir a la vez a dos maestros, Duglas Hyde cambia sus creencias religiosas, ya muy sacudidas, por la doctrina marxista.

Y muy pronto, desemboca en el ateísmo y nihilismo moral. No obstante, este intelectual, apasionado por los estudios medievales, enamorado del estilo gótico y de la arquitectura romana, conserva todavía el contacto con el pensamiento de los grandes escritores católicos Chesterton e Hilaire Belloc (6). Es que, evidentemente, él no había roto las antiguas amarras bruscamente, con el gozo en el corazón y una convicción ferviente…

Tal vez, para llenar e/ vacío y hacer callar sus escrúpulos, se lanza, a carga cerrada, a la «lucha contra el capitalismo. por la liberación de las masas proletarias».

En el fondo de su alma ya está sintiendo el sonido brusco de esas fórmulas; pero se hunde en ellas desesperadamente: el Partido le absorbe por completo.

¿Se va a entretener con sus escrúpulos de conciencia, cuando está en juego el bienestar de los trabajadores?

Por entonces, la oposición contra los agitadores comunistas estaba en pleno auge. Duglas Hyde–esto hace veintitrés años– perdía sucesivamente todos los empleos que iba consiguiendo, no sin esfuerzo. Se pasa la mayor parte del tiempo en la Oficina de Colocaciones, siempre en busca de un empleo que, apenas conseguido, ha de perder, a causa de su actuación política.

En el intervalo, toma parte en todas las manifestaciones. Como aparece en las primeras filas de manifestantes, cuando carga la Policía, es recluido, por más o menos tiempo, en las cárceles del Estado. Sufre algunas condenas por propaganda subversiva y rebelión.

Círculo vicioso si alguna vez lo hubo, porque, «esas condenas provocaban nuevas manifestaciones, nuevas cargas de la Policía, nuevos encarcelamientos y nuevas condenas…,

Escritos suyos ulteriores, de después de su conversión, demuestran que, a pesar de su celo de neófito comunista, Duglas Hyde no perdió nunca su espíritu de observación y sentido crítico. Los mantiene como vigías. Se da cuenta de que el comunismo no es un fin en sí, sino un medio. Para él, permanece en pie el objetivo Último: liberar a los trabajadores del yugo capitalista. Y el que quiere el fin, quiere los medios…

Aunque ésta no era la opinión unánime de los revoluciona- ríos:

«Estábamos convencidos de que la miseria y degradación producidas por la desastrosa economía de la posguerra, incitaría a los trabajadores de todos los matices, a unirse en un plan político, y a preparar la revolución. Para muchos la revolución constituía un fin en sí. Lo que vendría después no les importaba. En esto, cada uno tenía sus propias ideas. Teníamos siempre en la boca las palabras de propaganda: «¡justicia!, ¡libertad!, supresión de clases!, ¡emancipación del género humano!, ¡abolición de los explotadores!

»Pero esos slogan tenían un sentido diferente para cada uno de nosotros. Eran como moldes, en los cuales, cada uno vertía sus propias ideas, para darles esa forma standard.

«Así, pues, no nos preocupábamos por colocar nuestro comunismo sobre el modelo ruso. Algunos camaradas regresaban de una visita a Rusia completamente decepcionados. La mayor parte buscaba excusar de algún modo el régimen soviético.

»La cultura rusa –decían–, debido al zarismo, lleva un siglo de retraso respecto a nuestra civilización occidental, no era, pues, culpa del comunismo, si encontró una nación sin ninguna tradición democrática. Para darle alguna posibilidad de éxito, entre nosotros, tratábamos de acomodar el comunismo a la cultura de Occidente»…

Dudas, críticas, aspiraciones religiosas, inquietudes, cohíben a Hyde, sediento de acción. Para asegurarse, se entrega al vértigo de una actividad que le absorbe todo entero.

El partido, frente a los acontecimientos.

1936. La guerra civil destroza a España. Para los comunistas, eso es el fuego a la mecha de la Revolución mundial, la prueba de su guerra contra el fascismo.

«¡Fascismo! ¡No tienen en la boca otra palabra! Y extienden su significación a todo lo que sea anticomunista, o simplemente, que no sea comunista. La toman como sinónimo de «reacción» y de otras palabrejas sacadas del vasto repertorio de insultos que tienen a su disposición sus propagandistas.»

La guerra española es pronto bautizada: «Cruzada Comunista., Consecuencia de mítines organizados por toda Inglaterra, afluyen los voluntarios y van a engrosar las filas de la Brigada. Internacional.

Duglas Hyde se revela un ferviente propagandista.

«Mis mítines suscitaron numerosos voluntarios a la Brigada. Uno de mis adeptos, convertido por mí al comunismo, vino a verme al fin de la guerra, le faltaba un brazo, y había pasado largos meses en prisión… El Partido enviaba sus miembros a España por una razón muy sencilla para aprender allí el arte de la insurrección, a fin de ponerlo después en práctica en sus propios países. Adquirirían la experiencia de las barricadas, y aprenderían el manejo de las armas modernas. Todos los partidos comunistas del mundo obraban del mismo modo; mas, pronto interrumpieron aquel envío de voluntarios. Las pérdidas, en efecto, eran enormes; en cambio, lo que ellos querían era enviarlos a un aprendizaje, no a la muerte. Porque los muertos no eran de ninguna utilidad al Partido… Desde entonces, recibimos la orden de disuadir a nuestros miembros de tal enrolamiento en la Brigada Internacional. ¡Era mejor reclutar voluntarios entre los no-comunistas!…»

El desarrollo de las hostilidades en España no fue en absoluto favorable a los marxistas. Pero, ya entonces, un nuevo campo de operaciones, mucho más vasto, se abría entre ellos: la segunda guerra mundial.

La crisis producida por el desencadenamiento de toda la industria bélica, conjurada al principio un instante, se agudizó en seguida. Clima favorable para los agitadores. Una nueva contraseña va a dominar:

«Convirtamos cada fábrica en una fortaleza comunista»

La inesperada noticia de la alianza germano-rusa, en 1939, fue un rudo golpe para los partidos extremistas de todos los países. En vano procuraban los diarios rojos presentar este convenio como un victoria del Partido sobre el tablero mundial; muchos miembros seguían llamándolo traición, y se dieron de baja.

Cuando en septiembre de 1939 la U.R. S. S. y Alemania se re- partieron los despojos de la desgraciada Polonia, la propaganda comunista intentó todavía salvar las apariencias; pero no era posible atajar la ola de defecciones, que aumentaba.

Y para consolarse del mejor modo posible, los jefes afirmaban que era mejor que los flojos se marcharan; menos en número, pero puros, convencidos, «¡aún seríamos más fuertes!

Cuando por fin estalló el conflicto, los comunistas obstaculizaron lo más que pudieron el esfuerzo bélico de su país. Organizaron una extensa campaña de antibelicismo…, que duró hasta el momento de ataque alemán a Rusia y a la entrada de ésta en guerra.

Entonces, de repente, los que ayer pregonaban la huelga en las fábricas, animaban ahora a un trabajo extraordinario: hacía falta, fuera como fuera, aumentar la producción y levantar la moral de las tropas, ¡lo que hasta ahora habían tratado de minar! ¡Y bajo las consignas de Moscú, convenía multiplicar la propaganda para abrir inmediatamente un segundo frente en Europa!

En el periódico «The Daily Worker».

En diciembre de 1939 la dirección del Partido ordenó a Duglas Hyde que interrumpiera la publicación de un pequeño folleto semanal, cuya difusión le habían encargado, y se preparase para colaborar en un diario. Y en enero de 1940, cuando la actitud de Rusia provocaba una corriente de anticomunismo, Duglas Hyde, que contaba treinta y dos años, entraba a formar parte de la Redacción del Daily Worker. Varios redactores se habían alistado en el ejército, y otros esperaban la orden de movilización.

«Fue para mí un honor colaborar en ese diario, por cuyo sostenimiento, tantos miles de ingleses soportaban bien duros sacrificios. Cuando por primera vez entré en sus locales, tenía la impresión de estar pisando una tierra sagrada… Aún no había llegado el mediodía de aquella primera jornada, y yo había ya advertido las rivalidades y antagonismos que mantenían los jefes de los diversos departamentos. Al fin de la semana yo estaba al corriente de todas las intrigas amorosas que se hacían y deshacían con ritmo acelerado, entre el personal femenino y el masculino. Las pasiones, sin ninguna ley moral que las frenara, seguían allí libremente su curso. Reinaba tal ambiente de sensualidad y desvergüenza, que me quedé atónito. Pero pronto superé mi asombro; después de todo, ¿tal estado de cosas no era el resultado práctico de las teorías que yo mismo admitía?»

Al mismo tiempo que colabora en el Daily Worker, Hyde despliega como orador una actividad creciente.

Pero los ingleses no admiten fácilmente que hombres menos aptos para el servido de armas, se pasen el tiempo fomentando desórdenes, mientras en todos los frentes de tierra, mar y aire, luchan sus hijos, con peligro de la vida. En varias ocasiones, Hyde se ve atacado por el contrario-manifestantes, y la Policía tiene buen trabajo para defenderle.

Cuando llega el momento, recibe él también su hoja de movilización; pero su sorpresa no es pequeña cuando oye del médico que no es apto para el servicio activo.

Por una conversación tenida con un alto funcionario, descubre que han actuado ciertas recomendaciones en favor suyo, y que, no obstante el número relativamente pequeño de comunistas, se han infiltrado ya en puestos influyentes de todo el engranaje administrativo

Por entonces conoce a la joven Carol, burguesa comunista, afiliada al Partido desde la guerra de España. Cada mañana, muy temprano, sale de su casa para ir a vender el Daily Worker a la salida de una cochera de trolebuses, a varios kilómetros de su casa. Su fama ha llegado hasta él. Y se encuentran casualmente en una manifestación del Primero de Mayo…

«Desde hacía muchos años, profesaba, con respecto al matrimonio, las teorías marxistas. Creía dar pruebas de una real emancipación al despreciar profundamente la institución matrimonial. Polígamo por naturaleza, pensaba yo, el hombre debe ser libre para establecer o romper sus relaciones, según le parezca… Después de haber conocido a la joven Carol, me persuadía de que la práctica de esas teorías no me procuraría la verdadera felicidad. Sin confesármelo a mí mismo, orientaba mis deseos hacia una estabilidad conyugal, ese «convencionalismo burgués» que hasta entonces yo había puesto en ridículo.»

Así, pues, unió su existencia a aquella joven que él admiraba. Aunque, los acontecimientos políticos e internacionales se desarrollaban con un ritmo tan vertiginoso, que no dejaban al redactor tiempo para pensar en sí mismo.

Las campañas antimilitaristas, cada vez más violentas del Daily Worker llegaban a alarmar a las autoridades: Registro en los locales del periódico y prohibición de publicarlo. Esto no cogió desprevenidos a los comunistas, desde el día siguiente, salía una hoja clandestina bajo la dirección de Hyde. Un extenso servicio de distribución, minuciosamente preparado ya antes, se pone en juego automáticamente, y todos los suscriptores del Daily Worker reciben su hoja, ¡ante las mismas narices de la Policía!

Cuando llegó el golpe teatral, el ataque de Alemania a Rusia, para los comunistas se transforma lo que llamaban «guerra injusta», en una «causa sagrada».

¡Ahora Rusia era aliada de Inglaterra! ¡Se levanta la prohibición del diario comunista!, y el periódico, según las consignas recibidas, cambia de táctica. Ayer convenía ayudar a los «fascistas» aliados de Rusia; ahora han de ser los «enemigos número l». Y el Daily Worker desencadena en consecuencia sus violentos ataques contra sir Mosley y otros «fascistas» británicos.

Desde la entrada en guerra de Rusia, y la abolición de la In- ternacional, el comunismo va viento en popa. Aun los diarios de derechas no escasean los elogios a la nueva añada, «la gran República soviética».

El camino de la gracia.

Entre este coro de alabanzas, el semanario católico Weekly Review, da una nota negativa y pone en guardia a sus lectores contra ese optimismo excesivo por lo que toca a la táctica rusa y le llamaba «abolición de la Internacional». Hyde es encargado de refutar a ese semanario, demasiado clarividente para ellos. Hay que darle el golpe de gracia. Para medir bien la fuerza del enemigo, hay que conocerla. Duglas Hyde se ha de convertir en lector asiduo de esa Revista. Si los artículos políticos excitan su sistema nervioso, los temas culturales que presentan con su sello inconfundible dos escritores de la talla de G. K. Chesterton y M. Belloc, le cautivan extrañamente. Muy pronto, espera cada miércoles, porque es el día en que aparece el semanario. Atraído por esas firmas, lee y relee a Chesterton y se procura las obras de Belloc.

«Al llevarme a mi casa esos tomos, me sentía tan culpable como cuando en mi adolescencia introducía clandestinamente en casa revistas pornográficas… Para un jefe comunista, eso rozaba ya con la herejía. Mas yo estaba decidido a confinar esas ideas culturales, inspiradas por mis lecturas, en un oscuro rincón de mi cerebro. Los psicólogos podrán explicar, sin duda, por qué, durante esta época, trabajaba más que nunca por el Partido, al que servía hacía años…»

Pero el grano estaba sembrado. ¡La mies no se haría esperar!

En el umbral.

Hasta entonces, había sido para él un axioma que cuantos luchaban en favor del disfrute para todos de los bienes materiales, debían de adherirse al marxismo; por el contrario, los defensores de la reinante injusticia social, debían militar necesariamente entre los adversarios del marxismo. Jamás pensó que pudiera haber otra solución.

No obstante, había de rendirse a la evidencia. Otros antes que él, y fuera del marxismo, combatían la injusticia social, aunque sin necesidad de predicar la violencia.

Dentro de la Iglesia Católica se habían levantado muchas voces en defensa de una mejor condición para los trabajadores. Los mismos Papas se habían presentado como defensores de la clase obrera. Y sus mensajes, las encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo Anno, habían tenido un eco enorme, y muy halagüeñas consecuencias, en el punto de vista social.

Grandes escritores católicos habían secundado estas directrices pontificias, y se habían lanzado a la lucha, para desarraigar los prejuicios, el espíritu de casta, el afán excesivo de lucha en las clases propietarias. Pero todo eso, sin recurso a la violencia: como una invitación al amor de hermanos: revolución pacífica, y no menos eficaz.

A estas conclusiones llegaba Hyde leyendo los escritos de Chesterton:

«Tenía entre manos una edición ordinaria de la obra de Chesterton, Ortodoxia; su filosofía sobre el distributismo me abrió horizontes nuevos. Interesado por esta lectura, leí con avidez otros libros católicos sobre la cuestión social. Mediante ellos, rehice completamente el estudio del Medioevo; volvía a vivir la historia de la Restauración católica; hice el balance de la evolución social de los últimos decenios.»

Al mismo tiempo, una nostalgia religiosa, voluntariamente reprimida durante años, se apoderaba de él. Ese vacío que está sintiendo en el alma trata de llenarlo mediante manifestaciones exteriores, por una atmósfera religiosa artificial, hecha a piezas.

Por Navidad, reparte abundantes limosnas entre los populares cantores callejeros, con la secreta esperanza de que quizá vayan a cantar ante su casa los viejos cantos y romances navideños:

«Quería sumergirme en esa atmósfera de Navidad. Durante todos mis años de comunista integral, no me había pasado esa fiesta sin la pena íntima de saber que, al alcance de la mano, ya tenía, como los demás, una paz verdadera, interior; ¡no me atrevía a echarle la mano! ¡Y con todo, yo mismo había escrito varios artículos para demostrar el origen pagano de esa fiesta de Navidad!… En el fondo, seguía envidiando a todos los que podían ponerse a rezar ante la Cueva de Belén, como envidiaba a mi hijita Rowena que creía en hadas y en enanos.»

Insensiblemente se va acercando al catolicismo: le atrae su cultura, su arte religioso, su filosofía. Duglas Hyde está en el umbral; sólo le falta, empujar la puerta…

El oscuro rincón no resiste a la luz.

Entre tanto, la guerra toca a su fin, y la actitud de Rusia, tanto en la O. N. U. como en los países que ha ocupado la U. R. S. S., no es apta para confirmar a Duglas Hyde en su credo comunista.

Numerosas cartas llegan a la Redacción del diario: son de soldados miembros del Partido que expresan su descontento después de haber conocido los ejércitos rusos, y su desaprobación de las violencias cometidas por los rusos.

Reporteros enviados por el Daily Worker para informar sobre el terreno, confirman al Comité de Redacción las quejas de los soldados británicos. Aunque ninguno de estos reportajes aparece en las columnas del diario…

Al mismo tiempo, el Partido recibe la consigna de boicotear el Plan Marshall. Mucho menos bastaba para haber turbado la conciencia de Hyde, honrada, dentro de todo.

«Desde hacia algún tiempo, dos Duglas Hyde actuaban: uno ejecutando instintivamente las órdenes del Partido; otro, analizando fríamente la metodología marxista, y apartándose de ella poco a poco…»

Después de tantos años de una labor intensa, ininterrumpida, Hyde empieza a sentir la fatiga.

Cuando le quieren imponer una nueva carga, la iniciación de los jóvenes reclutas, en la doctrina marxista, mediante una serie de conferencias, ya no se siente ni con energía física ni con convicción moral. Y se alegra de poder alegar un informe médico que le prescribe una época de reposo absoluto y le libra de aquel compromiso.

Los jefes se alarman. ¡Es preciso ayudar a un elemento tan valioso! Le quitan aún más trabajo. Esto lo aprovecha él para estudiar con más detenimiento sus autores preferidos: Chesterton, Belloc, Chaucer, Langland…

Cada vez lee más la prensa católica; adrede los deja abiertamente por la casa…, con el secreto designio de que su esposa Carol pueda irlos leyendo. La verdad es, con todo, que ella no suelta prenda…,

«Una tarde, me encontraba ante la radio: el informador de la B. B. C. consagraba su editorial al desacuerdo cada vez más creciente en el seno de las Naciones Unidas, cuando bruscamente exclamó Carol: ¡Ya estoy harta de oír siempre a ese viejo Molotov decir no!» La miré aturdido, y fulgiendo algún enfado, respondí: «¡Buen lenguaje para la mujer de un jefe comunista!, «¡Peor para él! Yo digo lo que pienso; y estoy dispuesta a repetirlo.»

»Se siguió una discusión; naturalmente llegamos a hablar del catolicismo. Al fin le dije: «¡Estás hablando como El Universo! ¿No será que estás pensando hacerte católica? «¡Quisiera ya serio!», me contestó.

«Y yo también», añadí. «Quisiera estar ya allí…» Entonces, por primera vez, me abrí a ella y le conté todos los pensamientos y aspiraciones que me iban por dentro; le dije que mis lecturas me habían abierto los ojos a la verdad. Ella, a su vez, me reveló el lento y doloroso camino que la había alejado de su ideal primero…»

No obstante, Duglas Hyde sigue yendo cada mañana a su periódico, y cumple concienzudamente con su cometido.

En septiembre de 1946 acaece la detención de Monseñor Stepinac. La simpatía que él siente hacia esta víctima de la odiosa persecución religiosa de Yugoeslavia, le revela, a él mismo, el gran abismo que le separa de sus colegas comunistas También ellos se dan cuenta de la inocencia del Prelado, pero se gozan ante la condena de un príncipe de la Iglesia.

«La famosa sentencia «el que quiere el fin, quiere los medios» ya no aplacaba mi conciencia inquieta. Cuando un marxista llega a distinguir entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia, y toma en consideración los valores espirituales, su convicción marxista pierde toda solidez.»

He encontrado el puerto.

Jamás había entrado Hyde en una iglesia católica, a lo más, había hecho algunas rápidas incursiones por los pórticos, en sus correrías de propaganda, para sustituir los folletos católicos de las librerías parroquiales (7) por propaganda comunista. Una biografía de Santo Tomás Moro –que era uno de los libros que había sustituido–, llegó a ser uno de sus libros favoritos.

Un día no pudo contenerse. Al pasar ante una iglesia católica, se decide bruscamente, y entra.

«Me detuve ante una imagen de la Virgen. Introduje unas monedas en el cepillo, encendí un cirio. Luego intenté rezar… ¿Cómo se reza a la Virgen?…. Procuré recordar una oración, leída en Chesterton o en Belloc, pero no lo conseguí… Mi cirio se consumía lentamente, y las palabras de la oración no me venían… Y, con todo, no sentía ninguna preocupación; era feliz. Me daba cuenta de que mi dolorosa peregrinación había acabado. Al salir de la iglesia, recordé el estribillo de una canción de moda, y me puse a tararearlo.

Señora, tan dulce y tan buena

Oh Señora, sé buena para mí…

Hyde se dirige a la residencia de los Jesuitas. Le recibe el Padre Corr.

El les iniciará a Duglas y a su esposa en el catolicismo, y les preparará para el bautismo. Mientras tanto, en enero de 1948, Hyde hace bautizar a sus dos hilos.

La ruptura se ha consumado, pero no es oficial todavía. «El domingo, después de misa, continuaba presentándome en el Daily Worker, para repasar el trabajo de los redactores. Sin duda era la primera vez que desde el despacho del periódico subían al cielo silenciosas y fervientes plegarias…»

Por fin, el 14 de marro de 1948, Hyde acaba su ruptura. Presenta la dimisión de sus funciones en el Daily Worker. Su confesión pública, aparecida en todos los periódicos, tuvo una enorme resonancia. A fines de 1950 aparece la historia de su conversión I believed. La primera edición se agota en pocos días. La segunda, en 1951, aparece simultáneamente en Londres y en New-York, y se agota también muy pronto. De esa obra son la mayor parte de las citas del presente folleto. Para terminar, añadiremos otra, que viene a ser la síntesis de esa emotiva autobiografía:

«En último término, creo que vamos hacia un encuentro entre el catolicismo y el comunismo. Los dos no pueden coexistir: O el mundo se hundirá en los abismos de la inmoralidad, o bien, se descubrirá esa fe, esa cultura, esos valores espirituales que forjaron, en tiempos pasados, la grandeza de ese mundo que se llamaba la Cristiandad»

Notas

5 Nota publicada por la prensa inglesa, el 19 de marzo de 1948.

6 Dos convertidos ingleses.

7 N. DEL T. En Inglaterra, Bélgica. Holanda…, hay con frecuencia, a la entrada de los templos, un pequeño puesto de libros religiosos que los fieles pueden adquirir, depositando su importe en una caja al efecto.

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