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Magisterio de Pío VII

Sobre la indisolubilidad del matrimonio

[Del Breve a Carlos de Dalberg, arzobispo de Maguncia, de 8 de noviembre de 1803]

El Sumo Pontífice, a las dudas propuestas, responde entre otras cosas: Que la sentencia de los tribunales laicos y de las juntas católicas, por las que principalmente se declara la nulidad de los matrimonios y se atenta a la disolución de su vínculo, ningún valor y ninguna fuerza absolutamente pueden conseguir ante la Iglesia...

Que aquellos párrocos que con su presencia aprueben y con su bendición confirmen estas nupcias, cometerán un gravísimo pecado y traicionarán su sagrado ministerio; porque no deben ésas ser llamadas nupcias, sino uniones adulterinas...

De las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Carta Magno et acerbo, al arzobispo de Mohilev, de 3 de septiembre de 1816]

De grande y amargo dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no hace mucho tomado, de divulgar corrientemente en cualquier lengua vernácula los libros sacratísimos de la Biblia, con interpretaciones nuevas y publicadas al margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas astutamente torcidas a sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de tales versiones que nos han sido traídas, advertimos que se prepara tal ruina contra la santidad de la más pura doctrina que fácilmente beberán los fieles un mortal veneno, de aquellas fuentes de que debieran sacar aguas de saludable sabiduría [Eccli. 15, 8]...

Porque debieras haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron también nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de resultar más daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite sola la edición Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio Tridentino [v. 785 s], rechaza las versiones de las otras lenguas y sólo permite aquellas que se publican con anotaciones oportunamente tomadas de los escritos de los Padres y doctores católicos, a fin de que tan gran tesoro no esté abierto a las corruptelas de las novedades y para que la Iglesia, difundida por todo el orbe, sea de un solo labio y de las mismas palabras [Gen. 11, 1].

A la verdad, como en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas vicisitudes, variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de las versiones bíblicas se destruiría aquella inmutabilidad que dice con los testimonios divinos, y la misma fe vacilaría, sobre todo cuando alguna vez se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola silaba. Por eso los herejes tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas maquinaciones a ese campo, para meter violentamente por insidias cada uno sus errores, envueltos en el aparato más santo de la divina palabra, editando biblias vernáculas, de cuya maravillosa variedad y discrepancia, sin embargo, ellos mismos se acusan y se arañan. "Porque no han nacido las herejías, decía San Agustín, sino porque las Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se entiende, se afirma también temeraria y audazmente".

Ahora bien, si nos dolemos que hombres muy conspicuos por su piedad y sabiduría han fallado no raras veces en la interpretación de las Escrituras, ¿qué no es de temer si éstas son entregadas para ser libremente leidas, trasladadas a cualquier lengua vulgar, en manos del vulgo ignorante, que las más de las veces no juzga por discernimiento alguno, sino llevado de cierta temeridad?...

Por lo cual, con cabal sabiduría mandó nuestro predecesor Inocencio III en aquella célebre epístola a los fieles de la Iglesia de Metz lo que sigue: "Mas los arcanos misterios de la fe no deben ser corrientemente expuestos a todos, como quiera que no por todos pueden ser corrientemente entendidos, sino sólo por aquellos que pueden concebirlos con fiel entendimiento. Por lo cual, a los más sencillos, dice el Apóstol, como a pequeñuelos en Cristo, os di leche por bebida, no comida [1 Cor. 3, 2]. De los mayores, en efecto, es la comida sólida, como a otros decía él mismo: La sabiduría... la hablamos entre perfectos [1 Cor. 2, 6]; mas entre vosotros, yo no juzgué que sabía nada, sino a Jesucristo, y éste crucificado [1 Cor. 2, 2]. Porque es tan grande la profundidad de la Escritura divina, que no sólo los simples e iletrados, mas ni siquiera los prudentes y doctos bastan plenamente para indagar su inteligencia. Por lo cual dice la Escritura que muchos desfallecieron escudriñando con escrutinio [Ps. 63, 7].

"De ahí que rectamente fue establecido antiguamente en la ley divina que la bestia que tocara al monte, fuera apedreada [Hebr. 12, 20; Ex. 19, 12 s], es decir, que ningún simple e indocto presuma tocar a la sublimidad de la Sagrada Escritura ni predicarla a otros. Porque está escrito: No busques cosas más altas que tú [Eccli. 3, 22]. Por lo que dice el Apóstol: No saber más de lo que es menester saber, sino saber con sobriedad [Rom. 12, 3]". Y conocidísimas son las Constituciones no sólo del hace un instante citado Inocencio III, sino también de Pío IV, de Clemente VIII y de Benedicto XIV, en que se precavía que, de estar a todos patente y al descubierto la Escritura, no se envileciera tal vez y estuviera expuesta al desprecio o, por ser mal entendida por los mediocres, indujera a error. En fin, cuál sea la mente de la Iglesia sobre la lectura e interpretación de la Escritura, conózcalo clarísimamente tu fraternidad por la preclara Constitución Unigenitus de otro predecesor nuestro, Clemente XI, en que expresamente se reprueban aquellas doctrinas por las que se afirmaba que en todo tiempo, en todo lugar y para todo género de personas, es útil y necesario conocer los misterios de la Sagrada Escritura, cuya lectura se afirmaba ser para todos y que es dañoso apartar de ella al pueblo cristiano, y más aún, cerrar para los fieles la boca de Cristo, arrebatar de sus manos el Nuevo Testamento [Prop. 79-85 de Quesnell; v. 1429-1435].

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