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Pío VII
Pío VI, cautivo de los revolucionarios en Francia, para facilitar la elección de su sucesor había establecido que el más antiguo de los cardenales podría convocar la reunión del sacro colegio en cualquier ciudad bajo dominio de un príncipe católico. De acuerdo con esta disposición, el 3 de octubre de 1799 el cardenal decano Giovanni Francesco Albani (1725-1805), refugiado junto con la mayoría de los cardenales en Venecia –que en esa fecha era posesión austríaca–, convocó allí al resto de los cardenales. Tras no pocas dificultades el cónclave se abrió el 8 de diciembre. Los escrutinios se sucedieron durante más de tres meses sin que nadie consiguiera ser votado por los dos tercios de los cardenales asistentes. Por fin, la intervención del secretario del cónclave, Ercole Consalvi (1757-1824), desbloqueó la situación y el 14 de marzo fue elegido por unanimidad Barnaba Chiaramonti, que adoptó el nombre de Pío VII, como homenaje a su predecesor. En su primera encíclica, Diu satis (1800), el nuevo sucesor de san Pedro reconocía el heroico comportamiento de Pío VI y se refería a las disposiciones especiales que había adoptado para que se pudiera reunir el cónclave, gracias a las cuales se remedió el estado de sede vacante.
Desde la elección del nuevo papa, pasaron casi tres meses hasta que Pío VII pudo trasladarse a Roma, lo que no sucedió hasta el 3 de julio. Celoso de mantener una plena autonomía en sus actuaciones y para no caer en la órbita austríaca, no cedió ante los requerimientos de Francisco II (1792-1806) que le invitó reiteradamente a que fijara la sede del papado en uno de sus Estados, por lo que a pesar de las dificultades se empeñó en ocupar su sede legítima; asimismo, tampoco cedió ante las sugerencias que se le hicieron para que nombrase como secretario de Estado a un cardenal del agrado de Austria.
Personalidad y carrera eclesiástica
El nuevo papa (J. Leflon, Pie VII Des abayes bénédictines á la Papauté, París, 1958), hijo del conde Escipión Chiaramonti y de la marquesa Chini, había nacido en Cesena (14 agosto 1742). De niño fue educado en el Colegio de Nobles de Rávena, para después ingresar a los catorce años en el monasterio benedictino de Santa María del Monte, cerca de Cesena. Recibió una sólida formación y fue profesor en varios monasterios de su orden. En 1782 fue nombrado obispo de Tívoli y tres años después fue designado titular del arzobispado de Imola y cardenal. Ocupó la sede arzobispal entregándose ejemplarmente a su oficio de pastor y manteniendo una exquisita independencia frente al poder civil en el que se sucedieron tres regímenes políticos: el pontificio, el de la república cisalpina y el del Imperio austríaco. Cuando en 1797 los franceses invadieron su territorio mantuvo una actitud de entereza y reserva a un tiempo; sin doblegarse ante los franceses defendió los derechos de la Iglesia. Se hizo famosa entonces su homilía del día de Navidad, que fue publicada (D'Haussonuille, L'Eglise romaine et le premier Empire, t. I, pp. 355-71) y muy difundida: «La forma de gobierno democrático en manera alguna repugna al Evangelio; exige por el contrario todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas.» Al conocer este texto Napoleón (1769-1821) escribió: «el ciudadano cardenal Chiaramonti predica como un jacobino».
El nuevo papa, además de una amplia y sólida formación cultural, tenía una marcada personalidad sobre la que se levantaban las virtudes teologales, entre las que destacaba su fe. Era prudente, amable, sereno, ponderado en sus juicios y de espíritu conciliador, pero a la vez firme, realista y tenaz, por ser capaz de distinguir con rapidez lo importante de la accesorio (A. F. Artaud de Montor, Histoire de la vie et du pontificat de Pie VII, París, 1836). Por fuerza tenía que estar en posesión de todas estas virtudes humanas y de muchas otras más el pontífice que iba a demostrar una irreductible resistencia frente a Napoleón, empeñado en someter a la Iglesia hasta convertirla en una pieza más de su mosaico imperial. Desde el principio se comportó más como pastor que como administrador de los Estados Pontificios. Sin abandonar sus funciones como soberano temporal, Pío VII dejó claro que la defensa de los bienes espirituales ocupaba el lugar preeminente de sus afanes; y que, en definitiva, los bienes materiales y las relaciones políticas cobraban sentido si se ponían al servicio del fin sobrenatural de la Iglesia. Por eso, con claridad y firmeza se expresaba como pastor en su encíclica inaugural e invitaba a todos los obispos a conservar la integridad del «depósito de Cristo, integrado por la doctrina y la moral». Empeño en el que Pío VII estaba seguro que no iba a fracasar, ya que –como decía al principio de su primera encíclica– la permanencia de la Iglesia después de la persecución de los años anteriores y a la que los revolucionarios dieron por extinguida, era una prueba de la asistencia permanente del Espíritu Santo a esta «Casa de Dios, que es la Iglesia construida sobre Pedro, que es "Piedra" de hecho y no sólo de nombre, y contra esta Casa de Dios las puertas del infierno no podrán prevalecer».
La paz religiosa: el concordato de 1801. Pero mientras se desarrollaba el cónclave de Venecia, tenían lugar en Francia decisivos cambios políticos. El Directorio había dado paso al Consulado. Una nueva Constitución (13 diciembre 1799), refrendada masivamente en plebiscito (7 febrero 1800), reconocía como primer cónsul a Bonaparte que se había convertido en el dueño de Francia desde el golpe de Estado de Brumario (9 noviembre 1799). Liquidada la Revolución, el general victorioso se impuso la tarea de la pacificación interior de sus dominios, en los que sin duda la política religiosa de los revolucionarios había provocado gravísimos conflictos en la nación que hasta entonces se reconocía a sí misma como filie ainée («hija primogénita») de la Iglesia. La Revolución francesa no sólo había apartado a muchos católicos de la fe, sino que también había provocado un cisma en una parte del clero francés, en el más afecto al galicanismo que había jurado la Constitución Civil del Clero (12 julio 1890); pero por otra parte, esa misma Revolución francesa había sido ocasión para que no pocos católicos –clérigos y laicos– demostraran su fidelidad a Roma aun a costa de sufrir una auténtica persecución religiosa que llegó hasta el derramamiento de sangre de numerosos mártires. Pues bien, normalizar todo este estado de cosas fue el primer reto de Pío VII, al que Napoleón iba a prestar una colaboración interesada. Por su parte, Napoleón, al comprobar que en Francia la mayoría de la población deseaba seguir siendo católica, por puro pragmatismo paralizó la persecución religiosa con la esperanza de controlar posteriormente la influencia del clero en beneficio del Estado. De acuerdo con los esquemas de Bonaparte, no fueron las motivaciones religiosas, sino su interés por aumentar su prestigio ante las potencias católicas, lo que le movió a promover la pacificación religiosa de Francia y a restablecer relaciones con el papa.
Napoleón, aunque bautizado, era un agnóstico y de hecho no practicaba. Es cierto –según su propio testimonio– que le emocionaba la lectura de El genio del cristianismo y que se estremecía al oír el repique de las campanas de Rueil al toque del Ángelus. Pero ese sentimentalismo religioso es algo muy diferente a la fe. Con razón, F. Masson (Napoleón, futil croyant?) ha escrito que todo su credo se limitaba a un esplritualismo fatalista donde su estrella reemplazaba a la Providencia divina. A su juicio, como él mismo declaró al Consejo de Estado, cualquier religión podía ser un elemento de utilidad para dominar a los pueblos:
Mi política es gobernar a los hombres como la mayor parte quiere serlo. Ahí está, creo, la manera de reconocer la soberanía del pueblo. Ha sido haciéndome católico como he ganado la guerra de la Vendée, haciéndome musulmán como me he asentado en Egipto, haciéndome ultramontano como he ganado los espíritus en Italia. Si gobernara un pueblo judío, restablecería el templo de Salomón.
Como en 1800 debía conquistar la paz interior de Francia, y descartado que el arreglo pasase por un entendimiento con el clero juramentado, sus objetivos apuntaron hacia Roma (Melchior-Bonnel, Napoleón et le pape, París, 1958). Así es que inmediatamente después de la victoria de Marengo (14 junio 1800) inició las negociaciones para la firma de un concordato.
En los primeros días de julio, poco después de que Pío VII tomara posesión de la Ciudad Eterna, que le entregaron los napolitanos, y cuando en la corte papal se esperaba la inminente invasión de las Estados Pontificios tras la victoria de Marengo, se recibió con una lógica sorpresa la propuesta de Napoleón. Por lo demás, las intenciones de Napoleón eran adecuadas al llamamiento que ya había hecho el papa en su primera encíclica: «Comprendan los príncipes y los jefes de Estado que nada puede contribuir más al bien y a la gloria de las naciones que dejar a la Iglesia vivir bajo sus propias leyes, en la libertad de su divina constitución.»
Una de las primeras medidas de Pío VII fue nombrar a Consalvi cardenal y secretario de Estado. Consalvi era diácono –nunca llegó a ser ordenado sacerdote– y aunque no era la persona mejor colocada para ese cargo, acabó demostrando unas cualidades excepcionales que le convirtieron en el gran colaborador de Pío VII durante todo el pontificado. De este modo, el papa pudo desentenderse de las ineludibles gestiones políticas a las que está obligada la Santa Sede, para centrarse en las cuestiones más específicamente doctrinales y pastorales. Las cualidades de Consalvi puestas al servicio de la Iglesia sobresalen aún mucho más si se considera que en esos años tan difíciles defendió sus derechos y sorteó las presiones políticas frente a personajes dispuestos a hacer lo que fuera por colocar a la Iglesia a su servicio, aun a costa de desvirtuar su misión espiritual. Consalvi supo sustraer a la Iglesia del sistema napoleónico y mantuvo la misma actitud respecto a las potencias de la Santa Alianza a partir de 1815. Y lo hizo con elegancia, porque su participación en el Congreso de Viena fue juzgada como intachable por todos los diplomáticos allí reunidos. Castlereagh (1769-1822), representante inglés, llegó a manifestar con admiración: «Es el maestro de todos.»
Su primer gran éxito consistió en rematar las largas y difíciles negociaciones en París para que se pudiera llegar a la firma del concordato (15 julio 1801). Si el concordato tenía una importancia capital para la vida interna de los católicos franceses, era todavía mucho mayor lo que representaba. Por primera vez la Iglesia llegaba a un acuerdo con un régimen surgido de la Revolución, lo que ponía de manifiesto que la Iglesia no estaba necesariamente vinculada a ningún régimen político y que su objetivo no era otro que la salus animarían («salvación de las almas»). Fue un auténtico mentís a la prensa que juzgó que con el Antiguo Régimen desaparecía también la Iglesia (J. de Viguerie, Cristianismo v Revolución, Madrid, 1991), la misma prensa que había anunciado la muerte del papa anterior en los siguientes términos: «Pío VI y último.» El concordato de 1801 fue igualmente el primero de toda una serie de acuerdos que se firmaron posteriormente con varios Estados. Y significó al mismo tiempo el reconocimiento por parte de la Iglesia de aquellos valores de los cambios revolucionarios que, aunque diferentes y contrarios al sistema del Antiguo Régimen, no atentaban frontalmente contra el depósito de la fe.
El concordato de 1801 con Francia venía a sustituir al suscrito en 1516, y salvo pequeñas interferencias estuvo vigente hasta la ley de Separación de Combes de 1905. El Estado francés declaraba al catolicismo no como la religión del Estado, sino como la religión de la mayoría de los franceses; el papa, por su parte, reconocía la República. Pío VII renunció a reclamar los bienes eclesiásticos que habían sido vendidos durante la Revolución como bienes nacionales y en contrapartida Bonaparte se comprometió a asegurar la subsistencia del clero mediante «una remuneración decorosa» a los obispos y a los párrocos. Uno de los acuerdos fundamentales tenía que hacer referencia por fuerza a la situación de los obispos franceses. En adelante serían nombrados por el primer cónsul y, naturalmente, investidos por el papa. Y en cuanto a la situación anterior, dado que los obispos constitucionales habían ocupado las sedes de los prelados legítimos que habían tenido que emigrar por defender su fe, se acordó que tanto unos como otros renunciaran. Pío VII logró la dimisión de todos los legitimistas, salvo un pequeño grupo de la región lionesa que dio lugar al cisma llamado de la «Pequeña Iglesia»; Bonaparte tuvo más facilidades para cesar a los obispos constitucionales, si bien es cierto que en las nuevas propuestas de obispos presentó al papa como candidatos a doce de los antiguos obispos constitucionales. De momento, Pío VII tuvo que ceder y aplazar la solución; más tarde, su presencia en París con motivo de la coronación –como veremos– serviría entre otras cosas para liquidar esta cuestión. En cualquier caso, la renovación del episcopado francés diluyó las tendencias galicanas, de las que estaban afectados no sólo los obispos constitucionales, sino también los legitimistas.
Y en cuanto a las cesiones que las dos partes tuvieron que hacer respecto a la situación anterior, Napoleón perdía «su» Iglesia constitucional, y por su parte el papa no pudo restaurar las órdenes religiosas ni impedir el laicismo del Estado de la legislación francesa.
Pío VII y el Imperio napoleónico. Pronto surgieron las críticas al concordato en el entorno político de Napoleón; tanto Talleyrand (1754-1838) como Fouché (1763-1820) consideraban que habían sido excesivas las concesiones hechas a los católicos. Para aplacarlos, y de un modo unilateral Napoleón publicó el concordato (8 abril 1802), conocido en Francia como Convención de 26 de Mesidor del Año IX, junto con los «77 Artículos Orgánicos», inspirados y en parte copiados al pie de la letra de la declaración galicana de 1682. Era todo un preludio sintomático de los planteamientos napoleónicos en los que la religión debía subordinarse al engrandecimiento del Estado, ya que en la consideración de Bonaparte la religión sólo era un fenómeno sociológico y por lo tanto susceptible de ser controlado políticamente. De nada sirvieron las protestas de Pío VII, que de nuevo tuvo que ceder para ganar tiempo con el fin de consolidar la nueva situación, tras la desaparición del cisma de la Iglesia constitucional. Cierto, que no eran pequeñas las cesiones del pontífice, pero era igualmente verdad que se había avanzado muchísimo: el papa pudo nombrar al cardenal Giovanni Battista Caprara (1733-1810) como legado a latere en París, que se convirtió en un nexo entre el sumo pontífice y el clero francés; en 1802 pudieron volver los sacerdotes emigrados, que paliaron la escasez de sacerdotes de Francia, y se inauguraba a partir de 1801 una tregua de paz religiosa en Francia todo lo defectuosa que se quiera, pero que al menos ponía fin al enfrentamiento de la etapa anterior.
Pero prosiguieron los cambios políticos en Francia. El 4 de mayo de 1804 el Tribunado se adhirió a una moción de Curie para modificar la Constitución del año X c instauraba el Imperio en la persona de Napoleón a título hereditario y concentraba en el emperador los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Bonaparte se apresuró, y sin esperar siquiera a que se pronunciase el Senado-consulto manifestó a un estupefacto Caprara sus deseos de que el papa estuviese presente en su coronación. De inmediato comprendió Pío VII la imposibilidad de negarse y sopesó las consecuencias que reportaría. Así pues, Consalvi se encargó de preparar la comprensión de las potencias europeas hacia esta decisión del papa, a la vez que luchó por conseguir las máximas seguridades por parte del emperador en lo referente al protocolo y al desarrollo de los actos de la ceremonia. En contra de la tradición, el emperador no sería coronado por el papa, sino que Napoleón se autocoronaría y a continuación él mismo coronaría a Josefina Beauharnais (1761-1814) de rodillas, como inmortalizó el cuadro de Louis David (1748-1825). Sólo en un punto se mostró intransigente el papa, al negarse que se incluyera en la ceremonia religiosa el juramento constitucional del soberano, que se realizaría después de haberse retirado el pontífice mientras se despojaba de sus ornamentos en la capilla del tesoro. La ceremonia quedó fijada para el 2 de diciembre en Notre Dame de París.
Justo un mes antes de esa fecha, Pío VII salió de Roma. Previamente había tomado la precaución de dejar su abdicación al secretario de Estado, para que la hiciese pública en el caso de que fuese hecho prisionero en Francia. Tanto durante el trayecto de ida como en el de vuelta, el sumo pontífice recibió sobradas muestras de sincero afecto por parte de las gentes sencillas. Cuando Fouché le preguntó por el viaje y cómo había encontrado Francia, Pío VII contestó: «Gracias a Dios la hemos atravesado en medio de un pueblo arrodillado», lo cual no deja de ser un hecho realmente insólito en la cuna del galicanismo y una muestra de que a todas luces el galicanismo se debilitaba en Francia. En las recepciones oficiales no hubo un mal gesto, sino más bien todo lo contrario, el Senado, el cuerpo legislativo y el Tribunado se presentaron ante el pontífice como organismos superiores del Estado; uno de sus representantes, Francois de Neufchateau, ex jacobino y ex ministro del Interior, se refirió con respeto a la hija primogénita de la Iglesia. Cuando la noche anterior a la ceremonia Pío VII supo que el matrimonio con Josefina sólo era civil, ante la actitud del pontífice el emperador, en la misma madrugada de la coronación, contrajo matrimonio canónico. Pero sin duda, el mayor éxito del viaje de Pío VII fue conseguir la sumisión a las decisiones de la Santa Sede de los seis obispos constitucionales que todavía permanecían irreductibles en Francia. No consiguió, sin embargo, los dos objetivos más importantes que se había propuesto, como la supresión de los Artículos Orgánicos y el restablecimiento de las órdenes religiosas. En cuanto a los Artículos Orgánicos, ni siquiera pudo atenuarlos y en lo referente a las congregaciones religiosas, Napoleón no quiso ni escucharle. El emperador sólo permitió que volvieran las órdenes femeninas dedicadas a la enseñanza, los Hermanos de las Escuelas Cristianas y los paúles, además de autorizar algunos institutos misioneros en función de la utilidad que podían prestar en la expansión colonial, que ya por entonces pergeñaba. Como veremos, dichos institutos misioneros fueron controlados directamente por Napoleón. Pío VII había permanecido cuatro meses en París y regresó a Roma el 4 de abril de 1805.
El bloqueo continental y el cautiverio de Pío VII
Poco duró la calma. En 1806, con el pretexto de unificar los manuales de la enseñanza de la religión, Napoleón ordenó publicar el Catecismo imperial. El propio emperador intervino personalmente en la redacción del Catecismo imperial, único y obligatorio en todo Francia, con el fin de inculcar a los niños el respeto a su autoridad, la sumisión a su poder, el acatamiento de los impuestos y sobre todo la fidelidad al reclutamiento, puntos todos ellos que se incluyeron en la redacción del cuarto mandamiento con una extensión abusiva. Un decreto de 19 de febrero de 1806 fue aún más lejos, al instaurar la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que se le asignó la fecha del 15 de agosto para su celebración, desplazando así la festividad de la Virgen. La tensión estaba llegando a un punto máximo. Tras la batallas de Jena y Auerstadt (14 octubre 1806), Napoleón entraba en Berlín. Sometidos los aliados de Gran Bretaña, sólo faltaba dominar las islas. Ante la imposibilidad de hacerlo por las armas, se propuso hundirla económicamente, por lo que decretó el bloqueo continental (decretos de Berlín, 21 noviembre 1806, y Milán, 17 diciembre 1807), de modo que las manufacturas de las industrias inglesas no pudieran tocar puertos europeos. Acatado el bloqueo en los países sometidos o aliados, para que fuera realmente efectivo, Napoleón tenía que imponerlo por la fuerza en los países neutrales, y ése era precisamente el estatus internacional de los Estados Pontificios.
De entrada, en noviembre de 1806 Napoleón manda a sus tropas ocupar Ancona y exige al papa que expulse de Roma a todos los ciudadanos de las naciones que están en guerra contra Francia, a lo que Pío VII se niega, así como a colaborar en el bloqueo contra Inglaterra. Tampoco separó a Consalvi de la Secretaría de Estado como había solicitado el emperador. El enfrentamiento ya es abierto y los ejércitos franceses ocupan los territorios del papa. A principios de enero de 1808 invadieron el Lacio, la única provincia pontificia libre todavía. Un mes después, el 2 de febrero, las tropas francesas del general Miollis (1759-1828) entraron en Roma y desarmaron a las tropas pontificias, que tenían órdenes expresas de Pío VII de no resistir, y ocuparon el castillo de Sant'Angelo. Un cuerpo de ejército rodeó el palacio del Quirinal, residencia del papa, y se colocaron diez cañones apuntando hacia las habitaciones del pontífice. A partir de entonces, Pío VII es de hecho un prisionero en su palacio y el gobierno de los Estados Pontificios pasa a los franceses. Ante el forcejeo y bajo la presión de las tropas, Alquier, el embajador francés, solicitó del papa su incorporación a la Confederación italiana, ante lo que Pío VII respondió en los siguientes términos: «Antes me dejaría desollar vivo, y respondería siempre que no al sistema francés. En el tiempo de su prosperidad, mi predecesor tenía la impetuosidad de un león. Yo he vivido como un cordero, pero sabré defenderme y morir como un león» (J. Leflon, La Revolución, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIII, Valencia, 1975). El 19 de mayo de 1809 los Estados de la Iglesia son incorporados al Imperio.
A partir de entonces los hechos se precipitaron. Un decreto de 10 de junio de 1809 declaró a Roma ciudad imperial libre y desposeyó a Pío VII de todo poder, a lo que el papa respondió con una bula (11 junio 1809) castigando con la excomunión a, quienes se comportasen violentamente contra la Santa Sede. La orden de Napoleón de apresar al papa fue fulminante, de modo que en la madrugada del 5 al 6 de julio el general Radet tomó el palacio del Quirinal, las tropas asaltaron sus muros y derrumbaron las puertas. Radet encontró al papa en su escritorio, sentado y vestido con roquete, y le ordenó que renunciase a su soberanía temporal. Ante su tajante negativa, media hora después fue hecho prisionero y en coche cerrado acompañado sólo por el cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844), fue conducido fuera de Roma. No se le dejó coger ni su hábito, ni su ropa interior y mucho menos dinero. Sólo un pañuelo por todo equipaje.
Pío VII, además de la humillación y el sufrimiento moral, se encontraba enfermo. Padecía disentería y con el mal estado del camino se le desató una crisis de estangurria. Radet (1762-1825), que se sentía orgulloso de tenerle «enjaulado», no consintió ni en aminorar la marcha, ni en multiplicar las paradas. Para agravar más la situación, el coche volcó en una curva y se rompió cerca de Poggibonsi; prosiguieron inmediatamente con otro vehículo requisado sobre la marcha hasta llegar a Florencia, de aquí a Grenoble, para bajar después por Avignon, Arles y Niza hasta llegar a Savona. El viaje había durado cuarenta y dos días, casi ininterrumpidos, hasta llegar a esa última ciudad, donde permaneció tres años. Pío VII se comportó en Savona como un prisionero: rehusó a los paseos y a la pensión asignada, cosía él mismo su sotana y repasaba los botones, vivió entregado a la oración y a la lectura sin poder dirigir la Iglesia. En expresión suya, vuelve a ser el pobre monje Chiaramonti. Por otra parte, mientras mantiene aislado al papa, Napoleón ordena trasladar los archivos vaticanos a París, convoca a los cardenales y a los superiores de las órdenes religiosas y acondiciona el arzobispado de París para residencia de Pío VII, pues en su proyecto el papa y el emperador deben residir en la misma ciudad.
Esperaba Napoleón que el cautiverio ablandara la voluntad de Pío VIL No fue así; el papa utilizó la única arma que disponía, ya que durante todo este tiempo se negó a conceder las investiduras episcopales. El problema alcanzó dimensiones considerables, pues llegó a haber hasta 17 sedes vacantes. Bonaparte piensa que lo que le niega el papa puede conseguirlo mediante dos comités eclesiásticos convocados en 1809 y 1811, y en los que fracasa. Lo intenta de nuevo, para lo que convoca un concilio nacional en 1811 que acaba por volverse contra él, al manifestar los asistentes su adhesión al papa, a la vez que aconsejan al emperador que emprenda la vía de las negociaciones, por lo que él mismo disuelve el concilio y encarcela a los principales oponentes.
El 9 de junio de 1812 se ordena el traslado de Pío VII de Savona a Fontainebleau. En esta ocasión, el comandante Lagorse le obliga a vestir de negro, teñir sus zapatos blancos y viajar de noche para que nadie le reconozca. Su enfermedad se agrava durante el camino y en Mont-Cenis se teme por su vida y solicita que se le administre el viático. Lagorse, que tiene que cumplir órdenes estrictas, ordena reemprender el viaje e instala una cama en el coche que le prestan en el hospicio de Mont-Cenis. Por fin llegan a Fontainebleau el 19 de junio, donde semanas después Pío VII consigue recuperar las fuerzas. Fue allí donde tuvo lugar el encuentro personal con Napoleón a lo largo de varios días, desde el 19 al 25 de enero de 1813. A solas con él y por medios desconocidos, consiguió su firma en un documento en el que además de renunciar a los Estados Pontificios a cambio de una renta de dos millones de francos, cedía ante la fórmula propuesta sobre las investiduras. La posterior retractación del papa consiguió que Napoleón no lo pudiera sancionar como ley imperial. La marcha de la guerra acabó por facilitar la liberación de Pío VIL Cercada Francia por los aliados, un decreto imperial autorizaba a Pío VII el regreso a Roma, a donde llegó el 24 de mayo de 1814.
La derrota de Waterloo (15 junio 1815) supuso para Napoleón y su familia un comprensible repudio en todas las cortes de Europa, por lo que contrasta todavía más la actitud que mantuvo Pío VII hacia su antiguo carcelero, al que a pesar de lo sucedido siempre le reconoció que hubiera hecho posible la firma del concordato de 1801. Napoleón fue confinado en Santa Elena hasta su muerte en 1821; cuando el papa tuvo noticias de que reclamaba un sacerdote católico, Pío VII intervino para que le acompañara en su confinamiento el abate Vignoli, que como el desterrado también había nacido en Córcega. Tras la caída del emperador, Pío VII también protegió en Roma a su madre, María Leticia, por lo que pudo instalarse en el palacio de Piazza Venecia, donde moriría en 1836. Además, el romano pontífice acogió en Roma al tío de Napoleón, el cardenal Joseph Fesch (1763-1839), y a sus hermanos Luciano y Luis. Este último había sido rey de Holanda y vivió en Roma con su hijo Luis Napoleón (1808-1873), que acabaría convirtiéndose en 1852 en emperador de Francia con el nombre de Napoleón III.
La Iglesia en la Europa de la Restauración
De regreso a Roma en 1814, Pío VII encontró sus territorios ocupados, en una situación muy semejante a la de 1800 tras la celebración del cónclave veneciano. En el norte, los austríacos habían ocupado las legaciones, y en el centro y sur los napolitanos se habían asentado sobre Roma y las Marcas. De nuevo, el secretario de Estado, Consalvi, será el encargado de hacer valer los derechos y la independencia de la Iglesia, por lo que tendrá que mantener un equilibrio dificilísimo. Pues del mismo modo que en la etapa napoleónica tuvo que luchar para que la Santa Sede no fuera supeditada a la razón de Estado, igualmente durante la Restauración se tendrá que enfrentar a los intereses de los Estados contrarrevolucionarios que pretendían hacer otro tanto.
Consalvi viajó a París, donde pudo comprobar que Luis XVIII (1814-1824) destruía el concordato de 1801 y retrocedía hacia las posiciones galicanas de antaño. Como en otros tiempos, tuvo que negociar con un antiguo conocido como Talleyrand, ahora ministro de Asuntos Exteriores de Luis XVIII. Y es que la alianza entre el trono y el altar, fórmula con la que se definía el régimen restaurado, que proclamaba en el artículo VI de la Carta Otorgada que el catolicismo era la religión del Estado, aunque en versión contrarrevolucionaria, se apropiaba de la Iglesia para supeditarla al servicio de la monarquía, sin entender que pudieran existir ámbitos de autonomía. Ésa fue la ideología de los conocidos «ultras» franceses, equiparable a la de los tradicionalistas de otros países, que bebían en las fuentes de Joseph de Maistre (1753-1821), Louis de Bonald (1754-1840), Francois Rene Chateaubriand (1768-1848) o el Felicité de Lamennais (1782-1854) de la primera etapa. Así las cosas, Luis XVIII no devolvió ni Avignon ni el condado venesino e incluso su jefe de gobierno, duque de Richelieu, propuso a la Cámara una revisión del concordato para hacer prevalecer los Artículos Orgánicos, lo que provocó las protestas de Pío VII.
Durante su permanencia en el Congreso de Viena, tampoco se alineó Consalvi con las monarquías autoritarias. Rehusó participar en la Santa Alianza, precisamente por su sospechosa santidad, inspirada en el misticismo sentimental de la consejera del zar Alejandro I (1801-1825), la baronesa Krudener, que en suma proponía un cesaropapismo tan próximo al josefinismo de Viena, ambos coincidentes en someter a Dios en beneficio del César. No obstante, Consalvi supo jugar con los intereses de las potencias allí reunidas para que Napoles y Austria pospusieran sus intereses sobre los Estados Pontificios; consciente como era el secretario de Estado de que la fidelidad de aquellos católicos soberanos al papa no incluía el respeto a los territorios pontificios, desató sobre ellos las presiones políticas de Francia e Inglaterra, que no estaban dispuestas a consentir que Austria se fortaleciera en Italia. Según los acuerdos de Viena, Avignon y el condado venesino quedaron incorporados a Francia, Nápoles devolvió las Marcas y Austria reintegró a la Santa Sede los territorios usurpados salvo las legaciones al norte del Po, que se incorporaron al reino de Lombardía, dependiente de Austria. Por tanto, Consalvi recuperó las legaciones de Rávena, Bolonia y Ferrara, como recogen los acuerdos del acta final, y regresó de la capital austríaca con un enorme prestigio, que le valió el elogio del representante inglés anteriormente mencionado. Desde estas posiciones de no alineamiento en los años sucesivos se siguió una política tendente a establecer concordatos y acuerdos con distintos países europeos.
Por medio de un motu proprio (6 julio 1816), Pío VII dio una nueva organización administrativa a los Estados Pontificios, que quedaron divididos en diecisiete circunscripciones territoriales, llamadas delegaciones. Se produjo una unificación legislativa y judicial, de modo que quedaron abolidos los usos del Antiguo Régimen, como los derechos señoriales, la tortura o los privilegios de las ciudades, las familias y los individuos. En cualquier caso, la reforma no fue completa ante las resistencias internas y el gobierno civil siguió en manos de eclesiásticos. Paradójicamente, la tendencia de Pío VII hacia la despolitización en las relaciones de la Iglesia con las potencias europeas, no se dejó sentir con la efectividad deseable en los propios Estados de la Iglesia. Las consecuencias de esta situación se dejaran ver con toda su gravedad años más tarde, durante el proceso de unificación italiana. Era evidente que el papa no podía ser subdito de ningún soberano y por los tanto necesitaba mantener una soberanía temporal para garantizar su independencia; ésa fue la finalidad por la que Pío VII reclamó los territorios pontificios que habían sido usurpados durante el período revolucionario.
La vida interna de la Iglesia
El relato de las enormes sacudidas políticas a las que se vio sometido el pontificado de Pío VII nos ha impedido referirnos con más detalle a la vida interna de la Iglesia (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t.1), que durante esta etapa verá el restablecimiento de las órdenes religiosas como la de los jesuitas, autorizada de nuevo en 1814 en toda la Iglesia universal. Y a la vez que se reforman las antiguas, aparecen en estos años –y sobre todo en Francia– muchas nuevas congregaciones. Estos son los años en que surgen personalidades como las de Juan Claudio Colin (1790-1875), que en 1816 funda la Sociedad de María, o maristas, dedicada a la educación y a las misiones; de Magdalena de Canossa, fundadora de los Hijos y las Hijas de la Caridad, o canosianos; de Marcellin Champagnat (1789-1840), fundador en 1817 de los Hermanitos de María, o hermanos maristas, organización formada no por sacerdotes, sino por religiosos no ordenados (los hermanos) dedicados a la educación de los niños; de Guillermo J. Chaminade (1761-1850), fundador de la Sociedad de María, o marianistas, para trabajar en escuelas, orfanatos y asociaciones de la juventud; del redentorista san Clemente María Hofbauer (1751-1820); de san André Fournet (1752-1834), fundador de las Hijas de la Cruz; de santa Vicenta Gerosa; de santa María G. E. de Rodat, fundadora de la Santa Familia de Villafranca; o del sacerdote francés José Eugenio Mazenod (1782-1861), que fundó en 1816 los Oblatos de María Inmaculada para predicar el Evangelio a los pobres, atender la formación del clero en seminarios, educar a la juventud, prestar atención espiritual a los presos y trabajar en las misiones.
Pío VII, durante los últimos años de su vida, también trató de reorganizar las misiones, pues de acuerdo con el carácter universal de la Iglesia, el mensaje evangélico debía traspasar las fronteras de los países católicos. Los años de revolución habían repercutido negativamente en las misiones, empezando porque las guerras imperiales y el bloqueo continental habían interrumpido las comunicaciones intercontinentales. Napoleón, que entendía las misiones como un medio más de expansión militar, separó a los vicarios apostólicos de la congregación De Propaganda Fide para hacerles depender del arzobispo de París y en definitiva de él mismo, saldándose la operación con un formidable fracaso, pues ni progresaron las misiones ni se expandió Francia. Además, la supresión de tantas órdenes religiosas había privado de misioneros a los países extraeuropeos. Y a todo lo anterior añádase que la apropiación de los bienes eclesiásticos había sustraído a los misioneros los recursos económicos más indispensables para su trabajo.
Por todo ello, tras el regreso de su cautiverio, Pío VII no tuvo tiempo más que de sentar las bases para un futuro desarrollo de las misiones (S. Delacroix, Histoire des míssions catholiques, Monaco, 1959) que él no vería al morir en 1823. En este sentido, la restauración de las órdenes religiosas y particularmente de los jesuítas, comenzó por ser uno de los primeros remedios a toda esta situación. En 1822, Paulina María Jaricot (1799-1862) fundaba la Obra de la Propagación de la Fe, que en los años siguientes realizó una impresionante recogida de recursos para las misiones. Salvo América y China, en el resto hay muy pocos establecimientos misioneros. En cuanto al continente africano, se comienzan entonces a poner los cimientos cara al futuro, y no deja de ser paradójico que el propio Pío VII busque la alianza de Inglaterra para promover una serie de acciones frente a las monarquías católicas de Francia, España y Portugal para que supriman la trata de negros.
La salud quebrantada del pontífice y los 80 años que tenía en 1822 obligaron a instalar una cuerda en las paredes de su apartamento a la que se tenía que agarrar para sostenerse en pie. El 6 de julio de 1823, aniversario de su secuestro por Radet, al romperse la cuerda y caer al suelo, Pío VII se fracturó la cabeza del fémur. Salvo aliviar su sufrimiento, nada se podía hacer sino esperar el desenlace. Luis XVIII se apresuró a enviarle desde Francia una cama metálica recientemente inventada. Consciente de su gravedad, se preparó con entereza y sencillez para morir, ayudado por su capellán Bertazzoli, al que motejaba con humor como «el piadoso inoportuno», cuando le fatigaba con sus exhortaciones espirituales. Dicen que entre sus últimas palabras dirigidas a Dios al entregar su alma, susurró los nombres de Savona y Fontainebleau, reviviendo así el sufrimiento de su cautiverio. Falleció el 20 de agosto de 1823, a los 81 años de edad y casi veintitrés años y medio de pontificado.
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