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Despreciables
Uno escribe sus artículos y se resigna a las lecturas apresuradas o aturdidas o tergiversadoras de sus lectores. Menos llevadero resulta que esa tergiversación se haga con propósitos calumniosos, aprovechando la buena fe o el despiste de destinatarios que acatan el veredicto del tergiversador como si fuese un dogma inatacable. Acaba de ocurrirme con el último artículo que publiqué en este periódico, titulado «Párrocos de Valverde»; varios escoliastas taimados con púlpito en los medios de adoctrinamiento de masas me han tachado de integrista por tildar al cura Mantero de «chusco y despreciable». Proponen mis calumniadores que estos calificativos me los inspira su condición homosexual, mistificación que la lectura de mi artículo destruye, pues lo que allí se denuncia es la utilización de esa peculiaridad sexual como mercancía expuesta a la almoneda mediática y al aprovechamiento de los carroñeros. Con los homosexuales que conozco me ocurre lo mismo que con los tenderos, los zamoranos o los octogenarios: algunos me parecen admirables, otros me inspiran indiferencia y otros, en fin, estimulan mi desprecio. Por supuesto, entre la admiración y el desdén media una infinita gradación de sentimientos, a menudo antagónicos, que participan de muy diversas percepciones. Ni harto de vino se me ocurriría considerar despreciable a una persona por su pertenencia a una circunscripción geográfica, a un gremio o corporación profesional, mucho menos por destinar su amor a quien le pete.
Da un poco de grima declarar estas obviedades, pero a los taimados que aspiran a llenarlo todo de mierda, manipulando las entendederas de sus prosélitos, conviene embadurnarles los morros de obviedades. El cura Mantero me parece chusco y despreciable, en efecto, por haber disimulado su afán de notoriedad acogiéndose a una causa que merece mejores paladines. Me parece, pues, igual de chusco y despreciable que esas pobres gentes que desfilan por los programuchos de la televisión, convertidas en lastimosos freaks de barraca, para contarnos con tono victimista sus aflicciones familiares, sus pendencias hogareñas, sus empanadas mentales, sus miserias más cochambrosas; me parece igual de chusco y despreciable que esos individuos que ofrecen a la pitanza del escándalo aflicciones que sólo admiten una solución privada o, en casos más graves, una sentencia judicial. Y me parece chusco y despreciable porque su confesión no anhela ninguna liberación personal o gremial, sino un mero exhibicionismo que lo cure de esa enfermedad, tan divulgada y típica de nuestra sociedad mediática, que es la enfermedad del anonimato.
Pero ya decía antes que los sentimientos que me inspiran las personas admiten distintas gradaciones. Así, el cura Mantero, al igual que todas las personas que se avienen a convertirse en pasto del morbo y el regocijo plebeyo, me parece menos despreciable que los responsables de esos programuchos donde la pobre gente es despojada de su humanidad y relegada a la condición de freak de barraca. Estos me parecen mucho más despreciables, porque cobran sueldos millonarios por entrevistar a seres atribulados y convertir sus congojas en un espectáculo degradado y escarnecedor. Aún existe, sin embargo, otra categoría de personas infinitamente más despreciables; la forman quienes utilizan el testimonio atribulado de personas como el cura Mantero para enmascarar sus resentimientos más cetrinos, sus odios más viscerales, sus prejuicios más frenéticos y calenturientos, y así poder proseguir su cruzada de exterminio contra creencias que no se conforman con negar, sino que necesitan vituperar hasta quedarse exhaustos, en la esperanza de que sus prosélitos también las nieguen. Pero estos tipejos supremamente despreciables también son supremamente taimados: disimulan los espumarajos bajo una fachada de pulcra ecuanimidad, eligiendo testaferros como el cura Mantero, y demonizan a quienes no nos resignamos a acatar sus prédicas simplistas y demagógicas.
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