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La respuesta de amor a la llamada

Quiero profundizar en un tema que nos concierne a todos: cómo responder a nuestra llamada, a nuestra vocación. Habéis querido que viniera para añadir alguna reflexión a las que ya promovéis sobre este tema tan importante. Pero, ante todo, preguntémonos: ¿qué significa la palabra "llamada"? En un sentido amplio, podemos definirla como la inclinación hacia una profesión determinada, hacia una tarea que nos sentimos llamados a realizar en beneficio de los demás: "Quiero ser médico, arquitecto, enfermero, abogado, docente, político, periodista, etc., para ser útil a la sociedad". Por otra parte, en el campo espiritual y religioso, significa la invitación de amor que Dios hace a una persona o a un pueblo para desempeñar una determinada misión dirigida al bien de cada persona.

Para ser más precisos: Dios es amor y demuestra su "ser amor" llamando a una persona a compartir su vida con Él y a realizar una tarea específica, particular, pero que siempre se enmarca en un horizonte más amplio, porque su objetivo es la gran misión de Jesús: construir una única familia en el mundo. Naturalmente, la llamada espera una respuesta. Todos sabemos que Dios llamó a muchas personas, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, unas llamadas que obtuvieron respuesta: la de Abraham, por ejemplo cuando Dios le pidió que sacrificara a su hijo Isaac y él estaba dispuesto a hacerlo. Pero Dios se lo dijo y, como premio a su extraordinaria obediencia, le prometió que se convertiría en padre de muchas naciones. O la de Moisés, o la de los 12 apóstoles, a quienes Jesús invitaba con decisión para que lo siguieran, y les decía: "Ven y sígueme". O la de Pablo, al que llamó en el camino de Damasco, y otros.

Y sabemos también reconocer llamadas en el campo espiritual que siguen siendo actuales en la Iglesia: por ejemplo, al sacerdocio o a la vida religiosa; o bien a entregarse totalmente a Dios en los modernos movimientos eclesiales, como célibes o como casados. Esta vez me detendré en una de las muchas llamadas de nuestro tiempo: la mía. Os digo de entrada que fue una llamada especial, porque el Señor tenía que prepararme como instrumento adecuado para fundar una obra nueva en la Iglesia: el Movimiento de los Focolares. Os la cuento sencillamente, para dar gloria a Dios y con la esperanza de que os guste y os sea útil. Y no sólo por eso: lo hago pensando en poder así ayudaros a todos vosotros a captar en vuestra vida algún momento que pueda ser indicativo de vuestro futuro.

En mi caso sucedió así:

Cuando tenía la edad joven de muchos de vosotros, no sabía en absoluto cómo iba a ser mi vida; tampoco tenía proyectos. En efecto, es Dios el que llama, Él nos elige. Jesús dijo: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros" (Jn 15, 16). Conmigo también fue así, incluso siendo una chica débil y frágil, como tantas otras de aquel tiempo. Mucho antes de que surgiera el Movimiento de los Focolares en Trento, en el norte de Italia, al que iba a dedicarme con la gracia de Dios, mi vida de joven cristiana estaba jalonada de episodios, quizá premonitorios de lo que iba a suceder. Esto desde pequeña. Por ejemplo: tenía sólo seis o siete años, cuando durante la adoración al Santísimo Sacramento, invitada por unas religiosas, mirando y adorando la Hostia Santa expuesta, me salía espontáneo decirle a Jesús: "Dame tu luz y tu amor", como si a través de los ojos pudieran entrar en mi alma la luz y el amor divinos, luz y amor que después han marcado mi vida espiritual y la de muchos.

A los 18 años, cuando terminé la escuela secundaria, pensaba seguir estudiando en la universidad, porque el estudio, sobre todo la filosofía, me interesaba mucho. Pero en realidad era porque en mi corazón ardía un deseo: conocer muchas cosas, sí, pero sobre todo conocer a Dios. Pensaba: "Verás que allí te hablarán de Dios". Con esta esperanza tenía planeado inscribirme en la universidad católica, pero la precariedad económica de mi familia no me lo permitió. Recuerdo que lloré desconsoladamente con mi madre, hasta que en el fondo del corazón me pareció percibir una frase: "Yo seré tu Maestro", que me serenó completamente.

Comprendí esa frase más adelante, cuando el Espíritu Santo empezó a iluminarme con el don de su luz, un carisma específico que me daba para el bien de toda la Iglesia. Cuando tenía 19 años, fui a Loreto, en el centro de Italia, para un curso de estudiantes católicas. Allí hay una gran iglesia que parece una fortaleza. Dentro está la casa donde vivió la Sagrada Familia, trasladada desde Palestina por una familia de cruzados llamados Ángeles. Y allí, en aquel lugar sagrado, volví a experimentar una profunda emoción. Era como si una realidad divina me aplastara. Y se me representaron en la mente las primeras ideas sobre mi llamada, mi vocación: Dios me invitaba a iniciar, para los que desearan donarse a Él, un nuevo estilo de vida en la Iglesia que se inspiraba en la extraordinaria convivencia de María y José con Jesús en medio de ellos. Era el focolar, como comprendí unos años más tarde. De hecho el focolar está formado por personas que se han donado del todo a Dios, que tienen a Jesús presente espiritualmente en medio de ellos.

Y aunque allí estaba sola, tuve la certeza de que me seguiría una multitud de personas vírgenes, algo que sucedió después. Cuatro años más tarde, mientras hacía un acto de amor a mi madre (una mañana muy fría de invierno fui a comprar la leche en lugar de mis hermanas), sucedió un hecho especial: me pareció que el Cielo se abría y que Dios me invitaba a seguirlo: "Date toda a mí", me decía en el corazón. Era la llamada explícita, a la que quise responder de inmediato con todo el amor de mi joven corazón. Hablé con mi confesor y él, después de un examen atento, me dio permiso para donarme a Dios para siempre.

Nunca podré describir lo que experimenté en mi corazón ese día: ¡Me había casado con Dios! Podía esperármelo todo de Él. Mientras tanto, había conocido a varias chicas, y no les ocultaba mis ideas o lo que podían ser las primeras intuiciones de lo que estaba a punto de nacer: el Movimiento de los Focolares. El Señor también las llamó a seguirlo e hicieron la misma elección que yo. Y ahora narro la historia que sigue, en la que se puede notar claramente que aquellas intuiciones premonitorias se han realizado.

Eran los años 1943-44, cuando la terrible Segunda Guerra Mundial lo destruía todo y casi todas las personas huían de las ciudades. Un día de mayo, un bombardeo sobre Trento destruyó también mi casa, así que con mi familia fuimos a refugiamos a un bosque, a las afueras de la ciudad. Recuerdo dos palabras de aquella noche pasada a la intemperie: estrellas y lágrimas. Estrellas, porque a lo largo de esas horas las vi pasar todas por encima de mi cabeza; lágrimas, porque me daba cuenta de que no podía alejarme de la ciudad para buscar un refugio con los míos. ¡Qué dolor les habría causado! Veía que estaba floreciendo algo en el grupo de mis compañeras, y no podía abandonarlas.

En un momento dado, me pareció que Dios, para darme a entender su voluntad, me hacía recordar palabras que había estudiado en clase, muy significativas, como una de Virgilio: El amor todo lo vence. ¿El amor a Dios debe vencer también esto? ¿Por amor a Dios, tenía que dejar que los míos se fueran solos cuando yo, en ese momento, era la única que los ayudaba económicamente? Al día siguiente lo hice, con la bendición de mi padre. Y mientras mi familia se iba hacia la montaña, yo volví a la ciudad destruida. Busqué a mis compañeras entre las ruinas de casas y calles. Gracias a Dios, estaban todas vivas. Nos alojamos en un pequeño apartamento.

Con la guerra y sus consecuencias, desaparecían las cosas o las personas que eran el porqué, el ideal de nuestra vida, de nosotras, jóvenes: la posibilidad de seguir estudiando, por ejemplo, porque la guerra lo impedía; de formar una familia, porque el novio no volvía del frente; de tener una casa bonita, porque se derrumbaba o quedaba seriamente dañada. La lección que Dios nos ofrecía era clara: todo pasa en el mundo, todo es vanidad de vanidades. Al mismo tiempo, en mi corazón, surgía una pregunta: ¿habrá un ideal que ninguna bomba pueda derrumbar, por el cual podamos jugamos la vida? Sí lo hay -fue la respuesta-; es Dios. Dios que es amor. Y Dios amor se convirtió en el objetivo de nuestra existencia. Dios: ¿hay algún ideal más grande?

Habíamos descubierto, pues, el motivo por el cual vivir: Él, Dios amor. Pero -nos preguntamos-, ¿cómo poner en práctica este Ideal? Y muy pronto nos resultó claro. Ya que habíamos descubierto a Dios como ideal, nos preguntábamos cómo vivir en consecuencia. Y enseguida lo comprendimos: teníamos que responder a su amor amándolo también nosotras. A los refugios sólo podíamos llevar un libro pequeño: el Evangelio. Comprendimos que, leyéndolo, aprenderíamos a amar a Dios. Lo leíamos con mucho interés, frase por frase. Y por una luz especial del Espíritu Santo, entendimos de un modo nuevo aquellas palabras. Eran fascinantes, rotundas y, comparadas con las de otros libros, incluso espirituales, nos parecieron únicas, eternas, adecuadas a todas las épocas, universales, luz para todo hombre que llega a este mundo. Y sentíamos en el corazón el impulso potente de vivirlas. Leíamos: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 19, 19).

El prójimo

Pero ¿dónde estaba el prójimo? Estaba allí, a nuestro lado, en esa viejecita que a duras penas, arrastrándose, llegaba al refugio. Había que amarla como a nosotras mismas: ayudarla cada vez, sosteniéndola. El prójimo estaba allí, en esos cinco niños asustados por la guerra, aliado de su madre. Había que llevarlos en brazos a casa. Leíamos: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Las personas que teníamos alrededor, en aquellas terribles circunstancias, estaban heridas, sin nada que ponerse, sin casa, huérfanos, tenían hambre, tenían sed. Ayudábamos a todos, amando a Jesús en ellos. El Evangelio nos aseguraba: "Pedid y se os dará". (Mt 7, 7). Pedíamos para los pobres, y nos veíamos colmadas de todo tipo de cosas: pan, leche en polvo, mermelada, leña, ropa... Todo lo llevábamos a quienes lo necesitaban.

Un día un pobre me pidió un par de zapatos del número 42. Sabiendo que Jesús se había identificado con los pobres, me dirigí al Señor en la iglesia con esta oración: "Dame un par de zapatos número 42 para ti en ese pobre". Salgo de la iglesia y una señora me entrega un paquete. Lo abro: ¡era un par de zapatos del número 42! Éste fue el primero de los millones de episodios semejantes que se han sucedido en el Movimiento a lo largo de los años. "Dad y se os dará" (Lc 6, 38), leímos un día en el Evangelio. Dábamos lo que teníamos y recibíamos con creces. Un día teníamos unas manzanas en casa. Se las dimos a los pobres, y esa misma mañana llegó una bolsa de manzanas. Volvimos a dárselas a los pobres, y llegó una maleta llena. Así sucedía con todo: dábamos y recibíamos.

Jesús seguía manteniendo sus promesas. ¡El Evangelio era verdadero!

Nuestras apasionantes experiencias evangélicas, que tanta sorpresa y alegría nos daban, las comunicábamos a las personas que conocíamos y corrían de boca en boca. Los apóstoles habían gritado en su tiempo: "¡Cristo ha resucitado!". Pues nosotras, además, podíamos decir: "¡Cristo está vivo!". Y una vez que se encontraban con Él, nadie podía olvidarlo. Hasta aquí todo bien, pero la guerra no había terminado y estábamos siempre ante la muerte, porque los refugios no eran seguros.

Entonces me pregunté en nombre de todas: "¿Existirá una Palabra del Evangelio que le guste a Dios en especial? Si muriésemos, nos gustaría haber puesto en práctica ésa precisamente".

También en este caso, tuvimos la respuesta en ese mandamiento que Jesús llamó suyo y nuevo: "Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 12-13). Recuerdo que nos miramos y nos dijimos: "Yo estoy dispuesta a dar la vida por ti". "Yo por ti". "Yo por ti". Todas por cada una. Después de esta solemne promesa, empezamos a vivir el amor fraterno y a compartirlo todo: las preocupaciones, las alegrías, los pocos bienes materiales y los espirituales.

Así empezó todo y así prosiguió durante muchos años. Años de dones de luz y de amor, esa luz y ese amor que le había pedido a Jesús cuando era pequeña. Y también de pruebas, que sirven para convertimos en instrumentos idóneos -aunque siempre inútiles e infieles- para una Obra de Dios. Ésta se ha convertido en una obra grande precisamente porque es de Dios. Además, es muy variada, formada por millones de personas y extendida en casi todos los países del mundo. Una obra abierta a los cuatro diálogos previstos por el Vaticano II: entre católicos, entre Iglesias diferentes, entre religiones distintas y también con los que no tienen un referente religioso, para que la familia humana unida sea una realidad. Hoy el Santo Padre incluye el Movimiento de los Focolares entre el rico tejido social de la Iglesia, como uno de los caminos para seguir a Cristo y compartir la fe.

Cada persona tiene su misión

Ésta es, en síntesis, la historia de mi llamada. Pero, como sabemos, Dios llama de maneras diferentes. A unos los llama para tareas y misiones particulares: a algunos jóvenes los llama -como hemos dicho- a la sublime vocación del sacerdocio, es decir, a ser otro Cristo; llama a hombres y mujeres a formar parte de las familias religiosas, que son como parterres multicolores del jardín de la Iglesia, para que la perfumen constantemente con las virtudes más espléndidas. Llama a hombres y mujeres a entregarse permaneciendo en el mundo, individual y comunitariamente, en los nuevos movimientos, o a componer familias modelo, como pequeñas Iglesias. Llama a cualquier edad, también a jóvenes, incluso a niños; llama en todos los puntos de la tierra.

Pero me preguntaréis: ¿Cómo puedo conocer mi propia llamada? ¿Cómo puedo responder? Existe -os lo puedo asegurar- una disposición particular de nuestra alma que facilita la comprensión de nuestra llamada. Se trata de poner en marcha el amor, de cultivar el amor verdadero, el que el Espíritu Santo ha derramado en nuestro corazón mediante el bautismo. Quiero subrayar esto porque, si alguien entre vosotros todavía no sabe a qué se dedicará en el futuro, con este amor puede disponerse de la mejor manera a acoger la llamada de Jesús. Él, que ya lo sabe, podrá encontrar en este amor la mejor manera de vivirla a la perfección. Pero tenemos que ser conscientes de que el amor no sólo hace más fácil comprender la llamada; también ayuda a responder a ella.

Así pues, como conclusión, recordemos las características principales, mejor dicho, las exigencias de este amor sublime. El amor es amor si va dirigido a todos. Para quien ama con este amor, no hay diferencias entre una persona simpática y otra antipática, guapa o fea, de mi tierra o extranjera, de mi lengua o no, de mi religión o de otra, de mi edad o de otra. No hay diferencia entre amigo y enemigo, porque hay que amar a todos. Es un amor diferente del simplemente humano, que en general se limita a los parientes y amigos. Es como el del Padre del Cielo, que manda el sol y la lluvia sobre buenos y malos. No sólo eso: es un amor que empuja a ser los primeros en amar, sin esperar que nos amen, como hizo Jesús, que nos amó hasta morir cuando nosotros éramos pecadores y no lo amábamos.

Además es un amor concreto que requiere hechos, no sólo palabras. Es un amor que ve y ama a Jesús en todos, porque Él considera hecho a sí mismo todo lo bueno o malo que hacemos a los demás: "A mí me lo hicisteis", nos dirá el día del juicio. Es un amor destinado a la reciprocidad porque, si más de una persona ama así, se establece el amor recíproco, que es la perla del Evangelio. Así pues, amar a todos, ser los primeros en amar, amar concretamente, amarlo a Él en cada prójimo y amarnos entre nosotros. Es la parte que podemos hacer nosotros, la mejor disposición que podemos adoptar para comprender nuestra llamada y responder dignamente.

Si todavía no la hubiéramos descubierto, nos la revelará Dios mismo. Es cosa suya. Él dijo: "A quien me ama... me manifestaré" (cf. Jn 14,21), que quiere decir: le aclararé todo. En una ciudad suramericana, Alejandra, de 7 años, volvió a su casa después de una reunión con muchas niñas en la que se habían ejercitado para amar de esta forma. Su madre le preguntó qué había hecho, y ella respondió: "Ha sido estupendo. Lo único es que, al final, cuando me tocaba hablar, no pude decir nada. En mi corazón sentía una voz fuerte que me decía: Dame tu vida".

Era la voz de Jesús. Se había hecho oír. Y aunque con palabras distintas, lo mismo les sucedió a otras muchas niñas que estaban allí, porque Alejandra y sus amigas habían aprendido a amar. Dios no deja de llamamos, sobre todo si amamos. A nosotros nos toca responder y componer con nuestra vida el proyecto divino y maravilloso que Dios tiene reservado a cada uno, para bien de muchos.

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