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Las manos de Dios (III)

Una gran potencia desconocida

Pero las expresiones rey, señor, omnipotencia, pueden prestarse a equívoco. La tentación nos lleva a medir a Dios con los cánones humanos y a ver en Él no lo trascendente, sino un ser simplemente superior. Este peligro concierne especialmente al sentido de las palabras potencia y omnipotencia. Preguntad a un niño de la catequesis, interrogad a un cristiano practicante acerca de lo que significa esta expresión: Dios es omnipotente. Y os responderán que significa que Dios ha creado el mundo y que puede hacerlo todo. Por ejemplo, que podría crear un pájaro del tamaño de una carabela o tomar el Montblanc y arrojarlo al océano Atlántico. Sobre este tema, la fantasía ha tenido libre curso en el pasado para llegar a la conclusión de que Dios puede hacer todo aquello que en sí no encierre contradicción. Dios no trazaría un círculo cuadrado ni crearía un conejo matemático; el concepto de círculo excluye la cuadratura, del mismo modo que el de conejo excluye la idea de inteligencia.

Sin embargo, a fuerza de preguntarse lo que ha hecho Dios en el pasado de los hombres, lo que podría y lo que no podría hacer, se ha llegado a veces a olvidar una realidad infinitamente más interesante y más estimulante para la vida cristiana: que el poder de Dios actúa realmente, lo que hace en este instante preciso; en otros términos, lo que significa esta palabra tan simple y tan profunda de Jesús: «Mi Padre obra siempre.»

El teólogo católico americano John Courtney Murray, S. J., experto en el Concilio Vaticano II, señala que la palabra omnipotente (pantocrátor) tiene dos sentidos: uno antiguo, bíblico; el otro moderno, teológico. Cuando nosotros. cristianos modernos, afirmamos la omnipotencia de Dios, reconocemos simplemente que su fuerza no tiene límites; por el contrario, entre los judíos y los primeros cristianos aquella palabra tenía un sentido más concreto, digamos un sentido existencial; significaba: Dios actúa todo. «Entendían por ello una acción directa de la omnipotencia de Dios, por su creación y por su Providencia, omnipotencia que penetra y envuelve todos los mundos y todos los movimientos, el cosmos y la historia» ".

Un abismo separa ambas acepciones. La omnipotencia, tal como la entendemos corrientemente hoy, es más bien una realidad abstracta, en tanto que la omnipotencia, como la entendían los judíos y los primeros cristianos, así como los santos y los místicos, ricos en experiencia personal de Dios, es una realidad tremenda.

«Mi alma entrevió el poder de Dios, y a la vez que esta omnipotencia incomparable, su infinita dulzura. Y comprendí que si esta dulzura divina no me hubiera sido mostrada entonces, no hubiera podido soportar la visión de la omnipotencia». Lo que significa, sin duda, que el poder de Dios sobre la creación en general y sobre los hombres en particular es tal, que ante este poder el hombre se siente como anonadado: es una hormiga ante la pata de un elefante, un guijarro al pie del Montblanc, una gota de agua frente al océano.

En fin, escribe la mística francesa, es la nada frente a Aquél que es. «Mi corazón ha sido iluminado y penetrado por Aquél que es: Yo soy tu todo, tu único... Yo soy el todo del mundo. Y vi el universo reposando en la mano de Jesús: Yo soy y vosotros no sois. Y mi alma se llenó de admiración y de alegría a la vista de esta magnífica simplicidad de Quien es por él mismo».

Por otra parte, ella reconocía asimismo que «es una locura intentar algo fuera de Él» de este Dios que le había dicho: «Hagas lo que hagas, estás entre mis brazos». En una época en que no había roto enteramente con la Iglesia Católica, Martín Lutero compuso un comentario al Magnificat que ha sido reeditado y hasta traducido estos últimos años. La profundidad espiritual de esta obra emocionó al Papa León X. Al acabar la lectura diría, sin conocer al autor: «¡Bendita sea la mano que ha escrito estas páginas! » Pues bien, una de las páginas más bellas de este librito es, seguramente, la que Lutero consagra a la omnipotencia de Dios:

«Dios es el todopoderoso, porque nada, sino su poder, opera en todos, y por medio de todos y por encima de todos. Él obra todas las cosas. Todo esto es fácil de decir, pero difícil de creer y difícil de practicar en la vida cotidiana. Los que lo hacen son las personas pacíficas, pacientes, simples, que no presumen en absoluto de sí mismas porque saben que todo ello no proviene de ellas, sino de Dios. Tal es, pues, el pensamiento de la Santa Madre de Dios cuando afirma: "El Todopoderoso hizo en mí maravillas. En todas estas cosas y todos estos bienes no hay nada mío, sino que todo proviene de Aquél que realiza estas cosas y que con su poder obra en nosotros: Él ha hecho por mí estas maravillas."

En efecto, la palabra poderoso no significa aquí un poder inerte como cuando se dice de un rey terrenal que es poderoso mientras que está sentado y no hace nada, sino que se trata de un poder en obra y en continua actividad, puesto que Dios no se detiene, sino que actúa incesantemente, como lo dice Cristo en el Evangelio de San Juan: «Mi Padre sigue hasta el presente obrando y yo también obro» (5,17).

Nerón, «Señor del mundo entero»

Los exegetas han puesto de manifiesto que al llamar a Dios «el bienaventurado y único soberano, Rey de Reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que mora en luz inaccesible» la Sagrada Escritura invitaba a los cristianos a reaccionar contra los títulos divinos usurpados por los emperadores de Roma. Nerón se denominaba «Señor del mundo entero». Según Suetonio, Domiciano era aclamado como «Nuestro Señor y Nuestro Dios». Dión Casio cita un decreto de Tiberio que declara al emperador inmortal y digno de los honores divinos: «Por encima de esos señores, pequeños en sus poderes, pero grandes en sus pasiones, está el Dios único y el Señor universal. Y es por voluntad suya por la que aquellos comparten el poder limitado que ejercieron en la tierra».

Si es históricamente cierto que los reyes gobiernan, también es teológicamente verdadero que a su vez ellos son regidos por una potencia superior que los utiliza para la realización de sus propios planes, de tal manera que, para utilizar la vigorosa expresión de un exegeta alemán contemporáneo, «aquellos que sobre la tierra piensan dirigir a los otros son, en definitiva, llevados y conducidos por Dios». «No por estar asentados en su trono están menos bajo su mano y bajo su autoridad». «No hay ninguna potencia humana que no sirva, a pesar suyo, a otros designios distintos de los suyos. Solamente Dios sabe reducir todas las cosas a su voluntad». En definitiva, «nadie domina sino Dios».

Dios saca de sí mismo todo su poder, y lo posee en un grado tan eminente que comparado con Él, los reyes y los príncipes de la tierra no parecen tales reyes y príncipes, sino servidores de Dios a quienes Él comunica durante un breve lapso, una minúscula parte de poder. Lo que la Sagrada Escritura y los exegetas afirman de los reyes y los príncipes podemos aplicarlo igualmente al mundo político, económico y financiero de hoy. Dictadores, jefes de Estado, presidentes de consejos, dueños de los instrumentos de comunicación social, escritores, etc., todos poseen medios de acción durante algunos años o algunos meses; pero son las suyas fuerzas prestadas, y estos personajes sirven, sin saberlo, a designios distintos a los suyos. La política humana está secretamente integrada en una política divina.

Este dominio de Dios sobre los hombres y sobre la historia es tal que San Agustín pudo escribir: «Dios domina las voluntades de los hombres más que los propios hombres». No hay que extrañarse, pues, de que la Escritura afirme en muchas ocasiones la fuerza «irresistible» de la voluntad de Dios. En efecto, es tal que nadie puede hacerle frente, y separa todo lo que se opone a su paso. Se sentiría uno tentado a compararla a un golpe de mar o a un ciclón, si no fuera porque la voluntad de Dios no sólo actúa con fuerza, sino también con dulzura, es decir, tratando a los hombres según su naturaleza. Su omnipotencia actúa sobre los hombres también desde dentro. Dios les infunde sentimientos y movimientos, y les orienta a su voluntad.

La plegaria que Mardoqueo dirige a Dios para pedirle que salve a los israelitas amenazados por Aman es de una riqueza teológica y de una intensidad espiritual extraordinarias: «Señor, Señor, todo está sometido a tu poder, pues en tus manos está el universo entero, ni hay quien pueda oponerte resistencia, como tú quieras salvar a Israel; pues tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto hay de maravilloso bajo el cielo. Señor eres de todas las cosas, ni hay nadie capaz de resistir a ti, el Señor».

«Todo está sometido a tu poder», no en teoría, en el sentido edulcorado que damos con frecuencia a tu palabra «poder de Dios», considerado solamente como una posibilidad de intervenir, sino en la práctica, en el pleno sentido del vocablo, tal como lo entendían los judíos y los primeros siglos cristianos: «todo está sometido a tu poder», es decir, que todas las cosas, en este mismo momento, hoy como ayer, mañana como hoy, todas las cosas ejecutan tus designios, todos los hombres realizan tus planes misteriosos, aunque la mayor parte de ellos lo ignoran y aunque, con mayor frecuencia, infrinjan tus mandamientos. En definitiva, Dios no ha puesto a los hombres en la tierra sino para hacerles ejecutar su plan de amor hacia Él, libremente, pero también infaliblemente. Todos obedecen a su decreto eterno. Aún no había aparecido sobre la tierra la primera pareja humana cuando Dios, en sus planes eternos, había escrito ya la «historia» del género humano del mismo modo que un autor compone un drama mucho antes de su representación. Dios, al ver los periódicos colgados en los quioscos

o siguiendo la actualidad en las pantallas de televisión no aprende absolutamente nada de nuevo. Dramaturgo soberano, sabe de antemano lo que se representará en la escena del mundo, a lo largo de los días y de los años, del mismo modo que un Paul Claudel, asistente a la primera representación del Soulier de satin, conocía desde la primera escena todo el desarrollo de la obra.

La sonrisa de los ángeles

Isaías denuncia la inanidad de los esfuerzos emprendidos por los poderosos de la tierra contra los designios de Dios. Tras haber anunciado la opresión de Israel por parte de los Asirios predice que llegará un día en que el Señor hará fracasar a los enemigos de Israel y de Judá. El profeta judío interpela directamente a los Asirios: «Podéis tomar las armas. Ceñíos y seréis quebrantados; tomad un consejo y será deshecho; dad una orden y no subsistirá, pues `Dios está con nosotros". Sólo un profeta iluminado por el Señor de la historia podía expresarse con una seguridad tal. ¿Quién resistirá a la voluntad de Dios?'. Nadie. «Vano será pedir a alguien una cosa que no esté en su poder -comenta Santo Tomás-. Así, nada está originariamente en poder del hombre, puesto que es de Dios de quien recibe no sólo el querer, sino el hacer, y todo procede de la voluntad de Dios»

«Conozco bien, oh Señor, que no es el hombre dueño de su camino ni corresponde al varón caminar y enderezar sus pasos». Obstáculos imprevistos e insuperables pueden surgir en el curso del camino. El alpinista más avezado y mejor equipado no está seguro de escalar la cima que ambiciona conquistar, así como el turista más rico, que sube a un avión, no está seguro de llegar unas horas más tarde a su lugar de destino. Pero cuanto más aleatorios son los proyectos del hombre, más ciertos y seguros son los designios de Dios. «Ninguno se salva de mi mano. Cuando yo obro, ¿quién podrá impedirlo?» dice el Señor. En fin de cuentas, Dios «ha tomado decisión y ¿quién le hará volver a atrás? Lo que su alma ha deseado, Él hará».

«Así como ningún ser humano puede comprender las disposiciones de Dios -comenta Santo Tomás-, así tampoco ninguna criatura podrá resistirlo» . El que es por Sí mismo, desde toda la eternidad, domina y anonada, por así decirlo, con toda su trascendencia a aquellos que surgen en un momento dado de la historia y todo lo toman de prestado: existencia, vida, movimiento. «Yo soy el Alfa y la Omega -dice el Señor Dios-, el que es, el que era, el que viene». Es el autor del pasado, del presente y del porvenir.

É1 hace ejecutar sus designios incluso por aquellos que rehúsan obedecer a sus mandamientos. Un prelado eslovaco, que vivió durante largos años clandestinamente en la Rusia soviética, decía, tras la ordenación en Roma de un sacerdote eslavo: «Dios encuentra siempre el camino para conducir al altar, aunque sea a través de mil dificultades, a los que ha escogido... » Del mismo modo, aquellos que tienen a Dios de su lado porque se dirigen únicamente a la ejecución de Sus designios, a medida que van descubriendo Su voluntad sobre ellos, tienen un no sé qué de invencible. Participan de esta omnipotencia, de la que Mardoqueo decía que nadie podría resistir. En muchas ocasiones la Sagrada Escritura atribuye los éxitos de determinados personajes del Antiguo Testamento al hecho de que «Dios estaba con ellos».

«Señor, vuestro designio permanece eternamente -dice San Agustín-. Desde lo alto os reís de nuestras resoluciones y realizáis las vuestras.» El Salmista nota que el que mora en los cielos se divierte viendo a los poderosos de la tierra alzarse contra Yahvé y contra su Cristo. Dios se ríe de los ardides de sus enemigos. Este «reírse» es una expresión figurada que marca la desproporción entre el esfuerzo realizado y el resultado conseguido. ¿Qué diríamos si viésemos a un niño, hijo de un ateo militante, avanzar por la plaza de San Pedro de Roma con un fusil de juguete, con el propósito de derruir la Basílica y aplastar la religión? Sin duda alguna, excitaría en algunos la compasión, pero en otros provocaría la hilaridad. Asimismo, los ángeles sonreirían de compasión -si su imperturbable serenidad pudiese abandonarlos- al ver la enorme disparidad entre los esfuerzos de los hombres y los resultados que logran. Sonreirían al ver cómo el hombre se agita, mientras que Dios le conduce, y de qué modo los mortales proponen y yerran mientras que solamente Dios dispone.

Desde este punto de vista superior, Santa Teresa podía escribir a la intención de sus hijas espirituales: «Sabed que Dios lo puede todo y que nosotros no podemos nada más que lo que se nos concede de poder... Todo nuestro mal nos viene de que no tenemos la mirada fija en Dios» ". Si tuviera su mirada fija en el Creador, el hombre se guardaría de construir sobre arena y de apoyarse sobre cañas. Refiriéndose a los proyectos de una determinada familia para el porvenir,Teresa de Ávila nota finamente que «nuestro Señor tiene otros caminos y aquellos proyectos servirán de poco. Lo que quiere Su Majestad, no dejará de realizarse» `. Y lo que no quiera no habrá fuerza alguna aquí abajo capaz de forzar su realización: Nadie abre donde Él cierra y nadie cierra donde abre".

En suma, «los accidentes, los retrasos, los fracasos no pueden entorpecer la acción de Dios. La causa de todas las causas no puede ser trabada por ninguna causa puesto que ella las envuelve a todas, puesto que es ella la que les proporciona su eficacia» .

«Combatida, ella triunfa»

Todo esto es magnífico, es mucho, ciertamente, pero no es todo. El brazo de Dios va más lejos. No solamente la Providencia realiza todos sus designios, sino que hace concurrir y cooperar a su realización incluso a la oposición del mundo y al odio de Satán. De buen grado o a pesar suyo, los hombres trabajan de un modo o de otro en la realización del designio supremo de Dios: la multiplicación de los elegidos, la construcción de la Iglesia.

Para llevarlos a contemplar desde este punto de vista superior las vicisitudes humanas, San Juan Crisóstomo invita a sus fieles a meditar una vez más en la historia de José, hijo de Jacob: «No os imaginéis que estos acontecimientos fueron el efecto de un concurso fortuito de circunstancias, la consecuencia de una revolución repentina. Dios ejecuta sus designios por manos de aquellos mismos que se oponen a él y le combaten ; se sirve para la elevación de José del ministerio de sus enemigos, a fin de que aprendáis que nadie puede impedir lo que Dios ha resuelto, y que nadie puede detener su potente brazo a fin de que cuando os veáis expuestos a alguna persecu­ción no sintáis desfallecimiento ni despecho, sino que sepáis que la persecución tendrá un final feliz, siempre que soportéis valerosamente sus asaltos». La envidia de sus hermanos alejó a José del país de Canaán y en las manos de Dios este alejamiento se convertía en un instrumento de promoción. ¡Qué enseñanza!

Del mismo modo, «los obstáculos mismos favorecen la realización de los designios de Dios. Él se sirve de las persecuciones para extender la fe» ". Su táctica desconcierta nuestros razonamientos demasiado humanos... En Su mano todo se convierte en medios para realizar Sus planes de salvación. «Tal es la grandeza de la Iglesia: combatida, triunfa; ultrajada, aparece más brillante. Recibe heridas, pero no sucumbe a ellas; es agitada por las olas, pero no desaparece» . Dios está con ella, la sostiene, la edifica día tras día; ¿acaso no es Su obra maestra? Cristo salva a los hombres por medios que parecen opuestos al fin propuesto: la traición, la flagelación, la ignominia de la muerte en la cruz traen a los hombres la salvación y la verdadera alegría. Como Dios estaba con su Cristo, ¿quién hubiera podido modificar eficazmente sus planes de redención? «Si Dios es para nosotros, ¿quién pues estará contra nosotros?» Lo que se produjo en la Vida de Jesús. se reproduce de alguna manera en la de los cristianos: «Nuestros enemigos están lejos de perjudicarnos; a pesar suyo nos trenzan coronas, nos procuran bienes infinitos: la sabiduría de Dios cambia sus asechanzas en gloria y salvación nuestra. ¿Veis cómo nadie está contra nosotros?» Por poderosos que sean, los reyes no se benefician de sus ventajas tempo­rales; ¿acaso no están expuestos a las traiciones, a las revueltas y a las guerras? «Ni los hombres ni los demonios pueden verdaderamente dañar al cristiano atento a observar las leyes de Dios.»

Ante el espectáculo de la omnipotencia de Dios que hace que todos los acontecimientos, favorables o no, se tornen en beneficios para los amigos de Dios, San Juan Crisóstomo exulta de admiración y alegría: «¿Qué hay de comparable a esta vida en la que nada puede hacernos daño, en la que los mismos que nos tienden lazos no son menos útiles que los bienhechores? Así, San Pablo dice: si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» "'. «Gloria a Dios en todo», era una máxima familiar al obispo de Constantinopla. La pronunciará al morir, en Comana, camino del exilio, después de una vida muy rica en pruebas. El santo vivió lo que enseñaba y enseñó lo que vivía.

Los seminarios superpoblados de Polonia

Al evocar las persecuciones de todas clases que atormentaron la vida apostólica de San Pablo, Bossuet muestra que a pesar de los propósitos de los autores de aquéllas, ellos contribuyeron a la difusión del cristianismo a través del mundo. Bossuet apostrofa en estos términos a los adversarios del Apóstol: «¿De qué os sirve, oh perseguidores, perseguirlo con tanta saña? Hacéis avanzar la obra de Pablo cuando pensáis destruirla. Porque dos cosas son necesarias para ganar a las naciones infieles: palabras para instruirlas y sangre para emocionarlas. Él puede darle sus instrucciones por la sola fuerza de la caridad, pero no puede darles su sangre si no es por el suplicio: ahí que vuestro furor fuera necesario. Le dais el medio de vencer, dándole el de sufrir. Sus heridas hacen sus conquistas».

«Vuestro furor le es necesario» tal como había sido necesario que con los gentiles y los judíos, Herodes y Poncio Pilatos se uniesen para realizar los designios que la mano y la voluntad de Dios habían establecido para la salvación de los hombres».

«Silenciosa, lenta, secreta, la Providencia de Dios está en el fondo de todo. Ella lleva las cosas a su fin, los seres a su destino. Ella hace la historia. Ella utiliza los hombres. Y ellos no se dan cuenta. Si se les dijera, responderían: «No es verdad.» ¿Cómo habrían de saberlo? El plan divino está oculto para ellos. Dios no tiene por qué explicarse. Pero obra».

César está al servicio de Dios al ordenar el censo de su imperio. Es como consecuencia de esta medida por lo que Jesús nacerá en Belén y se cumplirá la profecía. Al dar aquella orden, «César sabe lo que hace. Y no lo sabe, a la vez. No sabe que esta idea del empadronamiento que se le ocurrió un día, de repente, hablando consigo mismo, estaba preparada en él, desde siempre, por Dios. Con esta historia del empadronamiento, Dios iba a hacer otra historia. Una historia grande y eterna. Y esto es lo que ignoraba César. Él era un instrumento... de los más inconscientes. Trabajaba para Dios en tanto que, seguramente, Dios era, en este caso, absolutamente indiferente para él.»

También los fariseos trabajaban, sin saberlo, para la expansión del cristianismo que querían yugular. «Cuando envían a Pablo a Damasco ellos saben -y no saben- lo que hacen. Saben que va hacia Damasco, pero no saben que en el camino Alguien espera y que una luz cegadora, desde la cual Alguien hablará, va a iluminar a su delegado para la iluminación del mundo». «Nuestros enemigos -pueden decir, con palabras del P. de Causade, quienes aman a Dios de todo corazón-, nuestros enemigos son galeotes que nos llevan al puerto a todo remo.» Y con Bossuet pueden añadir: «Veremos un día cuántas personas que nos crucifican nos son útiles.» Los veremos en el más allá; en esta tierra, lo creemos, siempre que nuestra fe sea vigorosa, porque el mismo Dios nos garantiza que él «coordina toda su acción al bien de los que le aman»

San Pablo señalaba a los primeros cristianos de Filipo esta ambivalencia de las hostilidades y los tormentos que, más o menos numerosos, jalonan la vida de todo cristiano coherente: «... no dejándoos amedrentar en nada por los adversarios, lo cual es para ellos señal de perdición, mas para vosotros de salud, y esto es obra de Dios, ya que a vosotros se os concedió graciosamente no solamente que creyeseis en Él, sino también que por Él padecieseis»''. Es en fidelidad a esta línea de conducta del Apóstol por lo que los santos consideran como bienhechores a quienes la opinión pública tiene como adversarios.

«Dios hace servir a sus fines los medios que los hombres maquinan contra él -observa Jean Guitton-. Del laicismo saldrá sin duda una élite de cristianos más ilustrados, más conscientes de la verdad, porque la habrán encontrado no en la costumbre, ni en el impulso del corazón, ni en los beneficios que reporta a la sociedad, sino en el estudio de sus títulos».

Para arruinar definitivamente la fe de su esposa Elisabeth, Felix Leseur, ateo agresivo, le dio a leer la «Vida de Jesús» de Renan. De este instrumento de destrucción, la Providencia haría un medio de salvación. «Con su inteligencia fuera de serie y equilibrada, con su juicio certero, con un sentido común extraordinario, y una gran cultura, Elisabeth no se deslumbró por la magia de las palabras, sino que, por el contrario, se impresionó por la indigencia del fondo», como dirá más tarde su esposo, convertido después al cristianismo. Por instinto, ella retornó a las fuentes: los Evangelios. Y en la pureza de la fuente, reencontró la integridad de su fe. Elisabeth se com­placería en reconocer esta omnipotencia de Dios que actuaba con una dulce e irresistible lentitud, convirtiendo los obstáculos en medios: «Vuelvo a ver la acción lenta y silenciosa de la Providencia en mí y para mí, esta obra admirable de la conversión interior, provocada, guiada, cumplida por Dios sólo, fuera de toda influencia humana, de todo contacto exterior, a veces por medio de lo que me hubiera debido arrancar toda fe religiosa, en una obra cuya inteligencia y voluntaria belleza no se aprehende hasta que está terminada».

Lo que realiza en los individuos, Dios lo hace también en las comunidades. Es conocido de qué modo los regímenes de inspiración materialista atea se ocupan de ahogar la vida cristiana. Sin embargo, nos encontramos con que en los países en donde la Iglesia estuvo oprimida conocieron una gran floración de vocaciones sacerdotales y religiosas, en tanto que algunos países occidentales libres padecen una cruel penuria de sacerdotes y de religiosos.

«La situación de las vocaciones en Polonia es verdaderamente excepcional -declaraba a su regreso de Varsovia el cardenal G. M. Garrone, prefecto de la Congregación para la Educación Católica-. Es altamente emocionante el contemplar los seminarios superpoblados y constatar que no falta ni número ni calidad en los candidatos al sacerdocio. Estoy hablando, evidentemente, de los grandes seminarios, porque las circunstancias actuales no permiten la posibilidad de otras casas de formación. Se vive estrechamente, pero en un clima de evidente serenidad y alegría.

Estos jóvenes, que han conocido todos ellos largos períodos de prueba, están allí para responder a la llamada del Señor. Su fe es verdaderamente impresionante. Provienen casi todos del mundo obrero, que con su dinero sostiene valerosamente la existencia de las casas de formación de sacerdotes»

Voltaire trabajó para el Código de Derecho Canónico

Hay que considerar la historia «como con la mirada de Dios» para comprender que a su modo y a su nivel, uno de los peores enemigos de la Iglesia en el siglo XVIII trabajó para el bien de los amigos de Dios. He aquí cómo lo explica Jacques Maritain ...: «Todo lo que sucede en la historia del mundo sirve de una manera u otra al progreso del reino de la gracia (y a veces al precio de un gran mal) a un cierto progreso del mundo. Proponiéndose «écraser l'infame», Voltaire estaba dentro de la cristiandad y en la historia de la cristiandad, como estaba dentro del universo creado y en el gobierno providencial. Y les sirvió a pesar suyo. Su campaña en pro de la tolerancia se batía por un error, porque él pensaba en la tolerancia «dogmática», como si la libertad de pensar fuese un fin absoluto, sin una regla superior a la opinión subjetiva. Pero al mismo tiempo, combatía contra otro error: me refiero al principio moderno, que ha encontrado su expresión en la fórmula cujus regio, ejus religio: que la fuerza del Estado y las presiones sociales tienen por ellas mismas fuerza de derecho sobre las conciencias. En este sentido, Voltaire trabajaba, sin saberlo, para el artículo 1.351 del Código de Derecho Canónico: «Nadie puede ser obligado a abra­zar la fe católica contra su voluntad.» Esto ha sido un instrumento que ha servido para que las sociedades modernas reconozcan los principios de la tolerancia civil.

«Encuentro una ilustración de las verdades que acabo de señalar, añade Jacques Maritain, en el precioso libro de G. H. K. Chesterton, El hombre que fue Jueves, donde se ve a los policías y a los anarquistas, que se combaten a conciencia, obedecer a un mismo señor misterioso llamado por el autor `Señor Domingo'... » (Mr. Sunday).

Estas consideraciones de Jacques Maritain sobre la impensada cooperación de Voltaire a la redacción del artículo 1.351 del Código de Derecho Canónico, así como las elevaciones de Bossuet y de San Juan Crisóstomo, son una ilustración impresionante de las palabras de la Escritura sobre la universal soberanía del Verbo: «Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas». «De Él las cosas han recibido el ser; por Él subsisten; hacia Él tienden como hacia su fin último»'". «Todo depende de Dios y él sabe realizarlo todo como ha previsto. Todo es su obra; nada se hace sin él; todo viene de él; todo subsiste por él; nada se le escapa; por el contrario, todo desemboca en él», observa otro exegeta contemporáneo'`. «Si todo esto es verdad de Dios, añade, autor de la naturaleza; con cuánta mayor razón de Dios autor de la gracia que lo ha hecho todo para que todos los hombres puedan recibir su misericordia.»

Qué emoción embargaría a los telespectadores si en la noche de fin de año, en el último diario hablado, después de las melancólicas consideraciones de rigor acerca del tiempo que se va, irreversible, el locutor leyera lentamente el versículo de la Epístola a los Romanos citado más arriba: «De ÉL, y por ÉL, y para ÉL, son todas las cosas.» Y qué saludable efecto para los lectores de un periódico de gran tirada si encontrasen, en el primer número de año nuevo, este mismo versículo estudiado y comentado de modo pertinente. Según la cualidad de sus disposiciones morales, lectores y telespectadores entreverían, más o menos, lo que podría ser este «sentido de la historia» del que tanto se habla en nuestros días.

Resulta interesante destacar que por poderosos que ellos se crean, los jefes políticos y militares sienten a veces oscuramente su dependencia de un Ser superior al que ellos llaman destino, fatalidad, buena estrella, etcétera. Como lo pone de manifiesto Herbert Butterfield en su estudio «Cristianismo e historia» este fue, muy particularmente, el caso del Canciller de Hierro. «Bismarck, cuyas reflexiones sobre la política revelan no sólo una visión penetrante, sino también un espíritu religioso, subrayaba este pensamiento mucho más que todos los hombres de Estados modernos: «Los hombres de Estado -decía- no pueden crear el curso de los tiempos; no pueden sino navegar sobre él. Cuando a través de los acontecimientos los hombres oyen el rumor del manto de Dios, que se apresuren a aferrarse a su borde.»

Cuando se presionaba al canciller Bismarck para que acelerase la unificación de Alemania, éste observaba: «Podemos acelerar el péndulo, pero el tiempo no avanzará por ello.» Pero en el año 1869, que precedió a la unificación, decía: «Intervenir de modo arbitrario y simplemente voluntario en el curso de la historia no ha tenido jamás otro resultado que el de hacer caer los frutos que aún no estaban maduros.»

Con mayor profundidad y más unción que el canciller alemán, San Vicente de Paúl expresaba los mismos puntos de vista: «Abandonémonos a la Providencia y guardémonos bien de precederla. Las obras de Dios se hacen ellas mismas y las que Él no hace perecen pronto; aseguraos de la verdad de una máxima que parece paradoja: quien se precipita retrocede en las cosas de Dios» «Honran soberanamente a Nuestro Señor quienes la siguen (a la Providencia) y no quieren ir delante de ella»".

Los guías de la Revolución francesa

Bossuet se esforzó por inculcar estas ideas al joven príncipe que parecía llamado a suceder a Luis XIV. En tanto que Realpolitiker creyente, Bismarck partía de las cosas de la tierra para elevarse a las del cielo, Bossuet, cimentado en otro realismo, partía de las cosas del cielo para esclarecer las cosas de la tierra. Comentando las palabras de San Pablo «Dios es bienaventurado, el único poderoso, Rey de reyes, y Señor de señores», el preceptor del Delfín escribía: «Bienaventurado, porque su reposo es inalterable, ve cómo todo cambia sin cambiar. Él mismo y hace todos los cambios por un consejo inmutable; da y quita el poder que lo transporta de un hombre a otro, de un pueblo a otro, para mostrar que no lo tienen sino de prestado, y que Él es el solo ser que reside naturalmente.»

El preceptor del delfín encuentra en la historia universal ilustraciones de estas verdades reveladas. «Así es por lo que todos los que gobiernan se sienten sometidos a una fuerza mayor. Hacen a veces lo que no pensaban haber hecho y sus consejos han tenido en ocasiones efectos imprevistos. Ni son dueños de las disposiciones que los siglos pasados han puesto en los asuntos ni pueden prever el curso que tomará el porvenir, al que no pueden forzar ni de lejos. Quien lo tiene todo en su mano es aquel que sabe el nombre de lo que existe y de lo que aún no existe: el que preside todos los tiempos y previene todos los consejos.»

Y Bossuet cita algunos ejemplos de la Antigüedad: Alejandro, «que no creía trabajar para sus capitanes, ni arruinar su casa con sus conquistas». Bruto, que inspirando a los romanos un amor inmenso por la libertad, abrió camino a una tiranía aún más dura que la de los Tarquinos; los Césares, que halagando a los soldados «no tenían el designio de dar dueños a sus sucesores». «En una palabra, no hay en absoluto poder humano que no sirva, a pesar suyo, a otros propósitos que los suyos. Solamente Dios sabe reducir todas las cosas a su voluntad».

Sin remontarse a la Roma antigua, ¡qué fácil sería ilustrar con la historia de los tiempos modernos la sumisión de los hombres políticos a una invisible fuerza mayor! «Se ha señalado, con gran razón, que la Revolución francesa dirigió a los hombres más bien que al contrario. Esta observación es absolutamente justa, y aun cuando se haya podido aplicar más o menos a todas las grandes revoluciones, jamás ha sido más evidente que en esta época.» «Incluso los desalmados que parecen conducir la Revolución no entran en ella sino como simples instrumentos; y en cuanto tienen la pretensión de dominarla, caen innoblemente. Quienes establecen la república lo hacen sin quererlo y sin saber lo que hacían; fueron conducidos por los acontecimientos.»«Cuanto más se examinan los personajes aparentemente más activos de la Revolución, más se encuentra en ellos algo de pasivo y mecánico. Nunca se repetirá bastante: no son los hombres los que conducen la Revolución, es la Revolución la que emplea a los hombres» ` y ella misma es misteriosamente conducida por Dios. Estas reflexiones de Joseph de Maistre ilustran explícitamente, sin duda, el pensamiento de la Sagrada Escritura: «Muchos son los proyectos en el corazón de los hombres; pero en definitiva es el designio del Señor el que se realiza».

Pensemos en el hundimiento del fascismo y en la ruina trágica del Tercer Reich que pensaba ser milenario. Acordémonos de la destitución de jefes como Churchill y De Gaulle. Y más simplemente, comparemos las realizaciones de un nuevo gobierno con el programa que presentó al parlamento'". La historia de la Alemania contemporánea presenta un caso singular, revelador de la impotencia de los poderosos. Nombrado en marzo de 1945 alcalde de Colonia por los norteamericanos, Konrad Adenauer fue destituido poco después, acusado de incapacidad, por el gobernador británico, a instigación del partido Laborista, que apoyaba a los socialdemócratas alemanes. Relegado por los aliados, como ya lo había sido por los nazis, Adenauer consagró to­das sus fuerzas a la organización de un partido -la Unión Demócrata Cristiana (CDU)- capaz de enfrentarse con el socialismo renaciente. Cuatro años más tarde, en las elecciones de agosto de 1949, los demócratas cristianos vencían a los socialistas. Si Adenauer no hubiera organizado la CDU, ¿habría triunfado tan brillantemente? Y si los ingleses no lo hubieran destituido, ¿hubiera podido dedicarse a esta tarea de organización? Así, al provocar la destitución de Adenauer, el partido Laborista trabajaba a largo plazo contra los propios intereses del socialismo. Hasta tal punto es verdad, que en los planes de la Providencia un fracaso puede conducir a un éxito

Sí, Dios, sólo Dios lo reduce todo a su voluntad. Dirige a los dirigentes, domina a los dominadores. ¿Cómo hace servir la política de la tierra a su propia política? ¿Cómo sucede para que los hechos económicos, los acontecimientos financieros, los cambios políticos, las presiones secretas, las intrigas y las maquinaciones de los ambiciosos cooperen infaliblemente al bien de los amigos de Dios y al crecimiento de su Iglesia, fin supremo del gobierno divino? Nosotros lo ignoramos. Pero Dios lo afirma, sin explicarnos el mecanismo. ¿Acaso no será suficiente su garantía? Praestet fides supplementum: a la fe pertenece suplir con sus luces superiores las insuficiencias del conocimiento natural. En marcha hacia la eternidad, el cristiano cree en la absoluta soberanía de Dios; los elegidos y los santos ángeles contemplando a Dios, ven, en sus detalles, las articulaciones y los engranajes de esta soberanía. El cristiano, en la tierra, tiene un conocimiento fragmentario; el elegido, llegado a la cima de la montaña, posee una visión panorámica: comprende cómo «Dios crea la vida con la misma muerte y el orden con nuestros desórdenes».

La realidad suprema desconocida por el comunismo

Entre los cristianos que creen y los elegidos del cielo que ven, se sitúan a veces, por una gracia especial de Dios y por tiempo breve, las almas privilegiadas a las que les ha sido concedido el entrever. Tal fue el caso de la bienaventurada Angéle de Foligno: «Vi una plenitud divina en la que abrazaba todo el universo, más acá y más allá de los mares, y el océano y el abismo de todas las cosas, y no veía en todas partes sino el poder divino; el modo de la visión era absolutamente inenarrable. En un transporte de admiración, exclamé: "¡Pero está lleno de Dios, está lleno de Dios, este universo!" Y al momento, el universo me pareció pequeño. Vi el poder de Dios que no lo llenaba, sino que desbordaba por todas partes". Un maestro espiritual contemporáneo, el P. Marie-Eugéne OCD, autor de Je veux voir Dieu, nos invita a elevarnos a esta visión superior del cosmos y de la historia: «La presencia de la inmensidad activa de Dios es la gran realidad del mundo. Pero es una realidad que solamente la fe percibe, una realidad soberana y trascendente».

Esta verdad tocante a la potencia divina no está reservada a la contemplación de algunas almas selectas; concierne a todos los cristianos. Y debería interesarnos más que nunca en este tiempo de secularización y de materialismo ateo. Pío XI, en su encíclica sobre el comunismo, afirmaba rotundamente que: «Por encima de todos los seres está el Señor único, supremo, soberano, es decir, Dios, creador omnipotente de todas las cosas, juez infinitamente sabio y justo de todos los hombres. Esta realidad suprema es la condenación más absoluta de las impudentes mentiras del comunismo». .

Como un tiro de artillería

Si es verdad que hay un ser único, soberano, todopoderoso, hay que concluir, para emplear las expresiones de San Roberto Belarmino, que todas las criaturas son servidores de Dios. Pero, ya se sabe, como un tiro de artillería, una barrera de objeciones se levanta aquí: ¿Cómo conciliar esta soberanía absoluta de Dios con la libertad del hombre? ¿No se dice que Dios respeta la libertad del hombre? Por otra parte, la intervención de Dios en las cosas humanas, ¿no está condicionada por éstas? Como todo poder, ¿acaso Dios no ha de tener en cuenta las situaciones concretas sobre las que quiere obrar?

A decir verdad, tales cuestiones no se suscitarían en almas del temple de una Teresa de Lisieux. Su vigor espiritual es tal que superan la dificultad por un acto de fe sumido en la omnipotencia y sabiduría de Dios. O, si se prefiere, remontan la dificultad manteniendo fuertemente los dos extremos de la cadena,. «aunque no puedan ver el centro en el que la cadena se continúa», porque «jamás se deben abandonar las verdades una vez conocidas, aunque surjan algunas dificultades cuando se quieren conciliar entre sí». Pero todas las almas cristianas no tienen la envergadura espiritual de una Teresa Martin, como todos los pájaros no son águilas: están los gorriones que vuelan a media altura y las gallinas que vuelan a ras de tierra.

«Dios respeta la libertad del hombre»: esta es una afirmación de todo punto ortodoxa, puesto que se la encuentra en los documentos del Magisterio. Pero también se halla en labios y en plumas que le dan un sentido que no es el del Magisterio. Por ello este «respeto» de Dios por la libertad del hombre puede encerrar una significación ambigua. Perfectamente ortodoxa en sí, puede enmascarar una herejía, del mismo modo que un ladrón puede ponerse un hábito de monje y no despertar así ninguna sospecha en una iglesia en la que prepara su golpe.

¿Qué significa respetar?: el diccionario Robert responde que es considerar como digno de ser conservado, testimoniar deferencia, no atacar. Es decir, tener cuenta de la naturaleza particular de un objeto o de un ser. Se respeta un fresco antiguo, se respeta un niño, se respeta a un sacerdote. Así, ¿cómo se traduce el respeto a la libertad del hombre? ¿En el hecho de no actuar de ningún modo sobre ella? O ¿en el hecho de actuar sobre ella teniendo en cuenta su estructura y sus mecanismos? ¿«Respeto» es sinónimo de «abstención escrupulosa», de «neutralidad» o más bien de «tratamiento delicado y deferente»?

La respuesta está clara: mantenerse neutral ante una criatura, conducirse como si no existiera, no es respetarla; es, más bien, ignorarla. No es esta la actitud de Dios ante los hombres. Él no los ignora, aunque fuera con el fin de salvaguardar su libertad. Él no puede ignorarlos sin que, en el mismo instante, se suman fatalmente en la nada puesto que -no nos cansaremos de repetir lo que no se deja de olvidar- es de Él, y sólo de Él de quien obtenemos continuamente vida, movimiento y existencia. Así, volvemos a la puntualización tan profunda de San Agustín, repetida por Santo Tomás: sustraer los hombres a la acción de Dios, sería precipitarlos en la nada, si es que tal operación fuera posible. Sería como cortar la corriente que alimenta el alumbrado público y sumir a una ciudad en la completa oscuridad. Dios respeta la libertad del hombre no absteniéndose de influir sobre ella, como lo querrían ciertos ignaros de la nada congénita del hombre, sino actuando sobre ella conforme a su naturaleza espiritual, es decir, iluminando la inteligencia del hombre y moviendo su voluntad desde dentro.

Dios respeta la libertad del hombre actuando sobre él por una operación interior infinitamente dulce y suave: despierta en el alma pensamientos y suscita en ella sentimientos que se convierten en los pensamientos y sentimientos del hombre. Al determinarse a obrar conforme a estos pensamientos y sentimientos suscitados por Dios, el hombre obra bajo la moción de un principio interior y no por una coacción exterior. Y realiza asimismo la definición clásica del acto libre: libre de toda coacción exterior y que brota de una convicción íntima, de un principio intrínseco. Que esta convicción sea el fruto de una misteriosa influencia de Dios, no quita nada a su naturaleza de convicción. Si es verdad que el hombre es movido por Dios, es también verdad que al mismo tiempo obra él mismo; si es exacto que está predeterminado por Dios, es también manifiesto que se determina a sí mismo. El análisis psicológico lo evidencia.

«Cuanto más santa es una mujer...»

Sólo Dios es capaz de influir así desde dentro y de suscitar actos libres. Un hombre puede actuar sobre la imaginación y sobre la sensibilidad de otra persona, pero no sería capaz de penetrar en la intimidad de su alma ni ejercer una influencia directa sobre su inteligencia y su voluntad. Por otra parte, la historia muestra que son precisamente quienes están más claramente bajo la influencia de Dios -los santos- los que dan la impresión de poseer una voluntad humana más vigorosa. Son personalidades de gran envergadura, en quienes la gracia ha llevado muy lejos el desarrollo armónico de las facultades. «Cuanto más santa es una mujer, más mujer es» .

Tal como lo señala con profundidad el antiguo teólogo llamado Dionisio Areopagita, Dios ha creado los seres vivos no para debilitar sus potencias, sino más bien para desarrollarlas y expandirlas. «Dios hace que nosotros hagamos», dice San Agustín. «Dios hace libre lo que es libre», añade Bossuet. «Si Dios cambia una voluntad, no le hace violencia, simplemente le da una inclinación nueva» porque «la determinación del acto a cumplir es siempre el hecho de la razón y de la voluntad»'".

En términos claros y simples, respetuosos con afirmaciones tan claras de la Sagrada Escritura referidas a la acción de Dios sobre la voluntad del hombre, el P. R. Mulard intenta explicar un poco la armonía entre la infalibilidad de los designios de Dios y la libertad de las decisiones del hombre. «La causalidad trascendente de Dios, ya se trate de una moción natural o se trate de la gracia, se ejerce... en vista de un resultado preciso y determinado. Desde entonces, nuestra voluntad escogerá este resultado preciso y determinado. Libremente, pero ciertamente. Santo Tomás no duda en afirmarlo, puesto que la voluntad omnipotente de Dios no conoce trabas y jamás se detiene. Se trata en este pasaje de la preparación del hombre para la gracia. «Esta preparación, dice, es a la vez obra de Dios que obra como motor, y del libre albedrío, que es movido por Dios... Del hecho de que sea obra de la moción divina, alcanza el resultado que debe alcanzar como consecuencia del orden divino; no es que haya coacción, sino infalibilidad, porque los designios de Dios no pueden dejar de realizarse (I.H.112,3).»

Y el teólogo concluye, con sagacidad: «He aquí la fórmula que debemos retener: infalibilidad, pero sin coacción. Santo Tomás descarta siempre la idea de una supresión o una reducción de nuestra libertad, sin dejar de mantener la seguridad del resultado querido por Dios... Sin duda esta coexistencia de la infalibilidad de os decretos divinos, de nuestra libertad ejerciéndose sin coacción es un misterio. Misterio, pero no contradicción, puesto que lo uno y lo otro se encuentran en planos diferentes, ya que Dios es la Causa primera y nosotros no somos sino causas segundas».

O, para expresar de otro modo esta coexistencia jerarquizada de dos causalidades: «existe la predeterminación eterna, que es obra de Dios, y nuestra determinación temporal, que, es obra nuestra; una y otra pertenecen a ordenes distintos, se encuentran en planos diferentes, pero la segunda se conforma firme e infaliblemente a la primera... Es el misterio del encuentro de lo finito y de lo infinito.

El encuentro misterioso de lo infinito y lo finito

¿Es este un punto de vista teológico, inaccesible al común de los cristianos? Creemos que no. Quien transcribe estas consideraciones, adhiriéndose a ellas con toda su alma, porque percibe en ellas un eco fiel de la Sagrada Escritura y del Doctor Común, no es teólogo. Es un seglar comprometido, que siente cada día las presiones de un mundo contaminado por la secularización y por el materialismo ateo. Y que estima que para reaccionar victoriosamente contra estos peligros resulta insuficiente una doctrina cristiana edulcorada, sobre todo en lo que concierne a la Providencia y al sentido de la historia. Piensa que sería degradar la gloria de Dios, hacer un flaco servicio a la causa de la Iglesia, y, en fin, privar a las almas del pan de la verdad, detenerse a medio camino en la presentación del pensamiento auténtico de la Iglesia, que extiende la acción determinante de Dios hasta los más pequeños movimientos buenos del hombre.

Instruido por multitud de ejemplos en sus contactos con seglares y religiosos, el autor está persuadido de que la obsesión de salvaguardar la libertad del hombre, así como el temor de ver a Dios cooperar en el mal, aunque sólo sea indirectamente, sin sofocarlo, impiden con frecuencia a muchos predicadores, directores espirituales, autores y teólogos presentar en toda su pureza la espléndida doctrina bíblica de la Providencia. Se quedan del lado de acá. Al no aceptar por un acto de fe la integridad de la Revelación, admiten la existencia de una vaga Providencia, que planearía por encima de las vicisitudes humanas dispuesta a intervenir en ellas solo excepcional­mente. ¡Qué gran abismo, a veces, se abre entre la enseñanza de nuestros predicadores y de nuestros autores sobre el papel de Dios en la historia y la doctrina elaborada por los Padres y los doctores de la Iglesia, y vivida por los santos! Esta confrontación permite medir toda la diferencia existente entre una teología petulante, de tendencia racionalista, y una teología llena de respeto y encendida de amor ante el misterio de Dios.

Las controversias de la gracia y las discusiones sobre las relaciones de la omnipotencia de Dios y la libertad del hombre son algo más que estériles querellas de clérigos: son cuestiones que, resueltas a la luz de la Revelación aceptada de manos de la Iglesia, son capaces de dar una orientación nueva y un vigor insólito a la acción de los sacerdotes y seglares comprometidos. No es en absoluto indiferente haber comprendido que el hombre no es nada por sí mismo, que no puede nada sin ayuda de Dios y que metido en la estela de Sus decretos, es omnipotente. Una doctrina incompleta sobre la Providencia apaga la expansión del amor, fin de toda vida cristiana: «la voluntad no puede tender a un amor perfecto hacia Dios si la inteligencia no posee una fe precisa en Dios», observa Santo Tomás. Y prosigue: «Cuando el hombre posee un falso conocimiento de Dios, lejos de acercarse a Él, se aleja».Es natural, sin embargo, que estas verdades comporten zonas de sombra mezcladas con rayos de luz: Dios es inaprensible en su naturaleza tanto como en su señorío sobre la historia. Quien crea haberlo aprehendido plena­mente, muestra que confunde a Dios con una imagen que se hace de Él y de Sus intervenciones en la historia.

En cuanto a la otra objeción, que en definitiva querría subordinar las intervenciones de Dios a las situaciones concretas, rebaja a Dios al nivel de los hombres, limitando su omnipotencia. Las situaciones concretas han sido determinadas por los hombres, es cierto, pero bajo la predeterminación de Dios. Tras la mano de las causas próximas se disimula el brazo de la Causa lejana. «No es ésa la verdadera causa», oímos al Abate Cintra decir a un eclesiástico que atribuía la muerte de León XIII a un paseo del Papa nonagenario por los jardines del Vaticano. La verdadera causa es que Dios había dicho: ¡Basta! Y la Providencia se había servido de esta imprudente salida como de un instrumento para cumplir un decreto promulgado mucho antes de la elección del sucesor de Pío IX, pues tan verdad es que Dios, «desde toda la eternidad prepara los acontecimientos: no los ha dejado al azar; ha pensado en ellos, ha creado las circunstancias para que los acontecimientos se realicen en la historia... ».

Un desprecio de Mussolini

Citemos un ejemplo histórico sobre el pretendido condicionamiento de la política de Dios por las situaciones humanas. El tema, por otra parte, posee un interés general. En un discurso agresivo, el 13 de mayo de 1929, Mussolini presentó a la Cámara italiana los Acuerdos de Letrán que regulaban de modo definitivo e irrevocable la espinosa Cuestión romana. Extendiéndose en fanfarronadas nacionalistas, el Duce creyó poder atribuir a la antigua Roma lo que era el hecho de una institución divina: la universalidad de la Iglesia católica: «Esta religión nació en Palestina, pero se hizo católica en Roma. Si hubiera permanecido en Palestina, probablemente no habría pasado de ser una de las numerosas sectas que florecían en aquel clima ardiente, como la de los Esenios y la de los Terapeutas y probablemente se hubiera extendido sin dejar huellas» . Habiéndole hecho algunas advertencias el Cardenal Secretario de Estado, Mussolini, en su discurso al Senado, modificó un tanto sus puntos de vista sobre los orígenes del Cristianismo, recurriendo a algunas distinciones inconsistentes.

Pío XI protestó:: «Distinguir entre afirmación histórica y afirmación doctrinal sería caer en la especie del peor y más condenable modernismo: la misión de evangelizar a todos los pueblos es anterior a la vocación de San Pablo; anterior a ésta es la misión de San Pedro a los Gentiles; la universalidad se encuentra ya de derecho y de hecho en los primeros inicios de la Iglesia y de la predicación apostólica; ésta, por obra de los Apóstoles y de los hombres apostólicos, desbordó bien pronto el Imperio romano, que, como es bien sabido, estaba lejos de abarcar todo el mundo conocido. Si se quisiera recordar las facilidades providencialmente preparadas para la difusión y organización de la Iglesia en la organización del Imperio romano, bastaría con citar a Dante y León el Grande, dos grandes italianos, que en magníficas palabras han dicho lo que otros, innumerables, han dicho después con más o menos abundante erudición mezclada con frecuencia con inexactitudes y errores, en razón de infiltraciones protestantes y modernistas».

«Facilidades providencialmente preparadas para la difusión de la organización de la Iglesia dentro de la organización del Imperio romano»: Mussolini, y con él otros autores, desprovistos de una consideración profunda, es decir, teologal, de las cosas, olvidaban que es el mismo Dios quien por el juego de las causas segundas había organizado las condiciones política y jurídica, en medio de las cuales nacería el cristianismo. La perfección de la organización jurídica de la Roma imperial no fue la causa de la elección de Roma como sede de Pedro -tal como lo ha dicho excelentemente un prelado francés-, sino más bien el efecto de una elección anterior de Dios. «No es porque Roma tuviera el sentido del gobierno por lo que llegó a ser la sede del Papado; fue más bien porque Dios quería que Roma se convirtiera en el centro espiritual del mundo por lo que le aseguró, desde antes de la llegada de su Hijo al mundo, tales calidades de gobierno».

No pongamos jamás a Dios a remolque de los hombres; Él los precede siempre por su decreto eterno y los hace servir siempre a Sus designios. Dios no es como un presidente de consejo recientemente investido por un voto del Parlamento, que debe actuar y maniobrar, practicando el arte de lo posible, en una situación política, tal como le ha sido dada concretamente, con sus sombras y sus luces. Dios jamás es cogido de improviso. Dios se encuentra constantemente ante situaciones en todo punto conformes con su Decreto eterno, con sus luces y con sus sombras, es cierto, pero sombras que Él tolera para sacar de ellas, a la hora escogida por Él, fulguraciones de luz.

Cuando Stalin y Hitler invadieron Polonia

Subrayemos de pasada -volveremos más tarde sobre el tema- las consecuencias prácticas de este no-condicionamiento de Dios por las situaciones humanas o, para expresar lo mismo de manera positiva, las consecuencias de este imperio absoluto de Dios sobre la totalidad de los hombres y de las cosas. Algunos cristianos de fe languideciente se muestran a veces tan desamparados ante ciertas situaciones trágicas en la vida de los individuos y en la de los pueblos, que compararían de buen grado los malvados a fieras escapadas de un circo, sembrando el terror en la ciudad. Mas, en realidad, ningún gángster, ningún ladrón, ningún tirano, ningún potentado, ningún agente del demonio escapa jamás al control total de Dios. Ninguno de ellos, a pesar suyo, deja de estar en ningún momento al servicio del Rey de reyes y de cooperar a pesar suyo en la extensión del reino de Dios.

Hitler estaba bajo el control absoluto de Dios cuando invadía Polonia conjuntamente con Stalin, como lo estaba Mussolini cuando conquistaba Abisinia u ocupaba Albania. San Agustín afirma de Satán, la mayor potencia del mal que jamás haya existido, que «su poder está sometido a otro poder». Y Santo Tomás precisa que si el Señor no lo precipitó, a Satán y a los otros. ángeles rebeldes, al fondo de los infiernos, en el momento mismo en que se rebelaron, fue porque Dios quería, por un tiempo, y antes de infligirles un castigo eterno, utilizarlos para poner a prueba a los justos. A su modo, Satán es así, a pesar suyo, un cooperador de la obra de la Redención. Santo Tomás va a poner en paralelo, incluso, los servicios que los ángeles buenos prestan a los hombres y los que les prestan, a su modo, los malos, porque unos y otros están al servicio de Dios, Causa primera universal. El plano de la Providencia, centrado en la salvación del hombre, engloba la colaboración directa de los ángeles buenos y la cooperación indirecta de los ángeles malos. Los primeros se emplean en llevar al hombre al bien y desviarlo del mal; los segundos se afanan en tentarlo. Al hacer esto, dan al hombre la ocasión de resistir al mal y de unirse así más fuertemente a la ley de Dios. Por ello, Satán contribuye indirectamente, pero realmente, al avance espiritual de los hombres. ¿Acaso no sucede, sin duda, que muchos talentos se quedan en estado de germen por no haber tenido ocasión de desarrollarse y expandirse?

Dios no está condicionado por nada ni por nadie; es Él quien condiciona a todos los hombres y a todas las cosas. No está contenido por nadie ni por ninguna realidad, sino que es É1 quien contiene todo lo que existe. Es Él quien lo sostiene todo y no es sostenido por nada. No tiene necesidad de nadie, en el sentido más riguroso del término, sino que todos tienen necesidad de Él. Y si tiene «necesidad de los hombres», como lo afirma el título de una gran película, es porque para «conferirles la dignidad de causas», Dios ha decretado su elevación al rango de libres colaboradores en su obra de edificación de la Iglesia y ha determinado, en consecuencia, dotarlos para tal empresa.

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