conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

Las manos de Dios (II)

Para fortificar la fe de Moisés

En las páginas del Éxodo que describen la terquedad del Faraón oponiéndose a la partida de los israelitas, el autor sagrado no atribuye menos de diez veces este endurecimiento del soberano al mismo Dios. Tal obstinación, ciertamente, era la obstinación del monarca, pero dependía también y sobre todo de Dios, quien hubiera podido impedirla; ¿acaso el corazón del rey no estaba en las manos de Dios que puede modificar los movimientos como quiera desde dentro, sin violentar la libertad?¿Por qué la insistencia del Éxodo en atribuir a Dios el endurecimiento del monarca?

Un exegeta lo explica así: «Este endurecimiento es atribuido a Dios hasta diez veces; otras tantas veces se dice que el Faraón `afirmó' o `entorpeció' o `enmudeció' su corazón, de manera que todo ello venía dado como procecedente a la vez de Dios y de sí mismo.» «La razón por la que la parte de Dios en la resistencia del Faraón se menciona aquí más bien que la del mismo Faraón es porque estaba dirigida a fortificar la fe y el valor de Moisés y de los israelitas, enseñándoles que no solamente este empecinamiento estaba previsto por Dios, sino que entraba en sus designios y serviría para poner más claramente de relieve su omnipotente protección hacia su pueblo y sus terribles juicios contra sus injustos opresores»

Vemos también al salmista atribuir sucesivamente a Dios y a los hijos de Jacob la venta de José y su presencia en Egipto. Primeramente dice que antes del hambre, «llamada» por él a la tierra de Canaán, Dios había enviado (a Egipto) un hombre (José). Después, en el versículo siguiente, el salmista vuelve sobre la misma idea: «José fue vendido (por sus hermanos) como esclavo (a mercaderes que iban a Egipto)». Así, la misma operación, el paso de José desde la tierra de Canaán a Egipto, es presentada primeramente desde la perspectiva de la Causa primera y después desde la consideración de las causas segundas. El mismo José afirma esta coexistencia de las dos causas cuando, ante sus hermanos que reconocen con estupor a su hermano menor en la persona del primer ministro del Faraón, les tranquiliza con delicadeza: «Dios me ha enviado delante de vosotros a fin de aseguraron remanente en la tierra y conservaros la vida para magna salvación. Así, pues, no me mandasteis vosotros acá, sino Dios».

José no habla como teólogo preocupado por presentar su pensamiento bajo una fórmula precisa, sino que se expresa como hombre de corazón, lleno de amor por los miembros de su familia, y como hombre penetrado hasta la médula de la idea de la trascendencia de Dios y de su soberanía absoluta sobre los hombres y los acontecimientos. Para tranquilizar a. sus hermanos culpables, José afirma el papel preponderante de la Causa primera incluso en el delito: Dios ha permitido el pecado para servirse de él en sus designios de salvación de Israel: ¡Felix culpa!

«Este hombre es un vaso de elección»

Como José el salvador, Pablo el Apóstol no es en fin de cuentas sino un instrumento ma- nejado por el Señor de la historia: «Este hombre, dice el Señor a Ananías, después de la conversión de San Pablo en el camino de Damasco, este hombre es vaso de elección para mí, destinado a llevar mi nombre delante de las naciones y los reyes y de los hijos de Israel». San Pablo anunciará el misterio de salvación a los judíos y a los gentiles y se convertirá en el Apóstol por excelencia, pero lo será como instrumento visible en la mano invisible del Señor. El mismo Dios lo define como «un vaso de elección». Dios es y sigue siendo la Causa primera en la evangelización, como lo han subrayado muchos Padres en el Sínodo de los obispos de octubre de 1974.

Vuelto a Jerusalén después de sus primeros viajes apostólicos, San Pablo cuenta a los ancianos, en detalle, y «una por una, todas las cosas que, por su ministerio, había obrado Dios entre los gentiles». Pablo viaja, sufre, habla, argumenta, ruega y suplica, multiplica los contactos, aprovecha todas las ocasiones de anunciar la salvación por Jesús de Nazaret y, sin embargo, la Escritura ve en Dios la causa principal de este apostolado. Pablo es un instrumento en las manos de Dios: él actúa, es verdad, pero en dependencia continua del Espíritu, que es el APOSTOL por excelencia. «Es más actuado que actúa», diría Santo Tomás.

Los santos, que obran bajo la moción habitual del Espíritu, ven las cosas en sus perspectivas sobrenaturales, y no atribuyen en absoluto a las causas segundas los frutos de un decreto de Dios. La víspera del capítulo general de los Carmelitas reformados, del 1 de junio de 1591, en Madrid, una carmelita, María de la Encarnación, creía poder abandonarse a sus pronósticos. «Padre -decía al Hermano Juan de la Cruz-, quién sabe si Vuestra Reverencia no será superior de esta provincia.»

«Seré arrojado a un rincón -replicó el santo-, prevenido interiormente por Dios, se me arrojará como a un guiñapo, como a trapo viejo de cocina.» Y, de hecho, el P. Nicolás Doria, prepósito general, relegó al santo religioso a la soledad de La Peñuela. «Estas cosas -comentará el Hermano Juan de la Cruz no las hacen los hombres, es Dios quien sabe lo que necesitamos y las ordena para nuestra bíen» . Dios era quien le había arrojado como un trapo viejo; más allá de las causas segundas, la fe viva del Doctor de las Noches veía el brazo de Dios que conducía las manos de los hombres, siempre en sus designios de amor. ¿Acaso no es Dios «quien coordina toda su acción al bien de los que le aman, de los que según su designio son amados?».

En el Apocalipsis, libro fundamental para una teología de la historia, se lee que Dios es «el Rey de reyes, el Señor de los señores», es decir, el Rey que, sin que ellos lo sepan, gobierna a todos los reyes, y el Señor que, sin que ellos lo sepan, domina a todos los señores de la tierra. Todo lo que ellos tienen de poder y todo el empleo que de él hacen, está sometido a la sanción de Dios. No serían capaces de hacer caer un cabello de la cabeza de sus adversarios si Dios no lo permite.

Dios manipula a los manipuladores

En el momento más álgido de la «guerra del petróleo», desencadenada por los productores árabes en el otoño de 1973, un periodista francés observa que «al manipular a los manipuladores del arma del petróleo», la URSS conseguirá obtener de la Europa occidental el alienamiento de sus directivos. Rusia manipula a los manipuladores árabes del petróleo, de acuerdo, pero ¿tiene ella la última palabra? AQUEL que la Escritura denomina el «Rey de reyes», ¿no manipulará a su vez a la URSS para realizar sus designios superiores, que escapan a nosotros, sin duda, pero que llenan de admiración a los santos ángeles y a los elegidos?

El Consejo Ecuménico de las Iglesias se expresa así en un estudio sobre «Dios en la naturaleza y en la historia» (1968). «Confesamos inseparablemente dos cosas: la soberanía de Dios sobre el hombre y su historia, la libertad del hombre en la historia. Estos dos artículos de fe, que con frecuencia han sido presentados como opuestos, son las dos caras de la misma realidad para la fe cristiana». Y aplicando estos principios a la historia de la salvación, el Consejo Ecuménico de las Iglesias prosigue: «El conjunto de la historia de Israel y, en particular la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, reflejan la unidad de la autonomía humana y de la soberanía divina. La libertad del hombre en la historia es limitada. El hombre puede eludir la presencia de Dios. Y, sin embargo, Dios no resulta batido, sino victorioso. Se sirve de la voluntad rebelde del hombre plegando los objetivos y las empresas del hombre a sus propios designios.

Si muchos cristianos admiten en teoría la coexistencia de la soberanía de Dios y de la plena libertad del hombre, ¿la reconocen también en la vida cotidiana? ¿Y se comportan en consecuencia? Ocurre en este dominio, con mucha frecuencia, un singular fenómeno psicológico. Después de haber dicho sí a las premisas planteadas por la fe, el hombre dice no a una conclusión concerniente a su vida práctica. Y ello no por mala fe, sin duda, o por irreflexión, sino porque, al pasar de las premisas a la conclusión, el hombre, al abandonar la esfera de la fe y descender al plano de la razón discursiva y al dominio de la afectividad, se ve asaltado por dudas y detenido por inhibiciones. Para justificar su reserva viene a negar confusamente la armonía entre la soberanía divina y la libertad humana y a poner en duda el que la voluntad del hombre permanece libre incluso cuando Dios la dirige. Y en apoyo de sus puntos de vista minimizará determinadas afirmaciones de la Biblia.

«Tratan de interpretar a su modo las Escrituras»

Santo Tomás denuncia esta exégesis mutiladora de la Verdad: «Algunos no comprenden cómo Dios puede causar en nosotros los movimientos de nuestra voluntad sin causar perjuicio a nuestra libertad. E intentan interpretar a su modo las autoridades de la Escritura y lo hacen mal. Así, explican que Dios causa en nosotros el querer y el hacer (Filipenses 2,13) en el sentido de que produce en nosotros la facultad de querer, pero no que Él nos haga querer esto o aquello; tal es la posición de Orígenes en su defensa del libre albedrío contra las autoridades de la Escritura precitadas.»

Otros, añade Santo Tomás, niegan la influencia determinante de Dios sobre las facultades espirituales del hombre y la reducen a las circunstancias exteriores que condicionan el éxito de nuestras actividades. «En efecto, el que decide realizar algo, por ejemplo, construir, ganar dinero, no podrá siempre llegar a sus fines; así, pues, la consecución de nuestras acciones no depende de nuestra voluntad, sino de la Providencia.»

«Todo esto-declara el Doctor Angélico - está en oposición evidente con la Sagrada Escritura. Isaías dice, en efecto: «Todo lo que hemos hecho, sois Vos quien lo habéis hecho» (26,12). Es decir, no solamente recibimos de Dios nuestra facultad de querer, sino también su operación. Las palabras de Salomón: «Cual arroyos de agua es el corazón del rey en la mano de Yahvé: doquiera le place, Él lo inclina» (Prv 21,1) prueban que la causalidad divina no se extiende únicamente a la facultad que es la voluntad, sino también a su acto.»

Seguro de estos datos escriturísticos, Santo Tomás establece estas normas generales: «Dios no solamente da su virtud a las cosas, sino que además, ninguna de ellas puede ejercer su propio poder sino por la virtud de Dios. El hombre no puede utilizar, si no es por la virtud de Dios, este poder de voluntad que le ha sido dado. Ahora bien, aquello de que un agente es tributario en su obrar es causa no solamente de su facultad de obrar, sino también también de su acto. Es el caso del obrero que se sirve de un útil, aunque el obrero no da al útil su forma propia, sino solamente su aplicación al acto. Dios es causa no solamente de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer».

Todo esto significa no que Dios sea la única causa de las acciones del hombre, sino que Él es su causa preponderante. Todo esto significa no que haya -según la expresión original del P. Sertillanges- como una tarta a repartir, es decir, que se trate de distribuir un porcentaje de resultados (digamos, por ejemplo, sesenta) a Dios y el resto (cuarenta) al hombre, como si, operando en un mismo plano, Dios y el hombre hubieran trabajado codo con codo, como dos obreros, levantando juntos el mismo peso. Se da cooperación, pero en dos niveles diferentes, como cuando los «Petits Chanteurs a la Croix de Bois» dan un concierto de música sacra; el éxito no se atribuye mitad al director y mitad a los pequeños cantores, sino enteramente al uno y a los otros .

¿Destruir... para salvar?

Si Santo Tomás, eco fiel de la Escritura, no deja de subrayar la causalidad universal de Dios, que obra en todo ser que obra, se cuida muy bien de señalar, asimismo, que esta moción divina se produce según la naturaleza propia de cada ser. El Creador actúa en las criaturas, no para coartarlas, sino para ensancharlas. Dios obra en el hombre, dotado de inteligencia y de voluntad, de manera distinta a como lo hace en el zorro o en la golondrina, privados de facultades espirituales.

Lejos de lastimar o suplantar la libertad del hombre, Dios, por su acción, la conserva, la mueve y la orienta. Algunos, afirma San Agustín, creen salvaguardar la libertad del hombre sustrayéndola a la moción de Dios, como si moción divina y acción humana fuesen dos concurrentes incapaces de coexistir. Por esta sustracción, en vez de salvaguardar la libertad humana, la aniquilarían, si eso fuese posible. Y la razón es bien simple: si es de Dios de quien tienen la existencia, la vida y el movimiento, se reduciría a los hombres a la parálisis, a la muerte y a la nada al separarlos de esta fuente del ser, de la vida y del movimiento, como en medio de la noche se reduciría a la oscuridad a una lámpara si se le cortara el hilo que la une a la central eléctrica. Es decir, y en resumen, sustraer las criaturas al imperio de la Providencia equivaldría a aniquilarlas'.

Nunca se insistirá bastante en esta verdad, tan magníficamente ilustrada por las intuiciones de San Agustín y por las argumentaciones de Santo Tomás. El haber comprendido, en la escuela de estos maestros, la dependencia connatural de las criaturas respecto a su Creador, libera de investigaciones vanas y de discusiones estériles para salvaguardar celosamente la libertad del hombre. ¿Por qué tanto empeño en defender contra usurpaciones imaginarias por parte de Dios, una libertad humana que es un don continuo del mismo Dios?

«Dios obra en nosotros, pero no obra sin nosotros... Lo que se hace por Dios en mí, se hace también en mí por mí mismo», declara Santo Tomás. A la vez que Dios me dirige según sus decretos eternos, yo mismo me dirijo siguiendo mis planes. «Ni el querer pertenece a aquel que quiere, ni la carrera a aquel que corre», pero una y otra acción son dones de la misericordia de Dios, dice la Escritura. «No hay que entender este texto en el sentido de que el hombre no pueda querer o correr libremente, comenta Santo Tomás, sino en el sentido de que el libre albedrío no es suficiente si no recibe el impulso y la ayuda de Dios» .

Oigamos a un teólogo moderno conocido por sus avanzados puntos de vista: «Es imposible encontrar nada en este mundo, incluso en el acto humano libre, que sea plenamente com­prensible en sí y por sí: Dios es la fuente última de todo. No solamente nuestro poder de poner un acto libre, sino incluso la libre iniciativa por la cual nosotros ponemos este acto, procede de Dios. Asimismo, es imposible concebir la acción y la reacción entre Dios y el hombre del mismo modo que la que se produce entre dos criaturas libres.» «Nuestra libre iniciativa tiene su fuente en la iniciativa absoluta de Dios, que nos precede siempre, si bien no cronológicamente, porque Dios no está en el tiempo.

Además del mérito de afirmar claramente el predominio de la causalidad de Dios en los movimientos libres del hombre, el teólogo holandés posee también el de poner de relieve un motivo frecuente de desprecio en este campo: querer representar la acción de Dios sobre el hombre como la influencia de una criatura humana sobre otra, lanzándose sobre una pista falsa, porque cuando su acción encierra a la criatura, Dios actúa como Dios, según un modo incomprensible, en tanto que el hombre, actúa como hombre, según las leyes naturales de la sicología. Por lo tanto, un abismo separa ambos modos de actuar, que pertenecen cada uno a un orden distinto.

En la fuente de la fuente

Guardémonos, advertía el P. Joret, O. P de concebir la causalidad divina a la manera de una influencia humana, que no puede ser eficaz sobre nuestra voluntad sino por nuestro consentimiento. Hay un abismo infinito entre este modo de obrar y el de nuestro Creador. Dios no es algo exterior a nosotros, sino interior a todo, más íntimo a cada ser que cada ser es a sí mismo. Y el dominico francés señalaba también, como el P. Schillebeeckx, el peligro constante que nos amenaza a todos, simples fieles, teólogos y predicadores, cuando tratamos de la intervención de la Providencia en la historia: medir a Dios con criterio humano, hacer de Él una especie de super-hombre, de super-diplomático o de supergenio.

¿Cómo se realiza esta intervención de Dios sobre la voluntad del hombre? Oigamos a un teólogo contemporáneo: «El Creador, gracias a su misma trascendencia, es inmanente a su criatura. Sólo él la puede determinar por una moción verdaderamente espiritual en su sustancia y en su modo, extremadamente eficaz y, sin embargo, sin violencia alguna. Sólo Dios tiene el secreto de sus mociones a la vez vigorosas y suaves, que determinan infaliblemente el acto libre... Toda criatura mueve, forzosamente, desde el exterior». Así, puede decirse que, al mantener al hombre en la existencia, dándole sin cesar vida y movimiento, Dios es más íntimo al hombre que el hombre lo es a sí mismo.

Un gran teólogo de los tiempos modernos, el alemán Matthias Scheeben, aclara esta presencia íntima y operante de Dios por una serie de comparaciones. «El poder de Dios, escribe, es la fuente, la raíz, el fundamento y el alma de todas las potencias y de todas las fuerzas fuera de Él. El poder de Dios es la fuente de la que manan todas estas energías; es el fundamento que las sostiene y conserva; es la raíz de la que extraen interiormente el impulso de su actividad; en fin, el poder de Dios es el alma de todas las actividades del hombre en el sentido de que Dios actúa inmediatamente en cualquier actividad de las fuerzas creadas y que posee y domina interiormente esas fuerzas hasta el punto de que ningún poder puede actuar contra su omnipotencia».

Solamente la fe nos hace penetrar en estas profundidades a la luz de la Sagrada Escritura y de la enseñanza de los maestros espirituales. «Sal de ti mismo. Toma mi puesto. Desde el tuyo, no comprendo nada. Desde el mío se contempla todo»: hemos de seguir este consejo que Dios da a Job para entrever la presencia actuante del Creador en las criaturas. Es preciso, en cierto modo, ver el mundo «como con los ojos de Dios» según la vigorosa expresión de Santo Tomás.

El más ausente y el más presente

Una vez más podría decirse que, paradójicamente, Dios es el ser a la vez más ausente y más presente en el cosmos y en medio de las actividades humanas. Los psicólogos pueden multiplicar sus análisis, los sociólogos sus encuestas, los periodistas sus reportajes: jamás llegará ninguno de ellos a ver al dueño de la historia, a entrevistarlo o a fotografiarlo. Y, sin embargo, este Dios obstinadamente invisible es el que lo sustenta todo, lo contiene todo, lo mantiene todo, lo mueve todo, aquél sin cuya acción continua el cosmos se disolvería en la nada, en un abrir y cerrar de ojos, como una pompa de jabón.

Se ha puesto de relieve que en las consideraciones de uno de los doctores que han hablado con mayor profundidad de la Providencia, San Agustín, el adjetivo occultus (oculto) aparece una y otra vez: occultus es aquello que escapa a los sentidos y que no se alcanza si no por «los ojos iluminados por la fe», «ya sea que disciernan los detalles de esta verdad (la Providencia), ya que no la alcancen sino al modo de una masa oscura, como es el caso de la Predestinación».

El creyente es un hombre que tiene por verdad lo que no ve, basado en la fe de Aquél que ve. Dios, visiblemente ausente y por ello inexistente para el ateo, está invisiblemente presente y actuante para el cristiano. «Oh, Dios, que invisiblemente sostienes todas las cosas», dice la liturgia.«Dios es el distinto, el misterioso. Quien busque a Dios en el dominio de lo que se puede medir, constatar, conseguir, lo perderá sin remedio. Podrá encontrar a lo más un ídolo, pero jamás encontrará a Dios. Dios no puede ser una grandeza entre las otras grandezas de la historia; sólo la fe puede aprehender la acción de Dios en ella. Por la fe en la palabra de Dios el hombre puede captar la acción de Dios oculta al ojo natural».

Santo Tomás se coloca a igual distancia del panteísmo, que confunde el mundo con Dios, que del inconsciente paganismo, que los separa. Dios es, a la vez, inmanente y trascendente; trascendente por su naturaleza, que hace de Él, el gran separado, el inaccesible; e inmanente por el carácter inmediato e íntimo de su acción, que da todo el ser". Comparado con los hombres, Dios es «infinitamente otro, pero también infinitamente próximo», escribe el cardenal Suenens.

En una oración de Completas, la Iglesia pide a Dios que visite nuestros hogares y que haga que en ellos habiten los ángeles. Pero, explica Santo Tomás, los ángeles no moran en nuestra casa al modo como lo haría una persona que viniera a instalarse en ella. «Habitan» por una acción de vigilancia, de defensa, de iluminación que ejercen sobre sus protegidos. Del mismo modo, «Dios está en las cosas al modo como un agente se halla presente en el ser sobre el que obra».

Así, podría decirse, los rayos del sol están «presentes» en un enfermo tumbado en el balcón de un sanatorio no en tanto que permanecen en él, sino en cuanto que actúan sobre él.

En un trabajo colectivo sobre «Dios hoy» Walter Kaspar hace notar acertadamente que la negación de la inmanencia (o presencia) de Dios en las cosas tiene un doble efecto: «el de hacer a Dios extraño al mundo y a la historia y el de hacer al mundo y a la historia extraños a Dios. Estos dos errores se corresponden mutuamente». «Dios se convierte así en una reliquia, que se venera, pero que está muerta. Así, el axioma "Dios ha muerto" ese convierte en la divisa de muchos de nuestros contemporáneos».

Este desconocimiento de la presencia activa de Dios en la historia, ¿no es acaso, en muchas ocasiones, entre los cristianos, el fruto de una preocupación ansiosa, señalada ya muchas veces, por salvaguardar la libertad del hombre y defender «la inocencia de Dios»?Una consideración asidua de los atributos de Dios podría defendernos contra este error. En efecto, visto a través de la Revelación divina y a través de la experiencia de los santos y de los místicos, Dios aparece como la fuente misma de todas las criaturas y de todas sus actividades. Dios aparece como un hogar de luz: «Del mismo modo que el sol emite sus rayos para iluminar los cuerpos, así la bondad divina expande sus rayos, es decir, sus participaciones, por la creación de las cosas» 1. «Toda esencia aquí abajo deriva de la esencia de Dios».

Como el Sol emite sus rayos

Sin embargo, debemos tener bien claro que participación no significa ni partición ni emanación ». Dios no se priva de aquello que da a los hombres y a las cosas, como el sol no se priva de luz cuando ilumina un paisaje de verano. Participación no significa emanación. El agua que brota de una fuente la pierde la fuente; Dios, empero, no se empobrece en modo alguno manteniendo en la vida los millones de hombres que pueblan la superficie de la tierra. Enriquece a los hombres actuando sobre ellos, concediéndoles el tener alguna parte -participar- en lo que Él mismo es. Dios es el ser por esencia, mientras que el hombre es el ser «por préstamo» o por participación. Dios no es solamente bueno, inteligente, poderoso; es la bondad, la inteligencia, el poder mismo. Es la fuente de toda bondad, de toda inteligencia, de todo poder. La perfección no constituye la esencia misma del hombre, en tanto que constituye la esencia de Dios.

Es decir, Dios está en todo como la Causa y en los efectos que participan de su bondad. «Una cosa no es buena sino en la medida en que es una cierta participación del bien soberano». Si Dios es la fuente de la luz, el hombre es la luz reflejada. «No se podría concebir la existencia de una cosa cualquiera sin admitir una fuente primera trascendente, y esta fuente es Dios. Esto es absolutamente cierto».

Con un profundo acento de sinceridad, un médico católico expresa las mismas convicciones en respuesta a una encuesta: «¿Qué es Dios para usted?» «Dios es quien me ha dado toda ciencia, todo poder, toda curación, todo amor, todo don, toda esperanza, toda voluntad, toda oración, toda investigación moral, religiosa o científica, toda fuerza, toda serenidad, toda certidumbre, toda alegría».

«Yo soy el que soy», dice el Señor a Santa Catalina de Siena, repitiendo la definición que había dado de sí mismo a Moisés en la zarza ardiente; «y tú, añade, tú eres la que no es»: tú eres la que tienes de Otro todo lo que es: vida, cuerpo, alma, actividad.«Tú no tendrías ningún poder sobre mí en este momento», dice Jesús a Pilatos, muy seguro de su autoridad, «si no te hubiese sido dado de lo alto» por la mano invisible de Dios que rige los acontecimientos. Así lo de- claraba el profeta Daniel a otra autoridad política, el rey Nabucodonosor, que le había ame­nazado de muerte, él y los otros «sabios» de Babilonia: «La sabiduría y el poder pertenecen a Dios. Él es quien hace cambiar tiempos y horas, depone a los reyes y los entroniza, da sabiduría a los sabios y conocimiento a los inteligentes ».

«Yo vi el universo reposando en su mano»

Una mística contemporánea, Lucie - Christine, cuenta en su diario una experiencia semejante acerca del «todo» de Dios y de la «nada» del hombre: «Mi corazón ha sido iluminado otra vez y penetrado de Aquél que es: "Yo soy tu todo, tu único... Yo soy el todo del mundo." Y vi el Universo reposando en la mano de Jesús: "Yo soy y tú no eres." Y mi alma se llenaba de admiración y de alegría a la vista de esta magnífica simplicidad de El que es por sí mismo». «Vi interiormente a Dios, había escrito la mística tres años antes". Dios, principio de todas las cosas, poseyéndolo todo, fuente de todo lo que es la verdad, el bien, lo bello, y no siendo todas las cosas sino por él.» De esta visión profunda de Dios y de la criatura, saca esta conclusión: «toda especie de idolatría parece una cosa espantable y (...) todas las cosas creadas pierden su prestigio en relación con el Principio increado».

En otra ocasión volverá sobre este tema, con una serie de precisiones y de aplicaciones a su vida cotidiana. «Mi alma fue iluminada y vi una vez más como todas las cosas son en Dios. Y vi después una fuente purísima y abundante que brotaba del seno de una montaña y se expandía después sobre la tierra, dividiéndose después, y una infinidad de hilos de agua muy delgados y más o menos límpidos o fangosos, según el terreno por el que pasaban. Y muchas personas co­rrían a la búsqueda de estos hilos de agua, pero pocas iban a llegar a la altura de la fuente.»

Jesús me dijo: «Mira cómo los hombres, en lugar de remontarse al principio puro e increado de todas las cosas, van a los arroyos fangosos o insuficientes para aplacar su sed. Todas las cosas están en mí como en su principio, de una manera excelente; así, los que lo dejan todo por mí lo encuentran todo en mí».

Entre los santos de los tiempos modernos, pocos más convencidos que San Vicente de Paúl de esta verdad: que Dios existe y obra por sí mismo, en tanto que el hombre tiene una existencia y una actividad prestadas. Dios es el que es por definición, el hombre es un ser sacado de la nada y que debe a Otro todo lo que es, todo lo que tiene y todo lo que hace de positivo. Jean Calvet, excelente conocedor de Monsieur Vincent, resume así el pensamiento del santo: «Dios es todo, nosotros no somos. Tal es la verdad fundamental de la que hay que persuadirse. No es una verdad de sentimiento, de razonamiento; no es una verdad abstracta: es un hecho».

Pero dejemos la palabra al propio San Vicente de Paúl dirigiéndose a sus colaboradores: «¡Cómo! ¿Fiaros de vosotros más que de Él? Él lo puede todo y vosotros no podéis nada; ... y, no obstante, osáis apoyaros más bien en vuestra industria que en su bondad, en vuestra pobreza más que en su abundancia» "'. Y quien habla así de la impotencia congénita del apóstol fue uno de los más grandes -si no el más grande- hombres de acción que la Iglesia de Francia haya conocido jamás. Por lo que Daniel Rops concluía que es a la mística a la que debemos los gigantes de la acción.

Leídas bajo esta iluminación de lo alto, ciertas máximas de la Sagrada Escritura no deberían extrañarnos por su tono aparentemente paradójico, del mismo modo que otras no deberían dejarnos indiferentes por su aparente simplicidad. «Ni sabiduría, ni prudencia, ni consejo caben frente al Señor». ¿Cómo podrían los hombres volver contra los designios de la Providencia los dones que Dios les ha distribuido para la ejecución de sus planes? «Todo viene de ti, exclama el rey David en un impulso de reconocimiento hacia Dios, y lo que te hemos dado procede de tu mano".

De esta actitud de agradecimiento radical, se hace eco el reproche de la Escritura a nuestras actitudes de orgullo y suficiencia: «¿Qué tenéis que no hayáis recibido? Y si lo habéis recibido, ¿porqué os vanagloriáis como si no lo hubierais recibido?".A algunos de sus familiares que murmuraban al ver cómo San Luis empleaba grandes cantidades en limosnas más que en fiestas y vanidades, el rey respondió: «Callaos. Dios me ha dado todo lo que tengo. Lo que empleo de esta manera es lo mejor empleado.

La roca y las rocas

En medio de una vida rica en vicisitudes dramáticas, David ve y canta a la mano de Dios que le salva de la muerte: «Yahvé es mi peña, libertad y alcázar, Dios mío, Roca mía, a que me acojo; Él es mi escudo, cuerno salutífero, mi fortín más seguro y mi refugio. Tú, Salvador, me libras de violencia».

La acumulación de atributos que enriquece la expresión del rey, expresa la intensidad de reconocimiento. Sus expresiones se inspiran en la naturaleza del suelo de Palestina, cuyas rocas casi inaccesibles habían servido de refugio más de una vez a David en el tiempo en que era perseguido por Saúl. Pero al mismo tiempo que buscaba un abrigo en las peñas y en las alturas, ponía su única esperanza en Dios, su verdadera roca espiritual y su verdadera ciudadela. «Tú eres mi salvación, porque tú me das la salud, explica San Agustín; tú eres mi refugio, porque refugiándome en ti encuentro la seguridad; tú eres mi fuerza, porque tú me das la fuerza; tú eres mi misericordia, porque todo lo que soy lo debo a tu misericordia».

Un denso texto de Santo Tomás resume esta doctrina: «El ser de Dios envuelve con su virtud todo lo que es, sea cual fuere su forma y su manera, puesto que todo lo que es lo es por participación de su ser. Del mismo modo, su inteligencia, en cuanto a su acto y a su objeto, comprende todo conocimiento y todo lo cognoscible. Asimismo también su querer y el objeto de su querer comprenden todo deseo y todo lo deseable... todo lo que es deseable cae bajo su voluntad».

Teresa de Ávila emplea un lenguaje semejante en el último capítulo de su autobiografía espiritual, señalando que Dios es la verdad misma, sin comienzo ni fin, y que «todas las demás verdades dependen de esta verdad, así como todos los demás amores de este amor y todas las demás grandezas de esta grandeza, aunque esto va dicho oscuro para la claridad con que a mí el Señor quiso se me diese a entender.» La gran Doctora de la Iglesia subraya este último punto: la fe ordinaria no es suficiente, sino que tuvo necesidad de una gracia extraordinaria para captar tan vivamente que Dios es la única y soberana fuente de todos los valores y de todas las grandezas. Por estas gracias extraordinarias, dice, «entendí grandísimas verdades sobre esta verdad más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado. Paréceme que en ninguna manera me pudieran imprimir ansí, ni tan claramente se me diera a entender la vanidad de este mundo» . Vanidad del mundo, vanidad de las cosas, vanidad de las actividades humanas: este vocablo puede prestarse a equívoco y chocar a nuestra sensibilidad moderna. No significa en absoluto inexistente, sino frágil, desprovisto de solidez, inconsistente, a merced de otras criaturas, a merced, sobre todo, de Dios.

Aquello que es, señala un maestro espiritual de principios de este siglo, no depende en absoluto de nadie: «Es por sí mismo el Eterno, por sí mismo el Inmenso, el Omnipotente, por sí mismo la Vida, la Verdad, la Belleza, el Amor, la Santidad. Los otros seres no son lo que son sino por Él; dependen de Él en todo; no viven, no se mueven, no existen sino gracias a Él. Por independientes, orgullosos... y opulentos que pretendan ser, no son sino los eternos mendigos de Dios. No tienen en absoluto nada de bueno que no lo tengan de Él; su opulencia, su grandeza, si es que las hay, no es sino prestada; su inteligencia, su talento, es un reflejo que les llega de Dios; su belleza, si es verdadera, no es sino un reflejo de Dios».

La impotencia de los poderosos

Dios puede prescindir de mí; yo no puedo prescindir de Él. «Dios puede prescindir del mundo, y si el mundo dejase de existir Él sería siempre el mismo. Su ser no sufriría cambio, su vida no sería turbada, su gozo no sería alterado. Pero el mundo no puede prescindir un solo instante de Dios, ni un solo instante».A una joven brasileña que le había pedido un pensamiento para su álbum, George Bernanos respondió así:

«Concede un recuerdo y una oración al viejo escritor que cree cada vez más en la impotencia de los poderosos, en la ignorancia de los Doctores, en la simpleza de los Maquiavelos, en la incurable frivolidad de las gentes serias. Todo lo que hay de bello en la historia del mundo se ha hecho, sin saberlo nosotros, por el misterioso acuerdo de la humilde y ardiente paciencia del hombre con la dulce Piedad de Dios». Con lo que quería señalar la vanidad del hombre dejado a sí mismo y a la vez la fuerza de los hombres apoyados por Dios.

El Cura de Ars llevaba más allá el diagnóstico de la vanidad básica del hombre sobre la cual una luz de lo alto le había iluminado, y decía a una confidente: «Si Dios no me hubiese sostenido entonces, hubiera caído en la desesperación inmediatamente. Me espantó tanto conocer mi miseria que imploraba ardientemente la gracia de olvidarlo. Dios me ha escuchado, pero me ha dejado luz bastante acerca de mi nada como para hacerme comprender que no soy capaz de nada».

El conocimiento de la vanidad de las criaturas es un antídoto contra el miedo y la angustia: «Hacia aquel tiempo -escribe Lucie-Christine- me angustiaron bastantes miserias y Nuestro Señor, entrando en mi alma por la Santa Comunión, me dijo estas palabras: "¿Qué te hacen los hombres?" En el mismo instante mi alma fue investida del sentimiento de la grandeza divina, de suerte que todo lo creado desaparecía ante esta grandeza.» Después de una tal experiencia, «el alma ve el universo como un punto próximo a convertirse en humo y le resulta mucho más fácil y como natural despreciar todo lo que viene de los hombres aparte las cosas que Dios quiere que sean consideradas» .

Tan pequeño como una avellana

Una delicada mística inglesa del siglo XIV, Juliane de Norwich, relata como Nuestro Señor le hizo comprender la nada de las criaturas y su fundamental dependencia con respecto al Creador: «Nuestro Señor me mostró, en la palma de su mano, una cosita tan pequeña como una avellana y redonda como una canica. Mientras que yo la miraba con los ojos de mi entendimiento, diciéndome: "¿Qué será esto?", se me respondió: "Es una representación de todo lo creado." Y como yo me extrañase de que aquello pudiera subsistir, porque me parecía que una cosa tan pequeña podía ser aniquilada en un abrir y cerrar de ojos, he aquí la respuesta que recibí en mi entendimiento: "Esto subsiste y subsistirá siempre porque Dios lo ama. Así, todo lo que es, debe su existencia al amor de Dios." En esta cosa tan pequeña -concluye nuestra mística-, yo vi tres propiedades: que Dios la había creado, que Dios la amaba y que Dios le conservaba la existencia».

El hombre moderno, testigo de los viajes interespaciales, ¿acaso no se irritará al oír a la mística inglesa comparar la inmensidad del cosmos a «una cosita tan pequeña como una avellana»? ¿Acaso no verá en esta expresión una menor estima, si es que no un desprecio del mundo, actitud medieval superada por el progreso de las ciencias y por los milagros de la técnica? Y sin embargo, la «cosita tan pequeña como una avellana» se sitúa en la línea de una visión bíblica de las realidades terrestres.

En el libro de Isaías, Dios compara las grandes potencias políticas y militares a la cosa más minúscula para las gentes de entonces, desconocedores de la física nuclear: un grano de polvo, una gota de agua. «...los pueblos son como gotas de un cubo y como polvillo en la balanza son reputados». Y Dios va más lejos para hacernos comprender mejor la pequeñez de las grandezas humanas: «Todos los pueblos son como nada delante de Él, como nulidad y vacuidad son por Él reputados» `.

Ninguna de estas verdades ha perdido su valor en nuestra época: Pío XI juzgó oportuno recordárselo al Führer en su encíclica Mit brennender Sorge, del 14 de marzo de 1937. Parece que Hitler montó en cólera viendo al «viejo del Vaticano» comparar las grandes potencias del mundo a una gota de agua suspendida de un cubo .Lo que, con la Biblia, decía de las naciones Pío XI vale igualmente para los individuos. «Estamos continuamente suspendidos de la omnipotente y gratuita acción creadora de la Causa primera». «Existimos, por así decir lo, en el borde de la nada, sin consistir por nosotros mismos».

Se comprende así que los santos, considerando que por ellos mismos son incapaces de toda acción, se complacen en reconocer su impotencia, para afirmar en consecuencia más vigorosamente la omnipotencia de Dios: «Yo no soy nada, yo no puedo nada, yo no valgo nada... », dice San Juan Eudes. El demonio nos hace gran daño, haciéndonos creer que tenemos virtudes; «no las tenemos», dice Teresa de Ávila; «esto es pestilencia». Si un día, bajo la moción de la gracia, la santa se siente llena de valor y de audacia, al día siguiente, reducida a su debilidad, no se siente capaz de «matar una hormiga por Dios si en ello hallase contradicción».

Digna hija de una tal madre espiritual, Teresa de Lisieux usará el mismo lenguaje confesando hacia el fin de su vida que ella no tiene virtud alguna y que es el mismo Dios quien, en cada instante, le procura las fuerzas necesarias para practicar la virtud.

Estas enseñanzas de la Sagrada Escritura, del Magisterio y de los Doctores sobre la nada congénita a los hombres, incluso a los más grandes, hace percibir mejor la naturaleza profunda de los acontecimientos de la historia y su último sentido. «Es necesario que Dios actúe y conduzca a su término lo que ha hecho, porque si el mundo no estuviese gobernado por el que lo ha creado, se hundiría de nuevo en la nada.»

Como no ha añadido nada a la creación, la Escritura dice que Él descansó en todas sus obras; pero como no cesa de gobernar lo que ha creado, Nuestro Señor ha podido decir con toda verdad: «Mi Padre obra siempre.» Es así como San Agustín explicaba a sus fieles en un sermón la acción incesante de Dios: si la creación se terminó después de la sexta época, el gobierno del mundo, creación continuada, prosigue desde entonces sin detenerse. Es de cada día, de cada hora, de cada instante, de cada fracción de segundo, y encierra la totalidad de las criaturas, desde los abismos oceánicos hasta las profundidades del cielo estrellado, desde los rascacielos de las ciudades bulliciosas hasta las tiendas levantadas en el desierto:

«Si Dios retirase esta operación a las cosas, cesaríamos de vivir, de movernos, de ser.» «Por el reposo de Dios el séptimo día, entendemos que Él ha cesado desde entonces de hacer nuevas criaturas, no de mantener y gobernar las que había hecho». No se ha retirado del cosmos después de haberlo creado, como un arquitecto se marcha después de la construcción de un edificio. Éste puede subsistir muy bien sin la presencia del arquitecto, mientras que el mundo no podría subsistir una millonésima de segundo sin la presencia operante del Señor.

Una página de la Gran Enciclopedia Soviética

Los rusos de la ex-unión soviética, si no disponian de otras fuentes, podían aprender de la Gran Enciclopedia Soviética que «la religión se dirige a inspirar a los creyentes el sentimiento de que el individuo no puede hacer nada sin la voluntad de Dios, que todo su destino se encuentra entre las manos de Dios. El hombre no es nada más que la criatura de Dios, un gusano, el esclavo de Dios. Todo depende únicamente de Dios. La moral religiosa hace al hombre impotente y le priva de su voluntad; condena al hombre a una sumisión pasiva a su destino. Priva al hombre de todas las cualidades que le son indispensables a quienes luchan por la felicidad terrenal de las gentes...»

¿Qué pensar de estas aserciones? Sin duda alguna un San Agustín, un Santo Tomás, un Pío XI y un Pablo VI no hubieran dudado un instante en rubricar totalmente la primera frase, que es de una ortodoxia perfecta. A través de ella se creería percibir el eco de la voz de los profetas del Antiguo Testamento. El error se manifiesta en la segunda frase: si es verdad que el hombre no es sino una criatura de Dios, es, en cambio, falso que sea un esclavo o un gusano: la Encarnación y la Redención han elevado al hombre al rango de hijo de Dios. Es asimismo totalmente falso ver en el sentimiento religioso un factor de alienación. Este reproche puede aplicarse a la deformación de la fe, pero no vale para la vida cristiana auténtica.

La afirmación «Todo depende únicamente de Dios... » puede ser entendida en un sentido perfectamente ortodoxo. Se la encuentra a veces en los labios de los amigos de Dios, sobre todo cuando, llegados al término de su camino aquí abajo, reconocen que es Dios quien ha hecho todo el bien que el mundo ha admirado en ellos: «Él lo ha hecho todo» en tanto que Causa primera, que actúa sobre las causas segundas para hacerlas operar a su nivel: si éstas han actuado, ha sido bajo la moción de Aquélla, que ha tenido no la parte exclusiva, pero sí la preponderante.

Es curioso constatar el peso de esta objeción del materialismo ateo incluso en medios cristianos: obsesionados por el deseo de salvaguardar la autonomía de las iniciativas y de las actividades del hombre que paralizaría la fe en una soberanía total de Dios sobre la historia, algunos cristianos llegan a afirmar tan fuertemente el papel de las causas segundas que niegan la influencia preponderante de la Causa primera, manteniéndose en posiciones deístas. Si, a la luz de la Biblia y de la Tradición, descendiesen a las profundidades del problema, constatarían con estupor que al cortar así el lazo entre la causalidad divina y la acción del hombre, lo paralizan. Arruinan lo que pretenden salvar, diría San Agustín.

Juan XXIII, cuando era nuncio en París, hizo esta confidencia a su sobrina Ana: «Desde que me persuadí de que yo soy verdaderamente nada y de que el Señor es quien lo hace todo, me dispuse a todos los renunciamientos. Este hábito es un sacrificio, es como un cilicio que se lleva continuamente. El Señor, entonces, nos trata bien» (Carta del 24 junio 1947). «Obrar el bien es algo tan imposible sin el socorro de Dios como hacer brillar el sol en la noche» (Cfr. SANTA TERESA DEL Niño JESÚS, Manuscrits autobiographiques, B, folio 22, recto).

Tal como lo pone de manifiesto un maestro espiritual, Charles Sauvé, la omnipotencia de Dios es afirmada más de setenta veces en la Biblia. ¿Cómo no deducir de ello que Dios, autor principal de los Libros Sagrados, quiere inculcarnos profundamente esta verdad? San Juan Crisóstomo nota que en el Antiguo Testamento el Padre es llamado continuamente Señor (Kyrios). La Escritura le llama Rey de reyes, Señor de señores, y más fuertemente aún, el único rey, como para insinuar que los monarcas de la tierra reciben todo su poder del «rey de los siglos, inmortal e invisible».

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