conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VII.- La ilusión en la presencia y en la ausencia

La ilusión por el gran Ausente

El caso límite de la posibilidad de la ilusión es Dios, el gran Ausente, a quien «nadie ha visto nunca» (Deum nemo vidit unquam). Creo que hay que distinguir la fe en Dios, la esperanza de llegar a él, incluso el amor a Dios, de esa dimensión nueva y delicada de la vida humana, la ilusión, que venimos explorando gracias a la significación original que ha sobrevenido en español a una vieja palabra latina. Muchos dirán que Dios es una «ilusión» en el sentido tradicional, algo sin verdadera realidad, a última hora un engaño. Lo que aquí me interesa es ver si puede tenerse ilusión por él, y cuál es su contenido, y en qué forma modifica los otros modos de referencia.

Hace mucho tiempo toqué una cuestión que me parece de la mayor importancia, y que tiene conexión con esta. Advertía la diferencia entre proyectarse hacia la otra vida y proyectar la otra vida. Esto último tiene considerables dificultades; requiere un ejercicio intenso de la imaginación, y la verdad es que la mayor parte de la literatura religiosa y de la teología no incita a ello. Por eso es frecuente una proyección inerte y automática, que no llena de contenido la expectativa de una vida perdurable entendida de manera abstracta y que no se imagina como tal vida, como lo que los hombres entendemos cuando pronunciamos esta palabra, refiriéndose a la nuestra. Para sentir ilusión por la otra vida es menester entenderla dándole el significado que para nosotros tiene, sumando y restando lo que sea, subrayando cuanto sea menester que se trata de otra, pero de manera que nos siga pareciendo vida.

Sin un elemento de proyecto, no hay tal vida en el sentido humano, biográfico; sin circunstancialidad (la Jerusalén celeste), esa vida es inconcebible; sin conexión con nuestra vida terrenal, una vida no es nuestra. Sobre esto hablé largamente en el capítulo final de La estructura social (1955), y cada vez me parece más importante. Hace falta imaginar la vida ultraterrena -aunque se esté seguro de que no será «así»-, para poder auténticamente desearla, para que se pueda encender la ilusión por ella.

En cuanto a Dios, es sorprendente hasta qué punto se ha debilitado la vivencia de misterio, que en época reciente subrayó tanto Rudolf Otto: mysterium tremendum, mysterium fascinans. Con enorme fuerza aparece esto en San Agustín: Et inhorresco et inardesco: inhorresco, in quantum dissimilis ei sum; inardesco, in quantum similis ei sum («Me horrorizo y me enardezco: estoy horrorizado en cuanto soy desemejante a él; estoy enardecido en cuanto me asen mejo a él»). Ese misterio inaccesible, pero al que se puede uno acercar, en el cual se puede intentar penetrar, nos produce ilusión.

La distinción que hace San Anselmo en el Monologion entre fe viva y fe muerta (viva et mortua fides) se podría interpretar en la perspectiva de la ilusión. La fe viva es operante, la muerta, ociosa; pero lo decisivo es que la operosa fides vive, porque tiene vida de amor, mientras que la fe ociosa no vive porque carece de ese amor o dilectio (non absurde dicitur et operosa fides vivere, quia habet vitam dilectionis sine qua non operaretur, et otiosa fides non vivere, quia caret vita dilectionis cum qua non otiaretur). Y lo aclara diciendo que la fe viva cree en aquello en que debe creerse, mientras la fe muerta cree sólo aquello que debe creerse (viva fides credere in id in quod credi debet, mortua vero fides credere tantum id quod credi debet). Y este es el nervio de la prueba ontológica de la existencia de Dios en el Proslogion, como mostré va a hacer medio siglo.

La ilusión de Dios impregna toda la poesía de San Juan de la Cruz. El amor del alma por él aparece como empresa, busca, ausencia incitante que llama:

¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

Y la expectativa del goce tiene inconfundible carácter proyectivo, programático, lejos de toda instantaneidad o «eternización»:

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas;
y allí nos entraremos
y el mosto de granadas gustaremos.

Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía;
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día...

La intrínseca vinculación entre ilusión y amor exige que el amor de Dios, si tiene en verdad contenido amoroso y no es la designación abstracta de un tipo de conducta, incluya en sí, como el hilo que hacia él conduce, sabiéndolo o no, con uno u otro nombre, un elemento de ilusión.

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