conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VII.- La ilusión en la presencia y en la ausencia

La ausencia irrevocable

La ausencia -en la distancia, en el futuro, en el pasado- no es objeción suficiente contra la ilusión, como hemos visto; incluso puede ser un estímulo o un ingrediente suyo. La ilusión es siempre un encaminamiento hacía aquello que la suscita o despierta, y el que la siente se orienta hacia esa realidad, sin que sea obstáculo su lejanía o improbabilidad, o las dificultades que lo separan de ella. Pero hay una situación extrema, en que la ausencia es absoluta, definitiva, irrevocable; puede ser la frustración total de una vocación: el pintor ciego, el atleta paralítico, el orador mudo; sobre todo, y en forma más frecuente y radical, la ausencia de la muerte.

¿Puede sobrevivir a ella la ilusión? Si no fuera un libro excesivamente literario -aunque admirable por su trasfondo biográfico, en la medida en que se transparenta bajo su elaboración-, habría que aducir La vita nuova del Dante, compuesta poco después de la muerte de su amada Beatrice Portinari en 1290. La primera parte sobre todo, la memoria del primer encuentro con la niña Bice, vestita di nobilissimo colore, umile e onesto, sanguigno, con la angiola giovanissima, hasta que, pasados nueve años, le aparece vestita di colore bianchissimo, lo mira con inefable cortesía, lo saluda una y otra vez, con la sonrisa tan deseada; todo eso es la maravillosa historia del nacimiento de una ilusión, que se revive cuando ya Florencia se ha quedado sola, cuando Beatrice ha salido de este mundo.

Y la ilusión penetra también las Rime in morte di Laura, de Petrarca, al repasar el poeta la historia de su amor, al evocar la presencia perdida, al imaginar encuentros imaginarios o esperar uno real. Así el soneto XXXIV, que comienza:

Levommi il mio pensier in parte ov'era
Quella ch'io cerco e non ritrovo in terra

(«llevóme el pensamiento adonde estaba / la que busco en la tierra y nunca encuentro»).

O, si se prefiere un ejemplo español, recuérdese la Égloga I de Garcilaso:

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver, con largo apartamiento,
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?

Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?

La ilusión persiste, a pesar de la ausencia irreparable. ¿Irreparable? -se dirá-. ¿No está transida de esperanza, no hay una última confianza en que se pueda superar la irrevocabilidad? Es cierto; pero si la ilusión es plena y no fingida, si es más que un juego, envuelve algo que llamaríamos decisión de no perecer, si no fuera porque se mueve en una zona más honda que la voluntad. Cuando Gabriel Marcel dice: Toi que J'aime, tu ne mourras pas («Tú a quien amo, no morirás»); cuando Antonio Machado, al soñar con su muerta Leonor, oscila entre la esperanza y la desesperanza, concluye:

¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

ambos afirman, frente a la irrevocabilidad de la ausencia, la irrevocabilidad de la ilusión.

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