conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VII.- La ilusión en la presencia y en la ausencia

El futuro como ausencia

Hemos visto desde el comienzo de este estudio que la futurición acompaña siempre a la ilusión, ya que esta tiene su raíz en la condición intrínsecamente futuriza del hombre y consiste en tensión anticipadora, que impregna hasta la presencia. Pero hay una forma de futuro que no se presenta como inminente, ni siquiera como accesible -al menos con seguridad-, sino como algo distante, quizá remoto, acaso improbable, porque no llegue a cumplirse o porque yo no llegue a él. Esta es la razón de que esté usando la palabra futuro, y no porvenir, que ha aparecido con mayor frecuencia en estas páginas.

La ilusión afecta de manera muy especial al futuro, con algunas condiciones. La primera, que esté al alcance de la mirada biográfica. Se puede tener ilusión, y muy viva, por una persona ausente pero que va a venir o a quien voy a ir a encontrar. Por una relación más atractiva, en la cual se espera entrar. Por una visita, una carta, una llamada telefónica, siempre que su probabilidad esté en el horizonte. En La voz a ti debida, dice Pedro Salinas:

¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!

Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

Hay la ilusión del niño por «ser mayor», a veces por un cauce concreto de vida, más o menos borrosamente entrevisto, como cuando se le pregunta: ¿qué vas a ser? Por supuesto se siente ilusión futura, y aun remota, por los hombres y mujeres que serán los hijos o los nietos. El muchacho o la muchacha que aún no se han enamorado tienen vivísima ilusión por el amor que aún no conocen en acto, que adivinan por lo que «se dice», por la ficción literaria, por el cine, por fenómenos psicofísicos que anuncian su posibilidad o su cercanía. (No sé si esta ilusión, capital en la vida humana, se conserva ahora, por lo menos en grado apreciable, al cabo de bastantes años de «facilidad», trivialización, «educación sexual» y prosaísmo. Si esto es así habría que ponerlo en la cuenta de los fracasos amorosos de que antes hablé. )

El investigador, el artista, el escritor tienen ilusión por sus proyectos, aunque sean lejanos, aunque duden de si llegarán a realizarlos. Esa ilusión es el motor que impulsa, a veces durante largos años, hacia ciertos descubrimientos, cuadros, edificios, músicas, libros, teorías.

Cuando un siglo se acerca a su final, surge una curiosa ilusión por el siglo futuro -piénsese cuántas veces se ha usado esta expresión, o concretamente «el siglo XX» en el último decenio del pasado, y hace ya tiempo que aparecen menciones, a veces ilusionadas, del siglo XXI.

Además de estar al alcance de la mirada, es menester que el futuro sea imaginable, con razonable concreción, para que sea posible sentir ilusión por él. Un caso especial es el «inventor», tipo humano definido por la ilusión, sin la cual simplemente no es posible. Algo análogo se encuentra en el actor ávido de encarnar ciertos papeles, de vivir vicariamente algunas vidas que le parecen atractivas y deseables. Habría que buscar un elemento de ilusión en el revolucionario, anticipador de un futuro incitante; pero este tipo ha dejado de existir prácticamente, desde que los que así se llaman creen que ya se sabe lo que hay que hacer -y en general, lo que va a pasar- y que basta con mirar un libro y, casi siempre, seguir un manual de instrucciones técnicas, no muy diferente del de un electricista o reparador de aparatos domésticos. Y, naturalmente, no se puede olvidar -aunque hoy tiende a olvidarse- la forma de vida ilusionada del agricultor, que espera las estaciones y anticipa las fases de la labranza y finalmente la cosecha.

Habría que preguntarse -como en todas las dimensiones de la vida- por las diferencias entre la mujer y el hombre. Se suele pensar que el hombre, más activo, más emprendedor, tiene más ilusiones que la mujer, a la que se supone pasiva, receptiva, relativamente inerte. Sobre esa pasividad tengo las mayores reservas, que señalé en libros antes citados; pero, en todo caso, lo que no es dudoso es que en la mujer desempeña un papel relevante la expectativa. El futuro concreto, a corto o largo plazo, tiene un puesto decisivo en la vida femenina. Y hace posible -sólo posible- que una gran parte de ella transcurra bajo el signo de la ilusión. La cotidianeidad de la vida de la mujer, su cuidado de la casa y las personas próximas, día tras día - e incluso hora por hora, con unas horas que no son las abstractas del reloj sino las que articulan la jornada y le dan configuración y un mínimo argumento-, hace que tenga una serie de «plazos» elementales, que parecen modestos, pero llenos de significación. Se dirá que esto puede aplicarse a la «mujer de su casa», ocupada de los menesteres domésticos y familiares, pero no a la mujer «profesional». No creo que esto sea exacto: toda mujer, aunque tenga ocupaciones de cualquier tipo, tiene que llevar a última hora algo así como una casa, y esto la devuelve a esas ocupaciones cotidianas.

Lo que ocurre es que una tenaz labor de desprestigio de todo esto ha conducido a que un número muy crecido de mujeres las ejerzan a regañadientes y sin ilusión, lo cual no parece gran ganancia. Es un caso más de ese fenómeno de la «proletarización», entendida como descontento de la condición y no de la situación (de lo que se es y no de cómo le va a uno).

No se olvide que esa expectativa de la mujer por el futuro concreto tiene aspectos más hondos que el de la jornada habitual. La gestación, los nueve meses de espera del nacimiento del hijo, normalmente con ilusión, es el primer gran ejemplo. Y desde entonces, las etapas del nacimiento y la crianza, vividas más de cerca por la mujer que por el hombre, dan una estructura de sucesivas anticipaciones, posiblemente ilusionadas, a la vida de la mujer.

En cambio, una excesiva -y no enteramente justificada- estimación de la juventud hace que la mujer rara vez anticipe con ilusión las próximas edades. Mientras el hombre ve con frecuencia las etapas de su biografía como fases de un proceso de «llegar» -a donde sea-, la mujer las ha mirado casi siempre como pasos de un envejecimiento. Es posible que la enorme prolongación de la juventud en la mujer y la larga duración de una madurez que en muchos sentidos no es inferior a aquella, en combinación con la asociación, mucho más estrecha, a las actividades que antes eran patrimonio de los hombres, disipen esa hostilidad al tiempo y hagan que la mujer recobre la ilusión por el despliegue temporal y argumental de su biografía.

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