conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VII.- La ilusión en la presencia y en la ausencia

La ilusión de la presencia

La máxima intensidad de ilusión se da en la presencia henchida de futuro, que pide y promete continuidad, que es camino hacia lo mismo, como la epídosis eis autó de Aristóteles, progreso hacia lo mismo o hacia sí mismo. La mera expectativa o anticipación tiene un elemento de quejumbre, de dolorosa privación; la realización, si significa término o conclusión, sustituye la ilusión por la «satisfacción», cosa bien distinta; la presencia que no acaba es la fórmula plenaria de la ilusión.

Es difícil encontrar una expresión más adecuada de lo que es la ilusión -salvo la falta de ese nombre- que las poesías de San Juan de la Cruz. En las formas de la ausencia, la inminencia, la presencia, aparece de manera prodigiosa:

¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?
Acaba de entregarte ya de vero.
No quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

Este último verso tembloroso, casi tartamudo, «un no sé qué que quedan balbuciendo», transmite con increíble fuerza la vivencia de la ilusión incumplida, inminente pero todavía en ausencia. Y luego:

Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

Y, finalmente, la prodigiosa estrofa de la presencia ilusionada:

Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

La aprehensión de la realidad es progresiva, y en principio inacabable. La presencia no significa el acabamiento de esa aprehensión, sino el comienzo de su plenitud, que experimenta desde entonces un interno incremento e intensificación. Podríamos decir que se avanza hacia la realidad ilusionante, hasta llegar a la presencia; pero esta no es una detención, sino una prosecución del avance dentro de esa realidad. Toda realidad, no se olvide, es inagotable, y por ello su aprehensión no tiene término; especialmente si se trata de realidad humana, hecha de sustancia dramática.

Si en lugar de las concepciones tradicionales de la razón se piensa en la razón vital como aprehensión de la realidad en su conexión (según la fórmula que usé por primera vez en la Introducción a la Filosofía, 1947), como la razón es la vida misma en su función de comprender, se ve claramente el carácter progresivo y sin término del proceso de aprehensión. Una vez dada la presencia, es menester la penetración ilimitada de esa presencia.

Pero habría que tener en cuenta los diferentes modos de presencia que son posibles, y que se han multiplicado en nuestro tiempo, lo cual prueba la modificabilidad de la estructura empírica de la vida humana. No es lo mismo hacer un viaje que contemplar una colección de fotografías; se tendería a pensar que lo primero da la presencia de una ciudad o país, y lo segundo es la mera representación de algo ausente; pero si se piensa en una película en el cine o la televisión, la cosa es dudosa: la percepción es menos inmediata, pero mucho más rica en perspectivas, distancias, detalles que lo que el viaje real permite; y, por otra parte, la «condensación» de lo relevante en un tiempo muy breve da una fuerza de presencia extraordinaria al cine, mientras que en la visión real y directa eso mismo se diluye y pierde intensidad. La cualidad de la ilusión es diferente según se trate de una cosa o de otra, pero no sería fácil negar el carácter de presencia a la que llamamos ficticia.

Y si se piensa en la presencia personal, y por tanto en la ilusión que se siente por una persona, la fotografía, el retrato pictórico o la estatua, el cine, el teléfono, la carta, representan grados varios de una escala entre presencia y ausencia, que no es lineal sino mucho más compleja y, podríamos decir, pluridimensional.

La cuestión decisiva, para comprender la ilusión y, en general, todas las relaciones personales, sería esta: ¿qué se pretende en cada caso de una persona? Creo que sobre esto hay muy escasa claridad, y ello impide medir con precisión y rigor el logro o fracaso de esas relaciones, en qué medida son satisfactorias o desembocan en decepción. Muchas veces lo que se llama desilusión es simplemente la inadecuación de la ilusión proyectada sobre alguien; quiero decir la confusión respecto a lo que realmente se pretendía de ella. Pienso que la aterradora frecuencia de los fracasos amorosos o matrimoniales en los últimos decenios no es explicable, aparte de otros factores que habría que tener en cuenta, sino por una falta de claridad sobre lo que el hombre pretende de la mujer, y a la inversa, en cada una de las múltiples relaciones que entre ellos son posibles.

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