conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VI.- La condición amorosa como raíz de la ilusión

La ilusión en la amistad

Me he ocupado largamente de la amistad en otras ocasiones, desde hace más de treinta años, desde «Una amistad delicadamente cincelada» (en Ensayos de convivencia) hasta La estructura social y, sobre todo, La mujer en el siglo XX. No quiero repetir lo que ya dije, sino recordar lo indispensable para que sea inteligible el ingrediente de ilusión que la amistad puede encerrar, y que no consideré explícitamente en los libros mencionados.

Es notorio que para muchos hombres -por lo menos en España- la tertulia ha sido una de las principales fuentes de ilusión en sus vidas (y aquí se unen dos palabras casi exclusivamente españolas). La asistencia al café -tal vez en otras épocas al mentidero o sus equivalentes- era el placer cotidiano, que se anticipaba ilusionadamente día tras día (en ocasiones, más de una vez cada día). Para las mujeres, en pueblos y aldeas, era equivalente el mercado, o la charla al ir a la fuente a llenar los cántaros. (Una vez dije en la India, con aprobación vivísima de los que me escuchaban, que el agua corriente en las casas es admirable y deseable, pero que había significado la desaparición de ese rato de tertulia en torno a la fuente, en la plaza, sin que fuera sustituido.) Hay que tener en cuenta las relaciones de vecindad, especialmente en las noches de verano, hasta hace bien poco. El costumbrismo, los sainetes, la zarzuela nos han dejado preciosos testimonios de todo ello.

Se dirá que se trata de formas secundarias de amistad, bien lejanas de las ejemplares que estudiaron griegos y romanos, éstos en tantos tratados De amicitia. Es cierto; lo interesante es que aun en esas formas hay un elemento de ilusión. ¿Por qué? Porque la amistad es siempre una relación humana de carácter individual y desinteresada, no utilitaria. El amigo no es tratado nunca como «cosa», como «algo» de lo que se espera utilidad, servicio, placer, sino como alguien, como persona. Que los amigos se presten servicios, que se obtenga de ellos alguna utilidad, es otra cosa, derivada de una amistad que en principio es desinteresada.

En la tertulia hay el elemento de lo reiterado y lo consabido, cuyo interés mostré antes. Unamuno, en Paz en la guerra, vio esto con perspicacia al describir la tertulia en la chocolatería bilbaína de Pedro Antonio Iturriondo. «Pedro Antonio deseaba el invierno porque, una vez unidas las noches largas a los días grises y llegadas las lloviznas tercas e inacabables, empezaba la tertulia en la tienda. Encendido el brasero, colocaba en torno de él las sillas y, gobernando el fuego, esperaba a los contertulios. Envueltos en ráfagas de humedad y de frío iban acudiendo.» Aparecen los rasgos característicos: deseo, espera, preparativos del escenario, expectativa de la llegada de los contertulios. Y en seguida añade Unamuno la enumeración individual y pormenorizada; cada uno es presentado con una acción o un gesto consuetudinario: lo que hace cada vez que entra en la tienda, aquello con lo cual se cuenta: «Llegaba el primero, soplando, don Braulio, el indiano... Venían luego: frotándose las manos, un antiguo compañero de armas de Pedro Antonio, conocido por Gambelu; limpiando al entrar los anteojos, que se le empañaban, don Eustaquio, ex oficial carlista acogido al convenio de Vergara, del cual vivía; el grave don José María, que no era asiduo, y, por último, el cura don Pascual, primo hermano de Pedro Antonio, refrescaba la atmósfera al desembarazarse airosamente de su manteo. » Unamuno añade todavía un párrafo que subraya, junto al valor de la reiteración, la ilusión que todo ello produce: «Y Pedro Antonio saboreaba los soplos de don Braulio, el frote de manos de Gambelu, la limpia de los anteojos de don Eustaquio, la aparición imprevista de don José María y el desembozo de su primo, y a las veces se quedaba mirando el reguero de agua que corría por el suelo chorreando de los enormes paraguas que los contertulios iban dejando en su rincón, mientras arreglaba él con la badila la brasa, echándole una firma. »

Cabe, sin embargo, un grado superior de amistad, la estrictamente personal, entre dos hombres -o dos mujeres-, que en ocasiones puede extenderse a alguno más, siempre que las relaciones sean rigurosamente personales y no meramente de grupo. En este caso, podríamos decir que la amistad es el concurso de dos vidas -excepcionalmente de más-, esto es, el camino paralelo anticipado y esperado. Las trayectorias vitales se entrelazan (al menos, alguna de las trayectorias de uno con alguna de las del otro). Los amigos se proyectan personalmente juntos, y esa compañía en el mismo argumento de la vida, anticipada y cumplida, que potencia cada una de las vidas individuales, es vivida con ilusión, que puede ser muy viva e intensa.

La condición necesaria es la personalidad de los amigos y de su relación: si esta es tópica, utilitaria, inercial, falta la ilusión. Es lo que sucede en las meras relaciones de trabajo, la camaradería, salvo cuando la repetición cotidiana va personalizando tácitamente la relación, sin que llegue a expresarse y reconocerse como tal. Unamuno, siempre tan penetrante en la exploración de la vida humana, planteó lo que en mi libro Miguel de Unamuno llamé «el hueco de la personalidad» al contar La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez: el narrador ha jugado largo tiempo, silenciosamente, con don Sandalio, sin la menor confidencia, sin saber nada de él ni de su vida aparte del juego; y cuando deja de acudir, cuando sabe que ha tenido desgracias, que está en la cárcel, finalmente que ha muerto, se encuentra con que se le ha muerto don Sandalio, a quien ha imaginado, con cuya presencia silenciosa ha contado día tras día, cuya personalidad ha ido labrando en torno al hueco de ese silencio.

El ejemplo que me parece más luminoso es el de la amistad entre Don Quijote y Sancho. Hay entre ellos una constante transmigración: Sancho se desliza, por decirlo así, en la vida de Don Quijote; el cariño hace que, a pesar de ver su locura, lo tome en serio; se pone en su punto de vista, se asocia a su proyecto de caballero andante, lo comprende y en esa medida lo comparte; pero permanece instalado en su propia vida, en su actitud realista, utilitaria, desengañada, socarrona, en medio de las vigencias sociales dominantes; por eso sirve de intermediario entre la demencia quijotesca y la cordura a ras de tierra de la gente: va y viene, establece una comunicación que permite a Don Quijote circular por el mundo sin que los tropiezos sean demasiado graves. Y, mientras Sancho se quijotiza, Don Quijote asiste en la persona cercana de su escudero a la forma de vida de los que no son caballeros andantes, y no pierde contacto con el mundo que llaman real. Aquella escena inolvidable en que Don Quijote, que no ha visto ni sentido nada montado en Clavileño, frente a los estupendos relatos de Sancho, promete a éste creerlos, con la condición de que Sancho le crea sus visiones en la cueva de Montesinos, es la culminación de esa singular y desigual amistad, transida de ilusión recíproca, que impregna la totalidad del Quijote, que se va transformando y matizando, con fuerte diferencia entre sus dos partes.

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