conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » VI.- La condición amorosa como raíz de la ilusión

La radicación de la ilusión

Ninguna realidad humana es plenamente entendida si no se la ve derivar de la vida como realidad radical; es decir, si no se halla su radicación, el lugar que tiene dentro de la estructura total de la vida humana, el punto por el cual se inserta en ella y, por consiguiente, se vivifica -la forma más profunda de fundamentación-. Tenemos que preguntarnos ahora por esa fuente vital de la ilusión.

En la Antropología metafísica, a la que me es forzoso recurrir, dediqué toda una serie de capítulos a estudiar la condición sexuada y sus consecuencias. La filosofía ha propendido a pasar por alto, o rozar simplemente, en el mejor de los casos, el hecho de que la vida humana acontece y se realiza en dos formas: varón y mujer. Como estas formas son irreductibles y al mismo tiempo inseparables, es decir, ni hay «hombres» en general ni se entiende al varón sin referencia a la mujer, ni a la mujer sin referencia al hombre, toda visión antropológica que no tenga esto en cuenta es una abstracción que renuncia a comprender lo decisivo. Pero está claro que al hablar de condición sexuada se entiende la instalación básica en el propio sexo, desde la cual las personas se proyectan hacia el otro, y no la actividad o las relaciones sexuales, sumamente importantes sin duda, pero limitadas, que afectan solamente a una parcela de la vida, mientras que la condición sexuada la envuelve íntegramente y es el supuesto de todo lo «sexual».

Pero hay que considerar otra línea convergente. La vida humana es circunstancial, y esto quiere decir que yo tengo que hacerla con las cosas, dependo de ellas, las necesito. He mostrado muy largamente cómo la originalidad de la famosa fórmula de Ortega, yo soy yo y mi circunstancia, no estriba en la mera yuxtaposición (o enfrentamiento) de ambos elementos, sino en que la realidad yo (el primero de la frase, «el yo que yo soy») incluye, junto con el segundo yo, mi circunstancia; que ésta forma parte de mi realidad. De esta circunstancialidad se deriva la menesterosidad de la vida humana: necesito la circunstancia para ser y vivir. Frente a la «suficiencia» atribuida tradicionalmente a la sustancia, nos encontramos con la «indigencia» como condición del hombre.

Ahora bien, el hombre necesita «cosas», pero también, y principalmente, necesita personalmente a las personas; y, dada su condición sexuada, consistente en disyunción y polaridad, en proyección mutua, esa necesidad acontece desde esa instalación; es decir, se necesita primariamente al otro sexo, porque en ello consiste el ser varón o mujer; secundariamente, dentro del propio sexo. La necesidad personal es ante todo heterosexuada, sea o no sexual.

Este es el fundamento de la radical condición amorosa que pertenece intrínsecamente a la vida humana. Esta es el ámbito en que acontece toda relación entre hombre y mujer, que por eso es incoativamente amorosa, es decir, se mueve en el elemento de esa posibilidad, realícese o no, y aunque en la mayoría de los casos no se realice. Y esa condición es el núcleo personal desde el cual son posibles, en la forma concreta de vida personal que es el hombre, todas las demás formas de amor.

Quiero recordar algunas cosas que dije en la Antropología metafísica, porque nos pueden llevar directamente a lo que quiero mostrar ahora: «La dual condición hombre-mujer es razón suficiente para el 'estar con' siempre que esa condición se realice de manera suficientemente adecuada, mientras que hace falta algo más para que se justifique la convivencia dentro del propio sexo; y por esa razón todo encuentro entre hombre y mujer va acompañado de una conciencia de satisfacción y plenitud o, a la inversa, de frustración y decepción, y sólo el embotamiento que la habituación produce puede llevar a un estado de 'neutralidad' e indiferencia, que, bien miradas las cosas, es en rigor anormal. » «Y por eso todo encuentro heterosexuado tiene un elemento, por mínimo que sea, de ilusión -y el consiguiente riesgo de desilusión-, de promesa y cumplimiento o incumplimiento» (cap. XXII). Y un poco más adelante llamaba a esta situación «un campo magnético de la convivencia».

A pesar de no estar tratando este tema de frente, la palabra «ilusión» apareció en ese contexto. Creo que ese es el lugar adecuado, el origen antropológico de la ilusión. La condición amorosa -esa condición extrañísima, en la que se reconoce la imago Dei- es la que hace posible que el hombre se comporte ilusionadamente frente a ciertas realidades, que la ilusión sea una modalidad de su proyectarse. Y a esa condición hay que referir las actitudes humanas, las relaciones personales, la manera de vivir las cosas todas, para que sea posible ese modo de trato que venimos llamando ilusión.

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