conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » III.- El tiempo de la ilusión

La temporalidad interna

Hasta ahora he examinado la relación de la ilusión con la temporalidad de la vida humana, y he tratado de mostrar cómo queda afectada por las diversas dimensiones de esta. Pero hay que dar un paso más: es menester ver en qué consiste la temporalidad interna o intrínseca de la ilusión misma.

Está constituida por la duración, acontece en una distensión temporal. No es un fenómeno instantáneo -nada en la vida propiamente lo es-, ni siquiera momentáneo. Cuando así lo parece, es que se trata de una condensación o abreviatura de la ilusión en sentido estricto, por lo general fundada en el recuerdo de experiencias pasadas. Siento una ilusión momentánea cuando imagino la repetición o actualización de algo que viví anteriormente como verdadera ilusión, con su duración, sus etapas, la estructura que acabo de analizar. Es decir, la ilusión momentánea se funda en la duradera, en la que se realiza a lo largo de un complejo proceso temporal.

Si consideramos la ilusión en el presente, es decir, en su actualidad, encontramos una diferencia esencial con otras realidades que podrían confundirse, precisamente aquellas cuyos nombres parecen vagamente sinónimos, los que se usan en otras lenguas para intentar traducir la palabra española. El placer, por ejemplo, o la alegría, parecen llenar el presente, nos adscriben a él, hasta el punto de que parecen abolir las otras formas temporales. El temple de la poesía de Jorge Guillen, sobre todo el primer Cántico, respondería a esto. Pero el presente de la ilusión, que también es capaz de henchir nuestra realidad (y que por supuesto no excluye el placer y la alegría), no se queda en sí mismo: está grávido de futuro, es precisamente ilusión porque, más allá del presente, se dilata hacia adelante. Se podría decir que el futuro ejerce una singular «succión» sobre el presente, lo atrae hacia sí, y por eso la inequívoca plenitud de la ilusión va mezclada con una azorante impresión de «insuficiencia». La ilusión no está nunca plenamente realizada, no está «dada»; en medio de ella sigue la aspiración, la espera, el carácter proyectivo. En ella no se da el «ya», sino el «todavía», cuya faz esperanzada es el «todavía más».

Esa interna duración que pertenece al estado ilusionado introduce en él un elemento de inseguridad, excluye la tentación de la posesión -nada verdaderamente humano puede ser propiamente poseído-; en otras palabras, es un estado inestable. Creo que en esa limitación reside el supremo atractivo de la ilusión.

¿Por qué? Porque revela el carácter más propio del hombre, aquel que es irreductible y no encuentra equivalente en la vida animal ni en las formas atenuadas, «cosificadas», de la humana. Pienso en la condición intrínsecamente indigente o menesterosa del hombre, de la que traté en la Antropología metafísica. El hombre necesita muchas cosas, y en forma distinta necesita a las personas (en última instancia, necesita personalmente todo lo que necesita, aunque lo necesitado no sea personal, porque él es persona). Y no es esto solo: el hombre no necesita sólo lo que no tiene, sino que sigue necesitando lo que tiene, y muy especialmente a las personas. La indigencia humana no cesa nunca, su menesterosidad no se extingue con la presencia, el logro, el goce, la posesión, con todas las formas de consecución o realización que puedan imaginarse. En la medida en que las necesidades son auténticamente personales, son inextinguibles, perdurables, están penetradas de duración ilimitada.

La ilusión es el lado positivo, afirmativo, de esa condición indigente o menesterosa. Más allá de la privación, superándola pero sin anular su núcleo irrenunciable, la ilusión nos da eso que apetecemos, anhelamos, amamos, sin anular la necesidad, sin quitarle su carácter inseguro, elusivo, dramático. En ella, el hombre acepta su condición, no como una limitación negativa, como una mera carencia o dependencia, sino como aquello en que consiste, que le permite simplemente ser quien es: a saber, alguien que sólo es pretendiendo ser, afirmándose en un sistema de necesidades vitales sin las cuales cesaría de ser él mismo.

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