conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » III.- El tiempo de la ilusión

La estructura temporal de la ilusión

Solamente en la temporalidad es posible la ilusión. Hemos visto como su carácter esencial la futurición, ligada a su condición imaginativa; pero ella se nutre de pasado, de recuerdo, en el cual se apoya el ilusionado para imaginar algo que en cierto sentido «vuelve» de manera nueva. La expectativa no es posible sin referencia a algo que en alguna medida se posee; esto pretérito es el marco dentro del cual se aloja la novedad esperada, que es precisamente nueva porque no se parte de cero. Creo que este es el esquema conceptual que permite comprender el placer de la repetición o reiteración, desde los movimientos del niño hasta las palabras de amor o la rima, desde la vuelta de los días tras las noches, o de las estaciones, hasta la sucesión de las generaciones humanas, en la que reaparecen los padres y los antepasados en alguien que es absoluta innovación.

Sobre ese fondo, lo decisivo es la anticipación; nos ilusiona lo que va a llegar, lo que va a venir, lo que va a acontecer; bien porque algo se acerque hasta mí, o porque yo salga a su encuentro: en un caso o en otro, va a aparecer en el área de mi vida. La distancia temporal modifica la cualidad de la ilusión: cuando su realización aparece como remota, se sustantiva la espera y se convierte en objeto oblicuo de la ilusión. Supongamos que anticipo la llegada de alguien por quien siento especial ilusión, y sé que va a tardar; si verdaderamente cuento con su llegada, me instalo en esa espera, la vivo ilusionadamente, vacilando entre el anhelo de su cumplimiento y el goce de la anticipación que a la vez se querría prolongar.

Cuando el tiempo que nos separa de la realización de la ilusión es breve, o ha llegado a ser breve por haber transcurrido la mayor parte, la ilusión se matiza de impaciencia, sentimiento agridulce, que intensifica la ilusión y a la vez la hace dolorosa. Si en ese momento se añade la inseguridad, si el cumplimiento parece dudoso, la proyección se perturba intensamente: por una parte, se agudiza, casi angustiosamente, la expectativa ilusionada; por otra, invade el temor de proyectarse resueltamente hacia su objeto con el riesgo de que quede truncada; se siente, más o menos confusamente, que si se quiebra la proyección, no va a saber uno adonde volverse, no va a saber qué hacer. Tendrá que volver a empezar, diciéndose «otra vez será», buscando recursos y energías para ese aplazamiento; o tal vez se verá obligado a renunciar y procurar una nueva orientación vital.

Hay un momento en que la expectativa adquiere un nuevo carácter: la inminencia. Eso que nos ilusiona está a punto de sobrevenir. Se puede comparar esta situación a la del que navega por un río tranquilo, en el momento en que la corriente se acelera porque se aproxima a un rápido, tal vez a una catarata. La ilusión experimenta otro cambio cualitativo. Se acentúa, extrema su tensión, hasta hacerse a la vez deleitosa y penosa; al mismo tiempo surge un elemento de temor. ¿A qué? No, como antes, a que no se cumpla; más bien a que no cumpla su promesa, a que no responda a la anticipación, a la carga con que se estaba aguardando la realización. Es el temor a que la ilusión quede por debajo de sí misma al hacerse presente, a que resulte una desilusión.

Si este temor es vano, si la ilusión se sostiene y soporta la actualización, ese cumplimiento es probablemente la culminación de la vida humana. Ningún goce es comparable al que es cumplimiento de una ilusión; es ella la que le da su máxima intensidad, su calidad más alta, precisamente porque lo vincula a la vida, lo introduce en alguna de sus trayectorias, lo identifica al menos con una porción del proyecto personal, hace que en ese goce el yo se encuentre y reconozca a sí mismo en lo que verdaderamente es. No se trata ya de un goce extrínseco, adventicio, impersonal, sino propio, irrenunciable, insustituible.

Pero la vida no cesa ni se detiene. Ese regusto de eternidad que tiene la ilusión cumplida no puede encubrir la temporalidad efectiva de la vida. Como una sombra, se proyecta sobre la ilusión realizada la inquietud por su fugacidad. El deseo de eternidad se junta con la sospecha -o la certeza- de que eso no es posible. De ahí que la alegría y la melancolía sean inseparables dentro de la ilusión. Por ser un fenómeno personal y temporal, aparecen en ella indisolublemente la necesidad de eternidad y la evidencia de que el tiempo seguirá fluyendo y pasando. Por eso la ilusión, lejos de ser un fenómeno psíquico, un mero estado de ánimo, es un acontecimiento dramático de la vida humana.

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